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Por: Javier Franco Altamar (*)

Quizás de los momentos más emocionantes que uno pueda tener como reportero es cubrir una visita papal.

O por lo menos de un pedacito de ella dada la imposibilidad de estar en todos lados; pero El Tiempo, la Casa Editorial para la que yo trabajaba en ese entonces, nos ubicó a todos los costeños en Cartagena, donde el Papa Francisco cumpliría una agenda apretada de cierre de su estancia en Colombia, pues la idea era que él tomara vuelo de regreso a Roma esa misma noche.

Era cerca del mediodía de ese domingo 10 de septiembre de 2017 y mi puesto de ubicación asignado era la entrada al Centro Histórico por el Baluarte de San Francisco Javier, justo en la acera opuesta al hotel Santa Teresa y a pocos pasos antes del Museo Naval. Para mí era territorio familiar, pues durante mi paso por la corresponsalía de Cartagena, entre el 2006 y 2008, no tenía más remedio que caminarlo dado que la casa donde funcionaba El Tiempo queda a media cuadra de allí.

La misión mía era recoger impresiones, permanecer en ejercicio de observación y pillarme cualquier detalle que ocurriera mientras arribara el Pontífice, que, a lo mejor, pasaría a discreta velocidad en su Papamóvil.

Todo eso, por supuesto, quedó consignado en una crónica que escribí para el periódico. Recuerdo haber encontrado a unos turistas argentinos con los cuales sostuve una sabrosa charla a propósito de ese ilustre compatriota que, en contados minutos, iban a ver vestido de blanco y saludando desde el vehículo de cristales transparentes blindados. En este momento, no recuerdo más detalles. Solo que cuando me consideré satisfecho de esas tareas previas, me preparé para recoger mis propias imágenes con el celular.

No quería realizar el ejercicio tonto de apuntarle con mi aparato al Papa y seguirlo con la cámara, sino que ensayé los movimientos que haría sin dejar de mirarlo yo mismo en directo. Así que me ubiqué detrás de un matorral, donde garantizaba que ninguna persona iba a interponerse entre mi celular y Francisco, y esperé pacientemente.

El resultado fue un video que compartí en Youtube. Ya yo sabía, en ese momento, que el Papa iba a aparecer con un ojo maltratado: el izquierdo, pues allí se había golpeado luego de un frenazo de Papamóvil cuando avanzaba por el barrio San Francisco.

Y así fue: lo vimos pasar con su curita en la ceja, producto de la curación que recibió a manos de una líder comunitaria, y un morado en el pómulo que ya tenía la apariencia de un chichón. Pero iba sonriente, rumbo a su encuentro con los restos de San Pedro Claver como cien metros más adelante.

De verdad fue una agenda apretadísima la del Papa, que incluyó un sobrevuelo con bendición sobre la imponente imagen de Nuestra Señora del Carmen en la entrada a la Bahía de Cartagena; y más adelante, una multitudinaria eucaristía en los muelles de Contecar. De allí lo llevarían, ya por la noche y en el mismo helicóptero de la bendición, al aeropuerto Rafael Núñez, sitio donde yo estaría cumpliendo la parte final de mi misión: cubrir los actos solemnes de despedida, y el despegue del avión con el Papa. De eso no voy a entregar muchos detalles, solo de uno que recién con su muerte se vino a tocar de nuevo: su graciosa manera de caminar.

No recuerdo con precisión cuál de mis compañeros me hizo la observación acerca del bamboleo del Papa mientras avanzaba sobre sus pasos. El comentario se debía a que no lucía muy celestial ese desplazamiento, sino más bien algo tosco; pero ahora ya sabemos que eso era producto de una ciática aparecida a pocos meses de que Francisco iniciara su pontificado, y que reaparecía de vez en cuando, y cada momento con más fuerza, sobre todo en los últimos años de su vida.

Voy a dejarlo aquí para no aburrirlos, pero fue una tremenda experiencia de la que alguna vez hablé en una misa de la parroquia de San Vicente durante la cual el cura párroco revivió las visitas papales. La culpa la tienen mis propios parientes, quienes ante una pregunta del sacerdote sobre testimonios, me señalaron, y entonces me tocó echar el cuento, primero, de aquella vez de julio de 1986, cuando desde una esquina de la calle Murillo con la carrera 27, vi pasar a Juan Pablo II en su Papamóvil.

Aquella vez, dije, la velocidad del carro convirtió la experiencia en algo muy fugaz. Pero, por lo menos, con Francisco, el trazado de las calles del Centro Histórico de Cartagena no le permitieron al conductor del vehículo ceder a la tentación de hundir el acelerador. Y me quedó bien el video, creo..

*La fotografía que ilustra el texto fue tomada por el reportero gráfico Guillermo González Pedraza, quien también hacía parte, en aquel entonces, del equipo periodístico de la Casa Editorial El Tiempo en Barranquilla.

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co

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