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Como casi todos los años, el primero de noviembre es el día más dulce y feliz de todos en Baranoa, Atlántico. Aquel municipio ha sido inmune a las garras de Halloween, ya que no es celebrado en su territorio. Sin embargo, deciden disfrazar a los pequeños y continuar con una de las costumbres más populares de todas: el día de los angelitos.

Esa noche volví a ser niña. Volví a desear tener en mi bolsa dulces de todos los sabores. Anhele correr por las calles de mi pueblo, buscando una casa que no estuviese atiborrada de niños y otra donde dieran paletas. Deseé ser infante, comer chocolate sin remordimiento y cantar aquella cancioncita pegajosa que dice: “ángeles somos, del cielo venimos, pidiendo limosnas pa’ nosotros mismos”.

Recordé estar en mi cuarto, mirando un reloj – que no comprendía muy bien- para que los minutos pasaran rápido y poder salir a pedir dulces. Sentí esa emoción nuevamente, la de disfrazarme de ángel con alas de icopor y buscar un maletín, una canasta o simplemente una bolsa para llenarla de bombones, masmelos y ‘bolitas’ de toda clase.

Esa noche volví a tener seis, siete, ocho y nueve años al mismo tiempo. No me importaba el calor, el sol o la arena de las calles. No le temía a las motos, a los carros ni mucho menos a los buses. Y, sobretodo, no era relevante la cantidad de dulces que me comiera, porque lo de menos era el dolor de estómago que me daría al día siguiente.

Recordé a mi primo hermano y cómo solíamos repartirnos los dulces que habíamos conseguido durante la mañana. Recordé los tumultos de gente en las esquinas, en aquellas casas donde daban helados o dinero, porque nada era mejor que conseguir una refrescante paleta para el calor abrasador, u obtener esa recompensa monetaria para posteriormente gastarla en una papita o un vaso de gaseosa.

Recordé las piñatas, las que ahora puedo relacionar con el coliseo romano donde, para diversión de los emperadores, los gladiadores debían luchar en la arena contra lo inimaginable. En este caso, eran los niños quienes por moneditas de cien, doscientos o quinientos pesos se peleaban entre ellos.

Recordé la vara de premios, una especie de tronco que para mi era la más alta del mundo entero. Añoraba algún día poderla escalarla, vencer mi miedo a las alturas y así ganar el galardón mayor. Pero lo cierto es que sólo la subían niños, aquellos que tuvieran manos y piernas hábiles para poder treparse en aquel ‘palo’.

Recordé esas y muchas más cosas, y con esa misma emoción decidí volver a vivirlo. Mezclarme entre la gente, entre los niños, pero esta vez sin pedir dulces y mucho menos disfrazarme. Sentir el sol calentando mi epidermis, que me importara menos ‘quemar’ mi piel y emocionarme cada vez que algún pequeñito, ansioso de golosinas, cantase la canción característica de la fecha a petición de la persona encargada de repartir los caramelos.

“Recordé esas y muchas más cosas, y con esa misma emoción decidí volver a vivirlo”

Un olor dulzón llenó mis fosas nasales al pisar la plaza del pueblo. Gritos estruendosos, que variaban desde llantos hasta risas, se mezclaron en el ambiente y fueron a parar directamente en mis oídos. Y ni hablar del espectáculo visual que mis ojos pudieron observar: chiquillos corriendo de un lado a otro, unos más pequeños agarrados, en su mayoría, de sus madres y otros más haciendo fila para ingresar al trampolín y castillo inflable.

Sorprendida, miré aquella escena con detenimiento: además de aquellos juegos, el lugar era adornado por un pequeño escenario donde niñas se batían violentamente al son de una canción brasileña, meneando lo que no deberían menear, mientras los adultos aplaudían para determinar quién era la ganadora de aquel concurso. Aparté mi mirada rápidamente. ¿Eran esos los angelitos?

Quizás no todo era como lo recordaba. 

Decidí concentrarme en lo feliz que se veían los pequeños que saltaban de un lado a otro en el trampolín, pero también en el afán que tenían los que esperaban que aquellos bajaran para así tener, por fin, su momento de felicidad. Decidí aplaudir el sacrificio de las madres, padres, tíos, abuelos y hermanos que llevaron a los infantes por las calles del pueblo a pedir golosinas.

Decidí recordar mi primer disfraz y ver mi rostro en cada uno de los niños vestidos de sus personajes favoritos. Porque creo con fervor que de eso se trata preservar la tradición. 

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