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Este semestre Junior se preparó para conseguir la anhelada y esquiva octava estrella. En el camino, se subió al bus de la ilusión de la Copa Sudamericana y de paso se encontró con la Copa Águila. El máximo accionista de Junior, Fuad Char, se metió la mano al bolsillo, sacó los dólares y compró a Teo y a Chará (que luego se convertiría en Chateo) y a jugadores como Víctor Cantillo, Rafael Pérez, Marlon Piedrahita, entre otros.

Rápidamente el equipo comenzó a ilusionar a toda Barranquilla y la región Caribe, pues en los primeros partidos en el Metropolitano lo corriente era que los contrarios se llevaran de a tres goles. La prensa deportiva empezó a elogiar el brillo de Junior, los rivales empezaron a envidiarnos un poco y nosotros, los hinchas, nos aferramos a los colores del equipo con la misma fe con la que el apostador se aferra al color que ha elegido en la ruleta.

Cada domingo y cada miércoles (o jueves) el estadio tenía más y más seguidores. En las calles no se hablaba del Junior con la decepción de tiempos anteriores, sino que se vivía la alegría e ilusión de celebrar partido a partido y cosechar los más grandes objetivos. Nos alegramos con la convocatoria a la Selección Colombia de nuestras dos estrellas, Chará y Teo, festejábamos cada pared del dúo, nos alegramos con cada pase de Jarlan, cada cambio de frente de Cantillo era una ovación, admiramos la seguridad de Rafa Pérez, aplaudíamos las atajadas de Viera, nos ilusionamos con el debut de Luis Díaz. Nos sabíamos más fuertes que todos. Solo había que mirarnos al espejo, mientras, de paso, seguíamos avanzando en el certamen internacional y nos embriagamos con el título de la Copa Águila. Había motivos para creer, había motivos para celebrar. Íbamos los domingos al estadio a ver ganar al Junior, con la misma fe con que un peregrino va a la misa a encontrarse con Dios.

Una semana papá, decisiva, una semana para seguir con la ilusión de coronarnos campeones, de juntar los festejos de navidad y años nuevo con los triunfos de nuestro equipo, una semana más para ser la envidia de todos, para restregárselo a cuanto contrario nos cruzáramos en la calle o en las redes sociales. Teníamos el pecho inflado y vaya si teníamos motivos.

Pero cuando te embarcas en el tren de la ilusión pueden pasar dos cosas: o llegas al paraíso para celebrar con los tuyos y restregárselos a los otros, sabiéndote vencedor y con el sabor de haber quedado en la historia, o puede pasar que te caigas de la nube sin paracaídas, y el fracaso no tiene aterrizajes, sino que te estrella de lleno contra el pavimento caliente. No en vano la palabra “fracasar” se tomó del italiano “fraccassare” que significa “romper, estrellarse”. De hecho, su uso viene de variantes dialectales del italiano que lo usaban para significar que “se quebraba algo en pedazos”.

Así se quebró Junior y todos quienes nos aferramos a sus colores. Sabemos muy bien que la desazón del fracaso es grande: primero empezamos por señalar culpables, que no son ni más ni menos que los mismos que nos llevaron a tales ilusiones, para luego caer en la soledad y en el olvido. Todos pasaremos la página, los periodistas hablarán de otra cosa, posiblemente de los ganadores. Los hinchas nos sumergiremos en nuestras cuadriculadas rutinas, esperando subirnos, algún día, a otro tren como este que nos devuelva la posibilidad de soñar. Mientras tanto, el tiempo pasa, la vida continúa.

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