Nicanor Tapia ha recorrido calles con huecos, subidas y bajadas, tal como la vida misma.
Por: María Camila Rodríguez Gómez
Hacia las 9:30 a.m. había recorrido un largo camino, pero en la piel morena de Nicanor Tapia no había ni una gota de cansancio. El día apenas empezaba, y aunque la ruta fuera la misma de siempre, las personas en el camino no. Estacionado en la Nevada, por allá en límite entre Soledad y Malambo, me pide que espere un momento, tiene que ir a reportarse para hacer entrega del dinero.
En la ‘oficina’ de Nico, como algunos llaman a este hombre de 53 años, prevalece el color rojo que pinta desde treinta y nueve sillas vacías, hasta su timón. De lado y lado tres clases de calcomanías decoran el frente de su máquina, las del orgullo patriótico, ‘100% Colombiano’, las del orgullo barranquillero, ‘100% juniorista’ y la más importante colocada en la ventana a su izquierda, ‘amar a Dios sobre todas las cosas’.
Al rato regresa con una bolsa en la mano, sube y mientras recoge los residuos de la caneca me comenta que aquella mañana vio a un motociclista patear con furia un cono en la vía pública, “mira a ese loco”, pensó. Pero al instante a su mente retornó una imagen: la vez que como policía sacó la pistola y “¡Pra-pra!” casi le da a la lámpara que iluminaba su barrio, “el popular Rebolo”, menciona mientras una sonrisa irónica se desdibuja de su rostro. “No somos quien para juzgar a nadie”, concluye.
Una vez tanqueado el bus, mete las llaves, eleva una oración y las llantas empiezan a rodar de nuevo. Inicia el segundo viaje del día, mientras por el viejo camino aparecen buenos conocidos, como “Pacho”, su carrocero que va de banderita hasta unas cinco cuadras más adelante. Entre tanto, también se sube Miguel Ángel Mendoza, su primo quien lo acompaña hace un tiempo, “de dos a doce horas”, menciona. Ese hombre de tez morena, camisa verde menta y gorra blanca está esperando la pensión y no quiere quedarse en la casa.
Su primo Miguel Ángel Mendoza lo acompaña así todos los días.
Más y más pasajeros se suman, una pareja joven con un bebé, un chico con un acento extranjero bastante escuchado por estos días, una señora que acaba de hacer la compra y se sube con parsimonia. “Siga rapidito”, le pide Nico amablemente, pues el sensor emite un chillido perturbante.
Como ellos son muchos los que toman el Sobusa Kra. 54 para llegar a su destino, sin embargo hay algo particular que impacta a “primera pisada” en este bus, un “buenos días”, por parte del conductor. Ya alguien lo dijo, la cortesía es como el aire de los neumáticos: no cuesta nada y hace más confortable el viaje.
-“¡Mari mira esa es mi casa!”, dice mientras me mira por el retrovisor.
-“¿Cuál?”, preguntó con apuro, pues el ruido del motor ha ensordecido mi mente.
-“La casa enrejada color mamón”, contesta.
Casi en una esquina de la famosa calle 17, está la casa que lo vio nacer y la misma que casi lo ve morir. Hace más de un año en la madrugada estaba a punto de entrar por la puerta, acompañado de su amigo Eustorgio González, cuando un taxi los embistió, dejando a su “compadre” sin vida en el instante.
-“¡Eso se escuchó durísimo!”, recuerda Kelly Puentes, una joven vecina del barrio que se montó casualmente de camino a su trabajo. “Nicanor estaba más muerto que vivo”.
Volteo mi rostro de consternación y a través del retrovisor Nico responde levantado el índice para señalar al cielo. “Ahora estoy más fortalecido”, menciona mientras aprieta la misma mano en un puño que sostiene por varios segundos, como para no dejar salir las lágrimas que se asoman por sus ojos. A raíz del accidente duró cinco días en UCI, y más de siete meses en recuperación. Ahora las cicatrices ya están cerradas y Nicanor está más vivo que muerto.
Imágenes del pasado
El bus ha avanzado, atrás dejamos el barrio Modelo, la vía 40, el tráfico de gente y el olor a pescado podrido de la zona conocida como “sal si pueda”, u oficialmente la Carrera 38. El viejo barrio Prado nos recibe con la tristeza que emana un día gris y las calles sin un alma deambulando. El hombre en el volante está pensando en el año 1983, la época en la que como soldado en el Bapom 4 de Medellín, lo escogieron para ser parte de los 250 militares colombianos que se irían al Medio Oriente, como parte de los Acuerdos de Camp David, un tratado de paz entre Egipto e Israel.
El inexperto Nicanor de 18 años se fue para hacer parte de la Fuerza Multinacional de Observadores, que prestaban el servicio en la frontera. “Pasé la Navidad por allá”, recuerda mientras enumera los infinitos lugares que conoció: el río Nilo, El Cairo, el muro de los lamentos, la tumba de Tutankamón, entre otros, que treinta y cuatro veranos después no se desvanecen como sus pisadas en el desierto del Sahara.
Sin embargo, los años venideros quedarían marcados como un largo invierno. Al dejar el Ejército se unió a la Policía. “Allá conocí las drogas”, menciona en voz baja. Aquel joven que solo había llegado a cuarto de bachillerato se convirtió en “el merfi”, porque era el “firme” que iba “pa’ todas”. Esos días fríos solo le dejaron malos recuerdos, lo terminaron echando “por mala conducta”, confiesa.
Ahora le pide perdón a Dios porque era “un machista”, dice con tono de vergüenza. Aunque el alba de su vida llegaría porque “¡te enderezas o te enderezan!”, exclama con un fuerte tono costeño, para referirse a sus dos “cachorritas”, Oneida y Valentina, de nueve y cinco años respectivamente; sin olvidar a Johanna, su amada esposa. “También tengo a Elkin”, su hijo de treinta y un años, que ya le sacó arrugas de padre y ahora también de abuelo.
Una Biblia y un pañuelo verde descansan al lado izquierdo del timón de Nicanor.
De regreso al inicio
Son las 11:28, la temperatura alcanza su máximo esplendor. Ya estamos en ‘Adelita de Char’, es hora de retornar. Las sillas están vacías, el conductor y su acompañante beben un jugo de corozo. El silencio se hace inminente.
-“¡Hay tenemos la pistola!”, exclama Miguel.
-“¡¿Ah?!”, titubeo mientras brinco del susto.
De inmediato me indica un palo viejo, ubicado sobre un baúl oxidado al lado izquierdo del conductor. Exhalo y veo a Miguel riendo de mi reacción. Ese es su escudo en caso de atraco, junto a una desgastada Biblia de pasta blanca que permanece en el rincón. Estos primos están preparados para los días malos y los días buenos.
Hay ahora dieciocho personas sentadas, el semáforo está en rojo, mientras el centro histórico de Barranquilla rodea al gran bus. Nicanor aprovecha y pide unas papayas a un vendedor ambulante, paga y la luz cambia a verde. Se escucha a una distancia apacible los murmullos musicales de una alabanza, algunos pasajeros han caído en un tembloroso sueño sereno.
El bus se detiene otra vez delante de la puerta de aquella casa enrejada color mamón, Nico se baja con agilidad para darle un abrazo a su madre, ella por su parte lo estrecha aún más. Y en un acto casi que ceremonial, le hace entrega del almuerzo, mientras el le da las frutas que le compró. La señora Oneida Martínez se despide, aquel momento extraordinario duró unos segundos pero significó toda una eternidad.
De vuelta al inicio, las calles están más congestionadas. Miguel guarda un rostro vigilante, considerando que hoy sería un hombre adinerado, si no le hubiera dado flojera de ir a apuntar el baloto. El día anterior salió parte de ‘su número’, el serial que lleva grabado en blanco este bus de la carrera 54.
– “Ese número ahorita sale”, dice con calma.
Mientras tanto, Nicanor me dirige una mirada incrédula, los juegos de azar ya no son lo suyo. Ahora maneja bien el timón de su vida, como el de su bus. De hecho, va bien de tiempo para un domingo promedio.