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Por Jaime Corrales

El 28 de febrero de 2012, en pleno invierno de Washington DC, los costeños celebrábamos a lo lejos las fiestas carnestoléndicas.

Y para amenizar el ambiente, el artista invitado al estreno era el Gran Martín Elías.

Desde muy temprano, el Boquerón, sitio escogido para la presentación, se fue abarrotando con los amantes de las fiestas del Rey Momo y en especial con los seguidores del Cacique, quienes luego tendríamos la oportunidad de estar frente a uno de los más grandes representantes de su música.

Como amante de las notas del acordeón y fanático de Diomedes, no podía controlar el deseo ardiente de estar en tarima al lado de aquel que cuyo nombre retumbaba en mi memoria desde mis días de infancia en Tierra Firme, cuando lo escuchaba en las 45 Revoluciones.

Por ello, antes del arribo del artista, y aprovechando la amistad con los organizadores del evento, solicité acompañarlo en una canción.

Y bendito Dios, me dijeron que sí.

Vistiendo la camiseta de la Selección Colombia, mirando el reloj cada tanto y más emocionado que un niño a la espera de un regalo prometido, esperaba para recibir a los artistas, comidas y bebidas de la ocasión.

De pronto, el eco de una voz en el pasillo se acercaba diciendo: “llegó Martín, llegó Martín”. Levanté la mirada, y allí, justo en frente, estaba abrigado, con bufanda y guantes el Gran Martín.

Su rostro reflejaba el peso de la anterior presentación. Con la voz temblorosa lo saludé, le pedí una foto y me fui a disfrutar el show.

Apostado al pie de la tarima donde años atrás también me había presentado, me encontraba está vez esperando el llamado del destino, o mejor, el llamado del gran Martín Elías, quien luego de subir al escenario y saludar al público, pareciera que hubiese recibido una descarga de energía que borró de inmediato las señales de cansancio que traía.

Con una emoción indescriptible, una fuerza incomparable y un carisma abrazador, el artista deleitó a los presentes con las canciones insignias de su padre.

No había garganta que no coreara las letras de sus temas.

Esa misma noche un terremoto se tomó aquel lugar: cada nota de Juancho y cada grito de Martín eran como un látigo que motivaba a sumergirse en el mar de la alegría del ‘boom’ que estallaba al ondear una bandera de Colombia que acompañaba con uno de sus versos.

Todos gritaban, cantaban, y yo, en medio de la multitud, dejaba un tanto los brazos, pues ya casi llegaba el fin de una presentación en la que al parecer se olvidarían de mí.

Pero… “como no hay chorro que no termine en gota”, como reza un viejo adagio, llegó la señal. Por fin decidí subir a la tarima y Martín me recibió con un abrazo.

La emoción y el nerviosismo no me dejaban pronunciar palabra alguna, esas que tampoco logré escuchar cuando me preguntó sobre qué quería cantar.

Pero finalmente decidió que interpretáramos una de su papá, y de inmediato, al son del acordeón de Juancho, comenzamos a cantar ante la algarabía que despertaba el amable público.

En ese instante el tiempo parecía haberse detenido. El tono del acordeón no coincidía con el mío pero, al fin y al cabo, en medio de la proesa, yo no iba a pedir un cambio. Así que me arriesgué.

Él cantaba y, a la par de mi lucha desenfrenada, intentaba controlar la emoción.

Así, después de varios falsos, brilló un momento mágico cuando el Gran Martín pidió al público que se me aplaudiera, demostrando sus dotes de humildad y sencillez.

y allí, con el rostro acompañado de más de una gota de sudor, pude comprender que la vida me había dado la oportunidad de cantar con alguien que dejaría huellas en el Vallenato.

Porque, en últimas, son muchas las cosas por las cuales le doy gracias al arte de existir; y una de ellas fue la de aquella noche cuando logré cantar al lado del que por siempre será el eterno Martín.

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