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Por: Duber altamar

Escena 1. Toma 3.

Recuerdo que cuando era pequeño ahorraba lo que me quedaba de la escuela para comprar películas. En aquel tiempo, lleno de muchos días que ya no recuerdo, no tenía más preocupaciones que las de no salirme de la línea cuando dibujaba. Cada quince días compraba historias para ver y alimentar mi imaginación, sin saber que lo estaba haciendo casi por inercia.

Al comienzo sólo me decidía por la carátula que llamara más mi atención. Los “muñequitos” que se vieran a simple vista más interesantes. Sin embargo, a medida que fui creciendo, la clase de películas que veía fueron cambiando. Y hoy, a medida que escribo esto, miro hacia atrás y me pregunto de qué me han servido todas esas historias que he visto. Todo ese montón de horas ¿acaso se han perdido? Tal vez para mí no, que ahora quiero contar esas historias que vi y que luego volví a ver, una y otra vez, cada vez que podía.

Sin embargo ¿qué hay con aquellas personas que aman ir a una sala de cine cada fin de semana pero no tienen idea de cómo hacer una película? ¿De qué les servirá a ellos? ¿Por qué no gastar mejor en comida o en ropa? Las respuestas a estas preguntas las fui construyendo a medida que el tiempo fue pasando. Descubrí entonces que el cine sirve para muchas pequeñas cosas que se resumen en una sola: el cine sirve para hacernos más humanos.

En un mundo donde somos tratados cada vez más como maquinitas que son controladas con facilidad y forzadas a seguir el mismo hilo en la vida: nacemos, crecemos, estudiamos durante muchos años para conseguir un buen trabajo, trabajamos para cada vez ganar más dinero, y corremos, y luego seguimos corriendo, persiguiendo una felicidad que si algún día llegamos a alcanzar nos daríamos cuenta que se nos fue la vida persiguiéndola.

El cine actúa entonces como una puerta que nos lleva a un pasadizo infinito, donde comienzas a pensar en un posible sentido de la vida nuestra por medio de las vidas ficticias que nos presenta. El cine actúa entonces como un remedio capaz de sanar heridas y de hacer flotar emociones reprimidas. Nos hace compadecernos de las situaciones de otros y así revelar nuestro lado más humano. El cine nos hace recordar que el verdadero mundo no es el virtual, nos hace comprender otras culturas, nos hace tolerar pensamientos distintos al nuestro, nos hace emocionarnos por las victorias de otros y nos hace sentir nostalgias ajenas.

¿Acaso todo esto no es hacernos más humanos? Personas capaces de sentir algo más que desprecio por la sociedad que nos presentan las noticias, que podemos ser algo más que dedos acusadores que señalan a los demás y que podemos seguir entreteniéndonos con una inocencia parecida a la que teníamos cuando niños. La cuestión radica en sentir esa serie de cosas no solamente cuando las luces de la sala de cine se apagan y queda solo la pantalla grande encendida. Por eso el cine también puede llegar a ser una lista de lecciones de vida que nos harían cambiar cuando saliéramos de la sala.

Viéndolo así, la labor de un realizador audiovisual sería igual de importante a la de un médico o un ingeniero, donde cada historia  contada se comporta como una poción para el alma. En medio de tanto asfalto y estrés, el arte es capaz de abrir ranuras que liberan todas las malas energías de las  grises rutinas de una vida monótona.

Por eso digo que el cine no sirve pa’ un carajo.

¡Corte!

 

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