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Recorrer el tajamar que conduce a Bocas de Ceniza es toda una experiencia sensorial, y más aún en compañía de Huvaldo Vergara y sus comentarios llenos de veteranía. Este viejo y sabio pescador cordobés, ahora residente en Barranquilla, me brinda su compañía durante un tramo del recorrido entre el mar Caribe y el río Magdalena.

Barranquilla está llena de gente amable como el pelao’ que está tirando pedal en el carricoche que voy ocupando en la parte trasera. Él va en la delantera sudando a chorros. Cuando hemos avanzado lo suficiente, el río comienza a aparecer a la derecha del camino y la brisa que trae consigo llega cargada de variedad olores. Primero lo percibo muy lentamente, nace en el río, toca la copa de los almendros y luego golpea fuertemente en mi nariz: Olor a pescao’.

Mis ojos se alertan y miran a todas partes buscándolo. Es casi inevitable pensar en el hombre con el balde en el hombro gritando: ROBALO…MOJARRA.  Recuerdo mucho a aquel vendedor de pescao’ que venía cada sábado de Luruaco, un pueblo del sur del Atlántico, al que mi abuela le compraba mojarras — no sin antes regatear para que le dejara la mano a $15.000— cuando yo tenía 8 años.

Casa de los pescadores de la zona.

Más adelante el mar hace su aparición y junto con él emerge una comunidad tan marginada como el sitio que habitan. El panorama da un giro un tanto grotesco y casuchas hechas de madera igual de viejas y gastadas que sus propietarios reposan sobre lado y lado del camino.

Es justo en este punto del recorrido que, visto desde arriba, seguramente luce como una aguja que se inyecta en el Caribe. Cuando lo veo a la distancia esperando en una de las casuchas donde el vehículo en el que nos movilizamos, una especie de tranvía que se extiende por 12 km entre el río y el mar, baja la velocidad y él aborda.

Viste una polo roja con mangas largas, jeans claros, botas plásticas y una gorra azul rey. Sobre sus hombros, como si fuera una víbora, carga una atarraya de nylon con un olor penetrante. No pasa mucho tiempo cuando me acerco y lo saludo.

Huvaldo se presenta y cuenta que lleva 15 años pescando en Bocas de Ceniza. Sin embargo, desde su niñez se dedica a este oficio ya que viene de un pueblito pesquero de Córdoba. “ Desde que yo nací he estado pescando, mi pueblo está a las orillas del mar y justo ahora estoy terminando mi juventud a las orillas del mar . Voy de mar a mar” Comenta con un brillo en su mirada producto de la evocación de sus años en Córdoba.

Describe aquellos tiempos en Puerto Escondido como difíciles debido a las condiciones en las que vivía con su familia. Era el mayor de 6 hermanos, 4 mujeres y 2 hombres. Con tan solo 10 años comenzó en el oficio de la pesca y 46 años después continuaba levantándose todos los días al alba.

Es muy común encontrarse casas de algunos pescadores de la zona rodeada de atarrayas.

Es un hombre que te envuelve en sus relatos, te los cuenta lento, se pierde un poco y habla del clima pero luego retoma el hilo y al final entiendes sus desvíos y preocupaciones por el tiempo: es un pescador.

Es un sitio de contrastes, por un lado la pasividad del río y por el otro el agresivo mar. Las casuchas se hacen numerosas, más viejas y gastadas. “ Cada una tiene su dueño. Pescan, van a donde la familia, regresan otra vez, se aguantan de 2 a 5 días, retornan de nuevo a su casa y así.” Comenta Huvaldo sobre el estilo de vida que tienen los pescadores como él en la zona. Vivir aquí no es sencillo y representa un reto diario para todos ellos. “Es un riesgo que uno toma, arriesgas la vida porque ajá… así es la cosa para uno ganarte el sustento de tu familia tienes que tomar riesgos. Las cosas no son tan fáciles como uno cree, la pesca no es fácil es un trabajo pesado, bastante.” Dice Huvaldo con su particular modo de hablar: abriendo poco los labios y casi que silbando las palabras.

La vía se vuelve cada vez más angosta y sin darme cuenta me encuentro sobre el tajamar con el río a la derecha y el mar a la izquierda separados por los escasos cuatro metros que tiene de ancho. El tranvía se detiene y llegamos al final del recorrido. Descendemos y Huvaldo me invita su casita. Dice que tiene una tienda porque la pesca no siempre produce: “Hay días que son buenos, otros regulares y también están los malos. Ustedes saben que la pesca tiene altos y bajos como todas las cosas.”

Mientras caminamos a paso lento acercándonos cada vez más al punto cero: desembocadura del Magdalena en el Caribe, me comparte detalles de los métodos de pesca y los precios del pescado’. Parece distraído y de la nada se dirige a mi:

– Aquí sienta uno, se relaja, se distrae y se desestresa. Todos los pensamientos se van, es una cosa muy bonita. Ahora que llegues allá te vas a dar cuenta. ¿Tu no has llegado todavía hasta allá? – Me pregunta y al segundo siguiente me mira directo a los ojos esperando una respuesta.

-Nunca en mi vida.- Le respondo.

-Ahora que llegues te sientas un ratico y no te dan ganas de movilizarte de ahí donde te sientes, viendo los pescadores, cogiendo aire puro, sintiendo el mar, respirando…

Pescadores de la zona desde el tranvía.

Llegamos a su vivienda: un cuadrado hecho de tablas viejas de escasos 4 metros cuadrados. La tienda no es más que 5 tablas puestas a manera que estante con productos básicos de la canasta y algunas botellas de ron. Huvaldo acerca su mano a una botella a la mitad con un líquido color ámbar, la lleva a su boca, se bebe dos tragos y la manzana de adán le sube y baja con cada uno. Saborea el ron y finalmente pasa la lengua sobre sus labios. Se queda pensativo y al reaccionar comenta: “Esto es una mierda, pero al final del día ser pescador es bien bonito”

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