Por María Fernanda De La Cruz
En 1998, a mis tres cortos años de edad; mi papá, mi mamá embarazada y yo, nos mudamos a un edificio de cuatro pisos, sin ascensor y un poco antiguo ya. Viví casi toda mi infancia ahí, jugando a la lleva, al escondite, al quemado y vendiendo dibujitos a 200 pesos.
Mi apartamento quedaba en el último piso, y justo al lado de la entrada, quedaban unas oscuras escaleras que se dirigían a la puerta de la azotea. Esas escaleras, comenzaron a atemorizarme cuando cumplí los 7 años. A esa edad empecé a interesarme por esos cuentos de miedo y leyendas de pueblo, en donde se supone que se escucha a la llorona, y caballos a la media noche llevan al jinete sin cabeza.
La vecina de enfrente
Un año después, se mudó al frente de nuestro apartamento, una señora bastante vieja, amargada, y que tenía por costumbre todos los fines de semana, invitar a otras viejas amargadas a jugar cartas. O bueno, eso creíamos todos.
No se sabía nada de la señora, y aparte de sus amigas, nadie más iba a verla. Al parecer a ella tampoco le gustaba visitar a nadie, porque muy rara vez salía de su apartamento.
Desafortunadamente, mi madre tuvo una discusión con la viejita, porque debía cuatro meses de administración y no quería pagarlos. Gritó y gritó y al final de la agitada conversación, la vieja amenazó a mi mamá, diciéndole que se iba a arrepentir, y que se las iba a cobrar bien caro. ¿Chistoso no?, la vieja si podía cobrar, pero mi mamá no.
Mi mamá cedió el cargo de administrador, porque según, esa amenaza le había dado mucho temor y prefería evitar problemas. Lo que no sabía ella era que ya teníamos problemas.
Y empezó todo
Una noche me levanté a tomar agua, no sé qué hora era exactamente, pero era bastante tarde, porque ya todos dormían. No encendí ninguna luz y caminé tratando de que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. Al llegar al umbral de la puerta inexistente de la cocina, sentí un frío recorrerme la espalda.
Nunca había visto nada extraño, nunca había escuchado un sonido extraño, nada. Nada. Pero esa noche, me inauguré.
Aunque estaba todo oscuro, por la ventana de la cocina entraba algo de luz de la luna. Vi claramente a un hombre de pie, mirándome fijamente, apoyado con una mano en el mesón de la cocina, y con la otra sosteniendo mi vaso rosado. El tipo tenía el cabello despeinado, puntiagudo, los brazos y las piernas muy largos, y se alcanzaba a ver que estaba sonriendo. Sentí como si una fuerza me estuviera pegando los pies al piso, y no podía moverme.
No sé cuánto tiempo estuve ahí de pie, pero cuando logré descongelarme, corrí lo más rápido que pude al cuarto de mis papás. Salté a su cama y lloré hasta quedarme dormida.
Unos días después, mi mamá estaba bañándose, luego de haber llegado del trabajo. Dice ella que escuchaba como si alguien tratara de abrir la puerta, pero que no le había prestado mucha atención. Cuando terminó y salió del baño, el espejo que estaba detrás de ella, se reventó en mil pedazos. Sin ninguna razón, simplemente explotó.
Así fueron pasando muchas cosas, mis barbies aparecían en distintos lugares, incluso una vez encontramos una sin cabeza, y luego apareció en las escaleras que daban a la azotea. Otra vez mi papá sintió que le jalaban la sábana, que se movían las sillas. Pero hubo un suceso por lo que decidimos de una vez por todas, mudarnos de ese lugar.
La señora McKinkle
Preciso para esa época, decidí que tendría una amiga imaginaria, la señora McKinkle. Esta mujer, era profesora, cabello corto y rubio, de estatura media, piel blanca y ojos negros.
Empecé a hablar con ella de vez en cuando, pero a medida que pasaban los días, se volvía más presente. Cuando iba al baño, hablaba con ella; cuando estaba comiendo, hablaba con ella; cuando jugaba con mis papás, hablaba con ella. Llegué al punto que no quería salir de la casa, porque “la señora McKinkle no quería salir”.
Era normal para mí, era mi “amiga”.
Un día, estaba bañándome en la tina, sentada jugando con no sé qué y hablando con la señora McKinkle. A ese punto, mis papás ya estaban preocupados y querían que dejara de hablar sola. Me dijeron que, si seguía hablando con esa señora, algún día me iba a responder. Y tal vez yo en el fondo, eso quería.
Mientras me bañaba, hablaba con ella de cualquier cosa. Pero empecé a sentirme extraña. De mi conversación ese día, recuerdo claramente que, después de un largo tiempo en la tina, le pregunté a la señora McKinkle, que estaba haciendo ella, y en mi mente pensé que había contestado que estaba ahí jugando conmigo.
Luego de su respuesta, le pregunté algo así como:
– Si estás aquí, ¿qué quieres que hagamos ahora?
– Corre.
No lo imaginé, no lo pensé, no lo dije yo misma. La señora McKinkle, finalmente me había respondido.
Después de todas las cosas que pasaron, y luego que mis papás llamaran a un pastor parar orar la casa, confirmaron sus sospechas. Finalmente, descubrimos que la vecina de enfrente, era bruja, y después de su rabieta nos había echado brujería.
Nos mudamos de aquel lugar, huyendo de lo que fuera que allí estuviera, y deseándole lo mejor a los nuevos dueños, porque incluso estando vacío aquel lugar, las personas seguían escuchando ruidos y cosas muy extrañas.