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Testimonio de un conversatorio (conversación) sobre la belleza del lenguaje

El primer sorprendido fue Juan Gossaín cuando se enteró de que habían editado un libro con sus textos, crónicas y ponencias. El segundo sorprendido fui yo cuando supe que me correspondía dirigir una charla con él a propósito de ese libro.

Sea como fuere (azar, descarte, selección cuidadosa, no sé), ahí estaba este servidor, enfrentado, butaca a butaca, con ese monstruo; y frente a nosotros, una vistosa y variada concurrencia compuesta por tantas personas que parecían apretujadas en una caja de zapatos.

Sábado 22 de septiembre de 2018, tres de la tarde, salón ‘Álvaro Cepeda Samudio’, Feria internacional del Libro, recinto ferial Puerta de Oro de Barranquilla. Afuera, la Vía 40 se batía contra un aguacero interminable.

-Llegué a Barranquilla a la una de la tarde, y apenas ahorita fue que pude entrar al centro de convenciones.  Llovía por pedazos, pero los trancones y los arroyos no me dejaban llegar – me había dijo Juancho cuando faltaba un cuarto para las tres.

– ¿Estás listo? -me preguntó

-Estoy listo-le respondí

-Vamos a comenzar de una vez: tengo que regresarme volando a Cartagena.

Lo confieso: por un momento temí que la lluvia, cuyo poder disuasivo en Barranquilla es mayor que en cualquier parte del mundo, se lo iba a tirar todo. Yo mismo había llegado, casi sobre las dos la tarde, bajo los baldazos del aguacero y de vaina alcancé a entrar con la guayabera seca.

Con las botas del pantalón, que yo había planchado un par de horas antes, no tuve la misma suerte, mucho menos con los zapatos. Por fortuna, un paseo por la muestra comercial de libros de la feria me permitió disimular el asunto y cuando me encontré con Juan, 45 minutos después y me preguntó si yo estaba listo, pues no solo estaba listo, sino también completamente seco.

 

Y lo otro es que ya el salón comenzaba a llenarse. Cuando Juan me invitó a que empezáramos de una vez, le hice ver que todavía no eran las tres, y que les diéramos tiempo a los que faltaban por llegar. No tuve que insistir mucho porque se encargaron de frenarlo entre seguidores y admiradores que lo esperaban para tomarse fotos con él y para que les firmara el libro recién comprado.

El conversatorio había sido organizado por El Círculo de Lectores de la Casa Editorial El Tiempo, y la idea era desarrollar una charla con Juan sobre las líneas gruesas y finas de su libro ‘Las palabras más bellas’, editado por Intermedio Editores. Un libro, como ya dije ahorita, organizado a partir de los textos de Juan sobre el idioma castellano.

-Yo soy el primer sorprendido con este libro porque cuando me hablaron de él, ya le tenían hasta título. Y me sorprende, además, que haya sido tan exitoso.  Debe ser por lo que siempre he dicho: y es que el idioma es un juguete- me dijo.

Por allí, justamente, empezamos nuestra charla. Gossaín saltó a la cancha por su lado predilecto: la historia de su afición por el lenguaje, disparada por la angustia de su padre, un inmigrante libanés que aprendió el castellano con la lectura frenética de un diccionario. Empresa complicada para él, por demás, porque traía en su cabeza un idioma con un alfabeto absolutamente distinto.

En desarrollo de la charla, Juan defendió, por ejemplo, la simpática sinonimia entre las palabras ‘carajo’ y ‘vaina’, cuya coincidencia semántica consiste en que lo significan todo y no significan nada preciso. Y lo que es peor: son capaces de significar una cosa y su contrario al mismo tiempo.

Sobre la primera, habló de la imposibilidad de saber su origen (la explicación de la canasta de castigo en el barco no es cierta); mientras que la segunda está relacionada con el estuche de la espada del medioevo, y hasta con el aparato reproductor femenino. Pero llamó al cuidado: estas palabras comodinas, aunque facilitadoras, terminan eliminando la necesidad de enriquecer el vocabulario.

Mientras Juan hablaba, fueron entrando al apretuje algunas personalidades. Ya Vladdo lo había hecho unos segundos antes del despegue de la charla. Gossaín, sin abandonar la butaca, se dejó saludar, y cuando segundos después el caricaturista abandonó el recinto, explicó quién era porque detectó, en el auditorio, caras convertidas en signos de interrogación.

Luego, apareció Plinio Apuleyo Mendoza, quien, en silencio, ubicó su silla de ruedas por el pasillo de acceso. No mencionó palabra ni hizo ningún gesto, ni siquiera cuando Gossaín le dio la bienvenida. Y poco más adelante, el tumulto parió al secretario de Cultura del Distrito, Juan José Jaramillo, quien ocupó una silla que alguien le había apartado en el centro de la primera fila. Él fue uno de los que más rió con las ocurrencias y anécdotas de Gossaín.

Uno de esos cuentos lo trajo a colación para negar que el español anduviera en algún tipo de crisis. Fue cuando recordó a su profesor de infancia, el ‘Papa’ Guerrero (se autoproclamaba infalible, era barrigón y vestía de blanco) quien, según Juan, “convirtió el martirio de la enseñanza del español en un juego”.

La crisis no está en el lenguaje, dijo Gossaín, sino en el uso de las palabras, como consecuencia, entre otras cosas, del advenimiento de las nuevas tecnologías. Y cuando habló del tema específico de la belleza de esas palabras, dijo que definir cuál de las del castellano es la más bella va a depender del gusto, de las emociones de cada quien al momento de emplearlas.

 

Ante una pregunta del auditorio sobre “cómo avanza su defensa del verbo poner”, recordó su ponencia (¿o ‘coloquencia’?) en el Congreso Internacional de la Lengua Castellana en marzo del 2007 en Cartagena. “El antiguo proverbio catalán de que solo las gallinas ponen ha hecho un daño devastador”, dijo.

Fiel a su estilo, fue avanzando en un repertorio de relatos y apuntes chistosos; y lo hizo no solo ante las preguntas que le formulé, sino ante las tres finales del público.

Pero lo más emocionante quedaría para el cierre, vainas que parecen suerte de cronista. “Son cosas que le ocurren a todo el mundo, pero la diferencia es que el cronista soy”, dijo alguna vez. En esta ocasión, claro, la suerte fue para mí porque fui testigo de una situación inédita: un trancón en la locuacidad de Juan Gossaín.

Pues resulta que él, que normalmente tiene la palabra al alcance para responder; él, que reviste esa palabra con gestos, levanta las cejas blancas; él, que se soba el pasto de la barba pulida, o apunta hacia arriba con un dedo para enfatizar; él, que hace todo esto, se sorprendió a sí mismo sin saber qué decir.

El responsable fue el escritor Richard Palacios Barrera, a quien le concedí la palabra sobre la amenaza de que sería la última porque en pocos minutos, el salón debía ser desocupado para otra charla. Pero Richard no hizo ninguna pregunta, sino que antes de que la voz se le transformara en llanto, contó que, en las penurias de su adolescencia, cuando cualquiera en su caso hubiera ido a parar a las filas de grupos irregulares en las montañas del Perijá en Cesar, a él lo salvaron varios “amigos”.

Esos testimonios de salvación son el insumo de un libro de su autoría titulado ‘Mis zapatos rotos’, lanzado unos pocos días al amparo de la Universidad Simón Bolívar y presentado justamente en esa feria, a pocos metros de allí. Sus “amigos”, dijo él, lo ayudaron aconsejándolo a través de esos libros a los que tuvo acceso; y uno de esos amigos lo hizo, en particular, con su voz…

Los aplausos ayudaron a Richard a sobrellevar el llanto.

-Más que una pregunta quiero expresarte mi más sincero amor, porque caminabas conmigo en las mañanas y en las tardes para soportar el hambre y las penurias. Y te dediqué este libro que quiero darte con profundo amor. Quiero darte las gracias por salvar una vida-, dijo Palacio y se aproximó a Gossaín, quien ya de pie lo recibió con un abrazo.

Juan tomó el libro, le dio la mano a Richard, luego recibió el micrófono que yo le extendí, y cuando los aplausos se lo permitieron, dijo lo que al final sería el cierre de una charla llena de palabras, muchas palabras…

-Déjeme decir, sinceramente, que nunca creí que a mí me fuera a pasar en la vida lo que me está pasando en este momento: me quedé sin palabras. Yo que soy un hablador profesional. Solo con el corazón le digo “muchas gracias”. Que Dios se lo pague.

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co