La crónica cuenta la historia de tres familias de la ciudad de Barranquilla en medio de la cotidianidad de su hogar. El concepto que proyecta esta crónica es el de la familia y cómo a través del amor que ellos se imparten construyen la sociedad en la que viven.
Por Daniela Bustamante
Una gota de agua resbala por la sien y roza cada parte de la piel. En una sincronía casi perfecta, la mano izquierda abre lentamente la llave de la pluma, a la vez que la mano derecha -en un movimiento rápido- atrapa la gota de sudor y la desecha. Ambas gotas caen en un instante en el fregadero de la cocina. Lanzando un suspiro, la mujer abre lentamente sus ojos. Aparecen dos ojazos verdes que recobran su brillo al oír en una voz fina: “Mami, te amo”.
En un gesto rápido ella se seca las manos sobre su ropa. Andrea, la mujer de los cabellos dorados toma a su hija en brazos, acaricia sus rizos de oro y la mira fijamente. Es Gabriela.
La contempla, mientras sus manos cálidas rodean todo su cuerpo. Aún en medio de la constante atención que le dedica, se dice a si misma: “En qué lío me metí yo”. Pasa su mano por el cabello y sonríe vivazmente mientras -con la expresión de sus ojos- se interna en las memorias del nacimiento de la primera de sus tres hijas. Son las descendientes ya grandes de María Noelia Franco.
La niña más pequeña, la menor de todas, Laura, acompaña a su madre en una tarde cálida. Ambas están en una sala mediana de baldosas rojas y paredes color piel, enmarcada por fotografías familiares. Entre ellas, el cuadro de una joven con vestido rojo, Leidy Alejandra. Está situado en la esquina, cerca de la ventana principal, la misma que -a pesar de la estrechez- deja filtrar un rayo de luz que ilumina el lugar.
María voltea su rostro y analiza cómo su hija hace recortes en cartulinas de colores amarillo, azul y morado. Pronto, Laura levanta el rostro y dice: “Gordita, ¿cómo estás?”. Su madre le lanza un beso desde la silla en la que se encuentra. Como si se tratase de una reflexión, con la mirada puesta en algún punto del espacio, María se dice a sí misma: “Ahora ellas me devuelven el amor dado, me cuidan”. Lentamente pone sus manos sobre una mesa de madera que tiene en frente y sus líneas de expresión comienzan a acomodarse para dibujar una sonrisa que revela tranquilidad.
Descansado en una calurosa tarde de mayo, en la habitación y entre sábanas, están Sandra y Fiona. Will, ahora en la cocina, sazona algo de comida para su familia. Toma ingrediente por ingrediente… Pone algo de mantequilla sobre el sartén. El encendido rápido de la estufa eleva la temperatura y comienza a desaparecer la mantequilla amarilla que en un principio estaba firme sobre el acero. De derecha a izquierda da vueltas a la cuchara para mezclar correctamente la masa de panqueques que poco a poco ganan en consistencia.
En el cuarto está el amor eterno de los padres. Es una criatura pequeña, de ojos grandes marrón oscuro y nariz achatada. Con ternura, Sandra la mira fijamente. “Solo se dio, se dio ese afecto, esa conexión, quedamos enamorados; es el diario vivir”.
Inmediatamente la toma en sus brazos y las patitas rozan parte de su rostro.
Fiona le da besos cerca de su mejilla derecha y mueve su nariz de un lado a otro, sintiendo el olor de su madre. Se mueve con desesperación. Su padre está cerca de la puerta de la habitación. “Viven para dar y recibir cariño”, repite Sandra.
La mujer de cabellos dorados reposa ahora con su niña sobre la cama. En una acción rápida, Gabriela baja cuidadosamente de la cama, primero un pie y luego el otro. Camina, casi saltando hasta la cocina, y toma un empaque de papitas que están en un mesón a la altura de ella. Regresa adonde su madre. La pequeña sube nuevamente a la cama, mira a su mamá enseñándole sonrisas. Exhibe el empaque y exige que su madre lo abra. Ahora llora.
“Me parte el alma verla así”, dice, mientras abraza a su hija, cierra sus ojos y la consuela con besos en sus cachetes. “No puedes comer tu merienda ahora, es para el colegio”. Gabriela calma su llanto y se desgonza en el cuerpo de su madre.
Es una sofocante tarde de mayo. El calor se refleja en las baldosas rojas y en los rostros familiares. “El amor para los hijos no se divide sino que se multiplica, mi familia es una pequeña sociedad”, dice María Noelia. Sandra y Oliver lo reafirman: “Amamos estar juntos, somos muy hogareños”. Andrea deja claro lo que no falta en su familia: “Le doy amor, tiempo a mi hija, para que esté llena de cariño. La familia es el cúmulo de lo que es y será la sociedad”.
Según datos recientes del censo de población, en Colombia viven aproximadamente 43 millones de personas, agrupadas en 10.700.000 hogares censados. De estos, cerca de 430.000 están en el departamento del Atlántico, con un promedio de seis hijos por núcleo.
Para el año 2016, la Fiscalía General de la Nación recibió 1.228.112 denuncias por varios delitos, entre los cuales 120.154 corresponden a violencia intrafamiliar. La cifra aumentó en un 16,6 por ciento en el año 2016 comparado con el 2015 cuando se registraron 103.048 denuncias por el mismo delito. Hay gente de la sociedad civil que sigue trabajando por el bienestar de la familia.
Para todos los que nos formamos como contadores de historias en este particular espacio de tiempo, y en estos momentos cuando estamos buscando dejar atrás la piel de un reptil que, como país fuimos, es necesario aprender a armar memoria, sin perder los estribos, con pedazos sueltos, pedazos de acciones, recuerdos y olvidos.
Esta es una colección de historias que ofrecen oportunidades, historias quizá nuevas, quizá conocidas, pero todas escritas desde las perspectivas a veces juguetonas, a veces muy formales, de una serie de mentes fértiles de las que brota la necesidad de dar a conocer un país diferente a aquel que nos venden y que, tristemente y con frecuencia, compramos al precio más bajo.
#YoConstruyoPaís es la muestra inequívoca de que Colombia vale oro. Y a la vez es una invitación de El Punto y las jóvenes generaciones de periodistas de Uninorte -que no pasan de sus 20 años-, a pensar y proponer un país mirado desde la paz.