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Por: Daniel Martínez Benítez

Cuarta entrega del cuento “Ficciones de un edificio delirante”.

Mónica y David se conocieron en un grupo de ayuda: Soñadores Anónimos (SA). Ahí va esa gente que no diferencia entre los sueños y la vigilia. “¡Pero es que no se puede hacer tal cosa!”, su mente le grita a David. Solo se sabe que se soñaba cuando se ha despertado (suponiendo que no se es el náufrago) y aparecen algunos límites, antes no.

A veces tienen problemas por no saber cuándo uno de los dos en realidad le hizo algo al otro, no se dicen las cosas: temen lanzar una sentencia producto de un sueño, o, peor, señalar el defecto del otro en un sueño.

Si se tiene esa confusión, ¿cuándo decir algo? David escribe lo que quisiera decirle a su mujer que ella le hace, y calla. Calla y escribe que ayer por la tarde se derramó la sal en la sala de estar. La gata Mónica, negra, mojada y desnuda, salió corriendo de la ducha a atender la puerta principal y cuando quiso pasar por debajo de la escalera, la tropezó. Quedó blanca: un espectro salado. Una carne —casi— adobada pero respirando.

Y no fue solo la sal: David (que estaba montado en la escalera, alcanzando la sal) cayó también pero no se derramó, ocupó varias baldosas: una plasta. No se sobó ni se levantó. Mejor espera a que venga alguien a limpiarlo y no va a ser la gata.

Mónica, sentada en el sofá como una buena humana, se lame. Entre lamidos maulla al censador.

Dos. Vivimos dos aquí.
¿Están empleados?
Sí. Él colecciona sales de diferentes partes del mundo y yo colas disecadas. ¿Quiere una rata cocida?
No, gracias. ¿Tiene hijos?
¿Las colas cuentan?
No.
Tres entonces.
¿Los hijos viven aquí?
Todavía no nacen.
Entonces no tiene.
Sí. En potencia.
No tiene.
En acto, no.
¿Entonces tres?
Miau.

Estuvo en el sofá aún cuando el funcionario terminó el cuestionario. Goteaba agua salada. Se lamía, se lamía, se lamía, y recordaba el susto que le dio la licuadora de David. No lo va a ayudar, mejor se lame y después lo asusta entre la sal. La libra de carne salada la venden en la carnicería a siete mil. Si deja a David ahí, eventualmente podría venderlo porque no se va a podrir. Como el concentrado: no se pudre, masmelo no dulce que tampoco se derrite en una fogata.

Si no recoge la plasta, la plasta no habla. Así Mónica organiza sus colas sin que la interrumpan. Chifla sin que la manden a callar y se lame en paz. David hace bailar los ojos al ritmo del chiflo. Soba sal en la herida hecha por la caída, grita con los ojos: par de lisiados añorando saltar de la silla de ruedas y correr una maratón; danza macabra; David sigue sobando sal en la herida y Mónica se sigue lamiendo.

Mónica lo mira entre su silencio y los gritos de él, rasga, reclama su porción de dolor ajeno entre lamidos ¿Y si se sienta encima de la plasta? Eso hizo y se hundió, pero una de las patas y la cabeza no. No guardó la lengua. La sal se derrite, ¿no?

No debió haber dejado a David en sal.

*

Ascaris camina. No sabe por qué camina pero sí sabe a dónde va. Camina con la frente en bajo y disfruta las tantas formas que puede tomar el piso, descartado, pisoteado por los todos, mejor que el cielo, te tengo aquí, te aprecio, le dice en voz baja a la rajita en el pavimento llena de agua, llena de lluvia, de la que salen dos… tres maticas de pasto que en unos días no van a estar. El suelo no es tan malo, lo peor que pasa son los desniveles, pero hay piernas.

El último intento de caminar con la cabeza erguida fue unos meses antes —ya perdió la cuenta, ya no los cuenta—, de su casa a la parada de bus. ¿Por qué apreciar la angustia del paisaje cuando se puede degustar la tranquilidad de lo bajo?, ¿Por qué estar dispuesto a ver que algo caiga del cielo y se le estalle la cadera contra el filo de la acera? Prudencia ante todo.

Prudencia.

*

Marcia no se preocupa por los agentes de policía, maneja su carro serena hasta el parque del barrio Márvideo. El barrio es amplio, tiene unas vistas únicas en Barranquilla: el mar, el río, los talones de la Serranía de Piojó, mucho verde, el vertedero municipal, y una planta incineradora de basura al aire libre compuesta por varias montañas modernas de basura, una docena de trabajadores tristes y varias penosas pimpinas de gasolina.

Cel salta fuera del carro incluso antes que Marcia abra del todo la puerta. Va hasta un lado del parque, sube los balcones de hierba corriendo, los baja, va hasta el otro lado y vuelve. Marcia le tira la pelota de tenis. El sheltie con espíritu de galgo se desboca por la bola color moco.

Marcia aprovecha mientras el infeliz Galgo vuelve, trota lo que alcance —no tiene por qué matarse. Bello está seguro de que el perro se llama Cel. La chica grita, ¡Cel!, no tan lejos, Cel vuelve y Marcia tira de nuevo el moco. Ella no se llama Marcia. Bello le dice así: debe nombrarla, no puede ser una cabeza parlante aparentemente informada pero sin nombre.

Todo es una gran rutina. Cel salta de regreso al carro. Marcia, temeraria, fastuosa, entra en su carro y se larga. Suena el teléfono. Bello responde antes de que por culpa de la rutina se despierte Tatiana. Pero por más que suene no se despertaría: suena para Bello. Responde Bello, pregunta la niña, repite la niña, cuelga Bello, suena para Bello, responde Bello, pregunta la niña, repite la niña, cuelga Bello. Ya no se altera tanto. Ya no grita, no despierta a Tatiana. Respira y se calma. Va por la basura del día. Abre la puerta, pone la cuña.

¿Me dejas entrar?

No la mira —no es en serio —no la mira —no es en serio, no está ahí.

¿Me dejas entrar?
(Silencio)
¿Me dejas entrar?
No no no Pero por qué yo Por qué me preguntas a mí

Bello rompe en llanto.
Bello tira la bolsa.
Bello tira la puerta.
Bello rompe en gritos.
Bello rompe en tormentos.

*

No hay Mónica. No hay David. Ana la hija tiene sus aparatos. Sin nadie que la restrinja, la niña maneja y documenta su manejo día y noche. Sin control alguno maneja y maneja en el parqueadero del conjunto residencial.

*

Dios, si existiera, tendría que tocar la puerta y pedir permiso antes de entrar a mi casa. Si papá me dispara, que no espere que enfunde mi arma; pero no hay quien toque ni quien abra, no hay quien dispare ni devuelva el disparo. Ana la hija pregunta si he visto a David, y ella espera que no le responda preguntándole si ha avisto a la niña: ella no la había visto. Pero la niña estuvo toda la noche tocando la puerta del apartamento:

“Bello, bello, ven. Ábreme la puerta que tengo sed. Ábreme la puerta que tengo sed de Lucifer”. Los gatos del conjunto residencial la acompañaron toda la noche con maullidos que recordaban el infortunio al que están condenados: errar el parqueadero. Desde adentro escuchaba el canto sincronizado de la voz amarga, los gatos chillando, y los “toc-toc” “toc-toc” “toc-toc” que terminaron reemplazando el timbre del teléfono. Nos fuimos así hasta la mañana. Yo adentro, ella afuera. O yo fuera, ella dentro.

La niña pandeó la puerta, no por fuerza, sino por constancia. Como había que cambiar la puerta, durante el día, Bello buscó un venezolano: uno le dijo que hacía el trabajo por comida, el otro que por menos comida. El segundo se ganó el trabajo.

*

El vago vagaría dado el caso que tuviese a nadie puyándolo. Es una lástima que vagar sea mal visto: la comunidad desdeña al que consume recursos y no aporta; mas ese que decide, voluntariamente, ser despreciado, vive felizmente su riqueza. Más de uno sueña con ser Suttree y dejar tirada su vida artificial: voluntad de otro, voluntad de Dios. Misericordia se ha de tener por aquel que sufre el dolor ajeno en pellejo propio.

Empero, este hombre, este anti-hombre entre la masa que ha intentado, sin frutos, enmarcarlo erróneamente en lo que consideran es un pintura bella, decide lanzar brochazos con desdén en su propio lienzo y producir su propia belleza, se atreve a hacer algo por sí mismo y no apasionarse con las sofocantes manías ajenas. Lanza su anzuelo y pesca un mojón; aunque sea un mojón, es su mojón, su manía.

Sería como usar parches de nicotina que reemplacen los cigarrillos. Lo bello del diálogo empieza ahí, si agarrara el parche, muere. ¿Y entonces por qué matar al verbo antes que pueda ser concebido? La palabra hace del objeto sujeto: prefiero no matarme. Pensar, hablar, y hacer la voluntad del patrón no es más que objetivarse a uno mismo. Varón decide pensar, hablar, y hacer su voluntad: subjetivarse.

Varón decide ignorar que el ingeniero vale más que el chofer, y la empleada menos que el dueño de la casa, y el que sabe más que el que ignora. Varón decide ser un ignorante, escribir lo que ignora y responderlo en ricas páginas. El ignorante sabe que ignora, el sabio sabe que lo sabe todo. El que sabe no se asombra cuando mira a la esquina y ve una abeja decapitada por el ventilador de techo, la abeja sufre y el sabelotodo no se inmuta, no se asombra, ¡já, qué gracia!, la gracia del objeto.

Seguro solo el ignorante ha disfrutado las sombras bastante definidas del medio día o las precarias luces de la luna, pero, dichoso se deleita.

*

Tatiana abusa bastante seguido de Bello. Se aprovecha de que su profesión sean los primeros auxilios. Tatiana goza ser salvada, y Bello goza salvar. Ninguno de los dos los ve como abuso, sino más bien como un complemento, es la relación más perfecta. Como de costumbre, es una rutina dentro de otra más larga, y ésta última es apenas una parte de otra rutina más compleja: Tatiana dedica una canción a Bello, sabiendo él que Blacken the cursed sun huele a sarna y sabe a hierro.

El tedio del día, el de la noche. La espera entre el uno y el otro. Las noches atoradas en el medio día. La luz enceguecedora de la noche que decide no soltar al ojo, y él dichoso salta y rie deleitado por los engaños de la luz. El ojo es feliz, de no ser por Luz, él no sería nada. El problema está en el momento que el todo no sea un limbo. Que no sea el tedio del uno o el tedio del otro. Si la noche enceguece, ¿qué será del día? El ojo decide usar gafas de sol por la noche y no abrirse por el día.

El teléfono deja de sonar, el “toc-toc” ya no pandea la puerta, Luz ya no está.

*

Las cebollas son más fuertes si hay sonido. El llanto de un bebé y la desesperación de la madre por callar a la pequeña son un concierto perfecto, una estructura rápida-lenta-rápida tradicional. La infante y sus radiantes llantos dan un allegro molto appassionato sin aparente aviso. La madre, en un sollozo pedal, le recuerda a la pequeña que ahí está ella, que ahí está aunque no sepa por qué llora.

Y aunque es la vez número sesenta y cuatro en seis meses, la bebé responde, de nuevo, con llanto en cadenza no diferente de las veces anteriores. Andante se va durmiendo la pequeña entre los divinos alaridos; andante empieza a descansar la madre, porque no sabe lo que sufre la niña cuando duerme: muy animada, muy animada, muy animada, muy animada empieza a soñar la pobre sin saber cómo reaccionar al secuestro entre la fuerza y la brillantez del metal que danzan a su alrededor.

David, el cínico, desde el otro lado de la sala se deleita con la escena: treinta minutos de amor, treinta minutos de romance.

*

No sé si ha tenido la terrible fortuna de recibir esta especie de llamada:

Hola, buenas noches, ¿Bello de la Rosa?
Sí, diga.
Lamento llamarlo a esta hora; pero Tatiana está en la clínica, tomó antidepresivos: se intentó suicidar.
¿En la 80 con 52?
Sí señor.
Ya salgo para allá.

1:30 am. El vientico frío desalentado —ese chiflón escalofriante sabía a alprazolam, a benzodiacepinas, y el vómito de la gata en el centro de la sala me recuerda cuánto odio todo opiáceo.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez.

¿Tortuoso leer una lección de matemática de primer grado? Tatiana tomó esa cantidad. Y los iba contando cual lección de matemática de primerito, ¡de primerito!. ¡Por Dios!, y los niños, los pequeños vergajos repetían a todo pulmón:

¿Uno? ¡Uno!
¿Dos? ¡Dos!
¿Tres? ¡Tres!
¿Cuatro? ¡Cuatro!
¿Cinco? ¡Cinco!
¿Seis? ¡Seis!
¿Siete? ¡Siete!
¿Ocho? ¡Ocho!
¿Nueve? ¡Nueve!
¿Diez? ¡Diez!, 10 mg.

Y la puta, la muy puta de la profesora los alentaba a cantar una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

Bello suelta el humo caliente de tabaco y corta el friito; un cuchillo parte una pastilla y suena el crujir del tabaco. Espera el taxi, transporte a la clínica —dos cigarrillos. El taxi no llega —tres cigarrillos. Bueno, ¿y este taxista acaso tiene algo mejor que hacer? —cuatro cigarrillos. El gordo que se hace pasar por conductor huele a empanada y arepehuevo a la 1:37 am —cuatro cigarrillos.

Espero que no le moleste que fume en el carro.

Cinco cigarrillos.

Pues ya empezó, acábelo.

Seis cigarrillos.

¿El paquete?, ese sí lo acabo, y Tatiana también debió haber acabado lo que empezó.

Siete cigarrillos.

¿Qué?
Que Tatiana debió haber terminado lo que empezó (le articuló abriendo y cerrando la boca de manera excesiva).

—Ocho cigarrillos.

—Nueve cigarrillos.

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