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Por: Daniel Martínez Benítez

Quinta entrega del cuento Ficciones de un edificio delirante.

Cinco de cada seis personas son liberales desbocados con la palabra problema. La chica que más se maquilla, con dieciocho años, dejó su casa y su trabajo y se fue a vivir con su novio de turno: he aquí un problema. Mi tío, el maníaco, el alcohólico, el drogadicto socialmente aceptado que tiene su propio restaurante, cumple con sus deberes familiares y ciudadanos, siempre jincho de la perra, pero cumple: no es un problema.

Tati, Tati, de un jalón te tomaste diez pastillas: un problema.   

 

*

Mientras Tati estuvo en el hospital las cosas se complicaron. Sentir se complicó, y pues tocaba sonreír a todo por que qué más se iba a hacer. No una sonrisa optimista (bueno, sí en apariencia; de todas maneras es complicado que el exterior y la información se suelden y conformen un cuerpo), en cambio una sonrisa de apatía.

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No conocí a Tarkovski, pero le escuché dar un consejo: que debemos estar más solos y más en silencio —ese man sigue siendo un sabio.

Bello decidió que no es inmortal. Lió un cigarrillo, alcanzó el encendedor, le cambió la mecha podrida y fumó. Tenía meses sin hacerlo frente al mar, de noche, mirando el mirador en frente de las miradas. Bueno, uno (de muchos), uno.

La soledad es mal vista: cierran los ojos y no hay plata, no hay nada y eso da miedo —se creen faraones; no, no son faraones. Tu trabajo es fútil.

Por eso David escribe, y escribe porque lo entierran y ahí quedan las hojas amarillas. Si la U leyera más que panfletos, Gabo sería feliz, pero Presagio, ¿no? Un Buñuelo, por favor: Presagio es un buñuelo colombiano, qué bello un Buñuelo colombiano.

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El uniforme tiene bordado el nombre: Tatiana. Lleva varias semanas en el hospital, un mes, más o menos. Ha mejorado (o a veces eso parece con estos pacientes): Ha subido de peso, ya habla, hace contacto visual, terminó una pintura, y ayer se rió por primera vez en años. La OMS tiene una tabla en la que se aproxima la talla y peso de los niños, según la tabla, un niño de ocho años en promedio pesa unos veinticuatro kilos, y mide uno veintitrés.

(Dijo su médico, estando en la mesa, almorzando) Cuando pequeña, su abuela le decía la gordis, cada vez que le decía así, el apodo calaba más en ella. Tatiana no se caracteriza por ser segura; pero sí por su minúsculo ego, constantemente achicado, durante su infancia, por la abuela. Irónicamente la vieja tenía buenas intenciones, solo le faltó la educación necesaria, que tampoco fue su culpa: muchas abuelas de los millennials no estudiaron; no porque no quisieran, sino porque era la costumbre; las mujeres parían y criaban, los hombres proveían: San Agustín lo cagó y arregló todo en un acto tan cristiano como oximorónico.

La abuela hacía lo mismo con la hija: tituqui tituqui. La agarraba del tomate en la cabeza y cada sílaba significaba un cabezazo contra el muro de concreto vaciao. La hija, por ser el segundo intento del matrimonio de un banquero y una esposa, no salió tan aturdida como el primero, aunque es curioso que los conocidos digan que el tercero es el más loco: cuando los niños jugaban en la calle fútbol y simulaban los dos arcos con peñones (el gol solo valía rastrero), él le sacaba las llaves del carro de la guayabera cuatro puertas al papá, y manejaba el Dodge Dart del 84 toda la noche.

Volvía a las cuatro de la mañana, antes de que el vicio (socialmente aceptado) de su padre le hiciera despertar. Enjabone, enjuague, enjabone, restriegue y repita hasta que salga la mancha; pero al tercero nunca le salió la mancha: sigue siendo el que más mugre, en la cabeza, tiene de los tres (no me malinterprete, no quiere decir que eso sea malo, el tipo es exitoso; tiene su mugre en la cabeza, pero salió adelante.

De todas maneras todos tenemos nuestro mugre, ¿no? Si dice que no, todavía no sabe cuál es el suyo —el sano cree que el único loco es el que tiene el uniforme).  

Cuando llegó solo hablaba con el bonito este que vive con ella (él viene cada vez que puede). Todavía no entiendo la relación más allá de lo dañina que es. Sí parece que ella no es el único problema. Le empezó a hablar al enfermero que le da los calmantes. Tampoco es que le diga mucho: se limita a su infancia y a cómo la pasa con Bello; aunque cualquier avance, por pequeño que sea, es relevante.

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Tati es la suma de todo por lo que ha pasado, y Bello se dio cuenta de eso cuando se conocieron. Hay cosas que Bello aún no sabe: “Bello, ¿sabes cuál es el peor dolor?, (Bello niega con la cabeza), ¿no?, el del citotec —un Toro de Falaris interno + retorcijones— es el peor. Solo precedido por que te violen por el culo” (pero el último se vuelve más un dolor sentimental después del primer Falaris).

Aún peor que los dolores es que cuando le contó a la mamá, la respuesta de la (bastante) bestia fue que era una fría sin alma que decidió por la vida de otro.

Irreversible se siente más cuando la historia te la cuenta la mujer del túnel: “Bello, a los doce uno… uno… uno no tiene fuerza emocional, Bello. Eso fue un trauma (esa palabra se sintió, se sintió muy feo, la mirada y la voz se le quebraron y no hice más que abrazarla).

Según Tati, Bello es un Peyote en el desierto más árido (falta decir que él no le cree): le va a permitir morir feliz mientras se deshidrata con lentitud. Para Bello, Tatiana es un cigarrillo que se fuma (cuando lleva una semana sin fumar) en medio de la pea más buena —es muy rico, muy rico.

Los papás de Tati se pelean por montones, más cuando ella estaba pequeña: de un simple “no pusiste la servilleta debajo de los cubiertos” o “no pagaste los recibos hoy”, pasaban (bastante rápido) a los golpes. Tati se acostumbró a ver eso, tanto que cuando le pegaron por primera vez, ella lo justificó, y aunque no es cristiana, puso la otra mejilla: tenía razón en pegarle. Tati, ni una vez más, ni una más, y si tu novio te levanta la mano, lo pico y se lo mando a la mamá el veinticuatro de diciembre en muchas cajitas de regalo muy pequeñas. Así vas a tener qué celebrar y por qué ponerte feliz cada veinticuatro.

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Tati es esta…

…esta…

…carretera.

Sí. Una carretera nocturna en paz. Asfalto bien liso, cuidadoso con los tobillos. Ambas, las líneas amarillas del centro, las líneas blancas del borde, tan claras como discretas. El paisaje, si se mira el borde del arcén de la carretera, es la gran obra costumbrista colombiana: ocho capas. ¡Ocho capas, donde las siete anteriores en algún momento aparentaron la misma lisura! Zanjas verdes a los lados —las carreteras siempre están más altas—. En las zanjas hay postes de luz apagados, y detrás, arbustos de limoncillos ostentando las esculturas más extravagantes que el jardinero pueda pensar.

En el carril caótico, una sucesión sin fin de carros, de camiones; en el carril calmado, un corredor solitario corre en el mismo sentido de las máquinas; corre a su ritmo, no al ritmo de otro.

El jardinero, vestido de blanco y siempre podando con sus tijeras más artísticas que funcionales, camina de principio a fin el lado derecho, cruza el puente, camina de fin a principio el lado izquierdo: luego repite.

La tijera de corte (de peluquero), de acero japonés que marca 63 en el ensayo de dureza Rockwell, corta las hojas de los limoncillos, las prepara para ser parte del origami. El jardinero no hace más que sostener las tijera, ellas podan por sí mismas: sería insano creer que las tijeras estarían flotando y podando y nadie sosteniéndolas.

*

Es curioso que de las (pocas) cosas que es dueño, ninguna está donde debería estar. Se pasa de austero, ¿sabes?, aún así no falta nada necesario. Tanta pared blanca y limpia, tanto espacio para cuadros, tanto desperdicio.

Bello pone las cosas en el piso: parece que aprecia los obstáculos, entra al apartamento y si quisiera ir directo a la ventana, a disfrutar el río y el mar, no puede, tiene antes que rodear el sofá y la mesa del comedor. Aunque el apartamento es de Bello, no se sienta donde quiera, no come donde quiera, ni duerme donde quiera.

La vida es una comedia, Bello. ¿No ves cómo me la paso jugando?

¿Qué pasó?, ¿tienes hambre?, ven.

Cógela suave. Vuélvete un comediante, muéstrale a Tati las cosas placenteras y optimistas.

Bello camina desanimado entre el olor a creolina —no lo siente, no tiene aliento—, encuentra la comida de Lucifer, agarra un puñado y lo echa en el tazón de la gata.

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