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Álvaro Trocha es un hombre fuerte, persistente y pacífico, producto de la costumbre de trabajar la tierra y de lidiar el ganado. Como muchos de sus amigos campesinos, ve en las brillantes mañanas sabaneras el esplendor de construir una mejor vida para su familia y su parcela, en la que trabaja día a día por la seguridad alimentaria de los habitantes de su población. 

Por Antonio Sierra

Cuando Calixto Ochoa describió un atardecer sabanero, pintó en palabras y ritmos sabanales y guayabales cuando cupido desató un nudo de amor. Oyendo el vallenato Los Sabanales, que la emisora hace sonar después de Diana, Álvaro Trocha recuerda que estaba encerrando tres carnearas y un padrote -parte del sostenimiento de su familia-, y que en instantes le tocó salir corriendo hacia el pueblo pues vio que se acercaban 5 hombres armados hacia su corral.

Fue el último rato de una vida tranquila, de una época que lo marcó desde su nacimiento, interrumpida cuando personas desconocidas y muy poderosas compraron –no sin coacción- las mejores tierras de la región. Así como pasó con el atardecer comenzó la horrible noche que se apropió de los tiempos y la vida de Álvaro Trocha por casi dos lustros, y que sacaba partido de un olvido más del Estado. En ese tiempo, existió en el pueblo una especie de toque de queda en la oscuridad.

Y también desde ese día, este hombre persistente, recio, fuerte y pacífico, producto de la costumbre de trabajar la tierra y de lidiar el ganado, se repite “no hay mal que dure cien años…”. Hoy él se levanta temprano como de costumbre, descuelga el drill de kaki y su camisa blanca remangada, calza sus abarcas “suela de llantas” y se dirige a la hornilla. Allí, coge la olla del tinto -mediana de agua- y la vierte en una papeleta de café. Se sienta en el taburete a la espera de que amanezca.

Estando en esas, oye el ruido de varios motores de carros grandes que se acercan y vienen muy cerca de las aulas del colegio abandonado. Se trata de una institución montemariana que está a unas pocas cuadras de su vivienda. Atraído por la curiosidad y ante la expectativa de los noticias que se escuchan en la televisión, se dirige a la cerca de su patio y entre los puntales de ubito asoma su mirada para darle crédito a las acciones. Son cuatro camiones, tipo militar, que cargan 60 hombres.

Hoy es martes y apenas se asoma el primer rayo de luz. Trocha prende la emisora de radio local. Están invitando a la comunidad a una reunión en horas de la tarde, en la plaza principal del pueblo. Doce horas después, en un día que ha transcurrido más tranquilo que nunca, Álvaro Trocha y pocas personas de la comunidad se acercan a la plaza. Luego de tantos años de sometimiento a los grupos armados, hay temor. Y fue un alcalde militar el encargado de anunciar que podían volver a sus parcelas. Nosotros, en representación del gobierno, los vamos a acompañar, había dicho. Un mandato civil.

Al día siguiente, miércoles, como de costumbre Álvaro Trocha se levanta a las 4 de la mañana, se viste con la ropa de coletas, calza sus abarcas trespuntá para el trabajo y empaca cuatro onzas de azúcar, una papeleta de café, dos bollos de maíz limpios y su bangaño de suero de espiche para la liga. Se dirige al patio y ensilla el burro, esperando la luz del día… Hay desconfianza. Ve que el primer grupo de 15 soldados ha escogido el camino que conduce a su parcela para hacer su primera ronda de seguridad.

Entonces abre el portón del patio que da paso a la calle y siente el aire de la madrugada. A lo lejos distingue caravanas de campesinos montemarianos en fila, que van hacia las parcelas y los potreros. Como puede, le pone el gancho al burro pues tiene ansias de llegar rápido a su finca y observar el paisaje sabanero de los inmensos cañaguates florecidos, que con sus flores amarillas hacen ver las sabanas como varias canastas de gajos de oro. Es lo que sucede siempre en la primavera del trópico Caribe.

Hace tres años que no va a la parcela. Al llegar, ve puro monte, con aromos y tupillos y distingue los senderos marcados de hace años por los cascos de los cuadrúpedos. El ganado bovino se ha reproducido en su libertad. Entonces va, pasando por entre arbustos de espinas al rancho construido en canilla, ubicado cerca de los corrales. Tiene cuidado de no tropezarse con las serpientes.

Jueves. Son las 5 de la mañana. Ahora mira la hornilla de barro y la llena de leños secos. Apera todo para hacer un café de tinto. Jala el taburete viejo, se sienta y dedica minutos a pensar cómo volver a rehacer lo que fue su proyecto de vida. Arregla, limpia y pone en condiciones habitables el rancho de base.

Por el camino, se encuentra con los otros campesinos. Comentan y se preguntan por la necesidad de conseguir la vástiga de la yuca, las cabezas del ñame, la semilla de maíz, para lograr una nueva siembra. Deciden que deben reunirse en el parque, con la frescura de la tarde para encontrar mejores soluciones. Saben de apoyos agrícolas gubernamentales para los campesinos que estén organizados en asociaciones. La idea es que sea sostenible en el tiempo.

Señor Alcalde, le dicen los allí reunidos. El sabanero está acostumbrado a aprovechar los tiempos según sus bondades. Yo, por ejemplo, tengo una finquita de 20 hectáreas de las cuales debo tener una hectárea de cultivos para el año con papayas, patillas, naranjas, limones y guayabas; también dos hectáreas dedicadas a cosechar dos veces maíz al año –en junio y enero-; una hectárea dedicada al cultivo de yuca, que se da en febrero; otra más para sacar el ñame, en diciembre. Y pasto de corte para los bovinos en épocas de verano y cerdos para aprovechar el suero dulce, que es subproducto de la fabricación de queso costeño. Quiero tener 10 vacas paridas, cinco escoteras y un toro para producir diariamente 40 litros de leche y el queso para el diario. Son 300, por lo menos, las familias que necesitan eso, piensa Alvaro Trocha.

Viernes. Hoy en el pueblo se ven caravanas de cuadrúpedos a las 4 de la madrugada, guiados por varios hombres del campo. Todos van a las parcelas y a supervisar los cultivos de maíz, ñame y yuca.

Hombres y mujeres creen que lo mejor es haber entendido lo que es actuar de manera cooperante para garantizar seguridad alimentaria entre la población. En la tarde noche, se oyen las melodías del gran Calixto Ochoa. Y entonces conversan y tararean: “Si acaso yo no regreso más por aquí…”.

Foto vía: Internet

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Para todos los que nos formamos como contadores de historias en este particular espacio de tiempo, y en estos momentos cuando estamos buscando dejar atrás la piel de un reptil que, como país fuimos, es necesario aprender a armar memoria, sin perder los estribos, con pedazos sueltos, pedazos de acciones, recuerdos y olvidos.

Esta es una colección de historias que ofrecen oportunidades, historias quizá nuevas, quizá conocidas, pero todas escritas desde las perspectivas a veces juguetonas, a veces muy formales, de una serie de mentes fértiles de las que brota la necesidad de dar a conocer un país diferente a aquel que nos venden y que, tristemente y con frecuencia, compramos al precio más bajo.

#YoConstruyoPaís es la muestra inequívoca de que Colombia vale oro. Y a la vez es una invitación de El Punto y las jóvenes generaciones de periodistas de Uninorte -que no pasan de sus 20 años-, a pensar y proponer un país mirado desde la paz.

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