[wpdts-date-time]  

Por: Laura Mattos Ortega/ Fotos por: Ignacio Acuña

El cumbiódromo de la Vía 40 en Barranquilla se llena poco a poco de sonidos, colores y olores en la mañana de un domingo de Carnaval. El flujo de gente a las 10 de la mañana no es tanto como el del día anterior, sábado de Batalla de Flores.

Un puñado personas, que no es la misma cantidad vista en el evento pasado, se apresuran para tomar un buen puesto en el palco o las primeras sillas, pero los que van con andar relajados y moviendo sus hombros al ritmo de la música del Joe, sí se detienen a suplirse con lo necesario para aguantar el día.

Todo esto desde las 10 o antes y  hasta que el cuerpo aguante o se termine la Gran Parada.

Para gustos colores y así mismo sabores. Así se aprecia en la intersección de la carrera 48 con 67b, la calle que lleva hacia la Vía 40, en la que los vendedores se preparan para ofrecerle una variedad de productos a los carnavaleros.

El humo de los chuzos empieza a sentirse y el olor particular es sin duda potente. Algunos dirían que “olía a carnaval”, justo ahí, donde se acercan las personas a comprar frutas, agua, cerveza, arroz, pasteles, empanadas y demás.

Conseguir un puesto para vender no es tan fácil como solo colocarse en un lugar con el producto. Esto lo vivía Wilmer Valencia, un vendedor de raspao que hablaba con un policía quien le indicaba que debía moverse de su espacio pues obstaculiza el paso.

Con premura, le decía que se hiciera hacia la izquierda con otros vendedores. Oriundo de Campo de la Cruz,  Valencia lleva dos años vendiendo raspao en Barranquilla y, aunque su jornada empieza a las 9 en un día normal, comenta que en carnavales debe salir más temprano.

Mientras cuenta que sube los precios en carnaval para generar más ganancias, llega el primer carnavalero a pedirle un raspao de “full tamarindo”.

Según la revista Dinero, cerca del 13% de las ganancias del Carnaval de Barranquilla se dan por estos vendedores informales, que no están asociados con ninguna empresa mayor o con el evento en sí que se esté dando.  

Con sus raspaos de tamarindo, maracuyá, cola y limón, Wilmer calma por un rato el calor incesante que azota a los bailadores, propios y extranjeros, que disfrutan del carnaval en el cumbiódromo. Él mismo dice que celebra el carnaval, alegando que “de vez en cuando, doy una miradita”.

El policía que lo estaba moviendo no le preocupa, pues consiguió su permiso en la casa del carnaval para poder laborar con tranquilidad y evitarse inconvenientes como el de las tan conocidas empanadas.

Frente a Wilmer hay dos personajes que pasan desapercibidos y como otros del montón, de esos que inundan la vía 40 con olor a chuzo de chorizo y butifarra. Todo en su pequeño puesto no es diferente al de los demás, al menos hasta que te ofrecen que acompañes tu chuzo con “guasacaca”.

¿Guasa qué? Eso preguntan muchos cuando se les ofrece la salsa.

Resulta que Javier Moreno es venezolano, como muchos que venden maizena, espuma y comida hoy en día en las calles de la ciudad. Este hombre en particular tiene a un grupo de personas ya interesadas en adquirir su respectivo chuzo con un nuevo elemento traído de tierras vecinas. Moreno es de Valles del Tuy en el estado de Miranda, y luego de estar en Ecuador llegó a Colombia.

“Allá las cosas están peligrosas para uno, pero aquí el ambiente es super chévere”, dice el hombre que lleva solo 18 días en Barranquilla y que además está maravillado con el carnaval. Él, un experto en gastronomía que espera encontrar una oportunidad de trabajo en tierras costeñas, es acompañado por Yusbreily, que lleva en Barranquilla dos años trabajando en el sector de la belleza.

El carnaval les presentó una oportunidad para hacerse ganancias mientras conocen y disfrutan de la fiesta de los barranquilleros.

Cuando se acercan las 11 de la mañana, al puesto de Osiris Herazo llegan un par de personas a comprar arroz con pollo y sopa de mondongo. Un menú común en los días de carnaval entre quienes desean comer algo que “les aguante pa’ rato”, y a un excelente precio.

Con porciones de $2000 y $3000 Osiris recuperó sus inversiones en la Batalla de Flores y lo que le llega el domingo son puras ganancias. Ella ya es una experta en las ventas carnavaleras, pues lleva 14 años sacándole provecho a las carnestolendas.

La barranquillera, quien antes tenía un negocio de sillas y ahora lleva cuatro años vendiendo su arroz, dice “yo vendo, pero también me lo gozo”. Vive en Soledad, y señalando a la 67 comenta que no va y viene los cuatro días, más bien se queda a dormir en una bodega con varios vendedores para asegurar su puesto y sus productos, y ahí están desde el viernes a las 10 de la noche.

Osiris trabaja solo hasta el domingo, pero los carnavales no son lo único que la ocupa. Esta madre de tres hijos está haciendo sus prácticas del SENA en confecciones y encuentra en las fiestas la salida perfecta para ganar algo de más, atendiendo el hambre de las cientos de personas que se acercan a comprar en ese punto del desfile.

Osiris, Wilmer y Javier son solo tres de las muchas personas que trabajan en estos días de jolgorio y que se aprecian tan solo caminando una cuadra entre palcos y sillas. Hay gritos de “¡Agua! ¡Cerveza! ¡Gaseosa!”, otros más conocidos como “Sssaladita, la papita, la papita” mientras el barranquillero promedio trata de hacerse paso para encontrar su puesto.

Maicena, espuma y el sonido retumbante de la música, ya sea una papayera o un picó, se entremezclan con las ganas de salir adelante y el sabor de esa “comida callejera” que sabe a fiesta, a baile, pero sobre todo a puro carnaval.

Comunicador social-periodista

rochai@uninorte.edu.co