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Por: Gina Pineda Fontalvo

Llegó la paz de la guerra que nunca querían acabar, la de las bolsitas con agua.

Eran las 8:00 de la mañana y Paola escuchó poco a poco el sonido escandaloso del roce de la arena con las hojas de palma secas, acompañado de esa voz desafinada gritando “¡Palmeras, las palmeras!”.

Era la señal de que el día más esperado de todos los años estaba por comenzar. Abrió sus ojos y automáticamente una sonrisa de oreja a oreja se asomó en su cara: llegaba la celebración más bacana de la ciudad y con ella una increíble batalla que los jóvenes deleitaban.

Paola se levantó corriendo a proseguir con el mismo plan de siempre. Abrió las puertas y esperó a que todos los soldados asomaran su cabeza para preparar la misión. Las personas pasaban de un lado a otro con esas tiras de colores y con las palmeras secas para decorar las casas.

Paola esperó y esperó. ¡Cramba! ¿por qué se demoraran en aparecer?

Escuchó una reja abrirse, vamos, vamos…¡Sí! Se asomó el primero. Al minuto, se asomaron dos más y así fueron mostrando sus cabezas con el pulgar arriba hasta que estaban completos. La asistencia era lo más importante, ninguno podía quedar por fuera porque después todo su plan se venía abajo.

La misión comenzaba en una hora, todos tenían que prepararse. Unos se unían mucho antes para repasar lo que faltaba para sus armas. Su hogar era el lugar de encuentro, le emocionaba ver a todo el ejército reunido con sus pies descalzos, sus morrales más viejos, la ropa más desgastada que tenían y esas sonrisas de querer acabar con quienes se metieran con ellos.

Era el momento de cargar sus armas. Se les hacia tarde así que se dividieron el trabajo, unos llenaban, otros añadían sustancias “sorpresas” y otros amarraban. Cuando terminaron de guardar sus municiones se dispusieron a ir en busca de grupos desconocidos.

En esta batalla quizás se enfrentarían con agua mezclada con orina o azulin e incluso hasta pica pica y cucarachas. Este era el momento perfecto para que la imaginación volara y se viera reflejada en una bolsita llena de agua.

Los oponentes eran de otros barrios cercanos como los de Manuela Beltrán o los de Villa Mónaco. Antes de que comenzara la batalla los líderes de cada grupo tenían que hablar y decir cuál era la regla, si alguno la violaba eso se convertiría en una guerra de verdad con adulto incluido. Esta era la única fecha en que los jóvenes y niños de todos los barrios se relacionaban. Después de esta fecha solo quedaba una que otra sonrisa y saludo entre ellos pero el resto se volvían desconocidos.

Esconderse, planear, luchar. Algunos incumplían las reglas y atentaban contra las casas partiendo vidrios. Luego, salían los padres de familia a perseguir a los bandidos y retenían al ejército por un tiempo hasta que las cosas volvieran a su estado normal y así volvieran a divertirse.

Y lo hacían hasta que el sol se despedía y todos sucios, con la ropa manchada de azul y algunos rascándose por el pica pica llegaban arrastrando los pies descalzos con un pan y una gaseosa en la mano al lugar de encuentro a contar las experiencias y a reírse de las ocurrencias de los oponentes.

Momentos mágicos ya idos. Frases como “será el otro año” o “el otro año nos las desquitamos”. Y lo que muchos no sabían es que esa era su última batalla. La paz entonces había llegado.

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