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Por Farouk Calderón Naar

Escudriñar entre cosas viejas, el polvo, las calles y, también, de algún modo, en la psique de los personajes, al propio estilo costeño de echar un buen “cuento”, volviendo fantástica una situación, y sembrando expectativa, de un mundo en el que llueven pétalos amarillos o que sangre derramada, con suficiente albedrío, logra subir y bajar pretiles entrando y saliendo de una casa, fue una de las improntas que nos dejó Gabo.

Como gran seductor usando las letras, hizo pensar que estos eventos, tal vez, pudieron ocurrir en los espacios de su natal Aracataca. Así, con esas ideas que, a quienes asistimos al club de lectura Bajo el Árbol, con la orientación de Alberto Martínez, director del programa de Comunicación Social y Periodismo de Uninorte, nos hicieron preguntarnos cómo lucirían las calles Macondianas, mientras leíamos Cien Años de Soledad sobre el frío piso entre Uni5 Tv y el CPA.

En este ambiente de paredes y pisos de color blanco que por más de un mes nos acogieron con complacencia hasta que llegó el domingo 9 de Julio, el día que fuimos a Aracataca, la tierra del nobel de literatura, la del parrandero y mamador de gallo -el mismo que pensó en llamar “Barranquilla” al espacio en que ocurrirían los eventos de Macondo-, o simplemente Gabo, nos imaginamos los verdes cultivos de plátanos, el incandescente sol cataquero, las polvorientas calles, las mariposas amarillas.

Aracataca nos recibió a las 10 de la mañana con un cielo nublado y una brisa caliente -algo contradictorio, pues lo lógico era que el ambiente estuviera fresco, pero bueno, es uno de los lugares que inspiró Macondo, lugar donde ocurren cosas inusuales-, pensé.

Entramos al terreno donde estuvo la casa de don Nicolás Márquez y doña Tranquilina Iguarán, los abuelos de Gabo. Hoy día es una casa-museo hecha a partir de recuerdos de García Márquez, ambientada con artefactos de su época de infancia, ya que la original sufrió un incendio.

Luego de alimentar las imágenes que cada uno de los que asistimos al club de lectura sobre cómo luciría la casa de los Buendia, salimos al patio, y bajo la sombra de un gran árbol leímos el último capítulo de Cien Años de Soledad. Sentados uno al lado de otro, formando una especie de media luna, y los insectos sobre nosotros, ”acompañándonos”, Alberto Martinez, con su voz pausada y sosegada, inició la lectura con un par de páginas. Luego, con un toque de su dedo en la rodilla de “Mafe”, antes de llegar al punto final, le indicó que era la siguiente en seguir leyendo. Y de igual modo, con el mismo método, “Mafe” le avisó a Vanessa, luego esta última repitió la señal y empezó a leer Paola, luego Andrés, yo, Nathalia, Marcela hasta que cada uno emuló la misma seña, convirtiéndonos en un sistema coordinado en el cual una energía ensimismada fluyó entre nosotros, y que de la misma manera proyectábamos hacía otros visitantes que, al percatarse de nuestra actitud, bajaban la voz e intentaban no profanar nuestro “ritual”.

Terminamos de leer el libro en el lugar donde iniciaron las fantásticas historias que inspirarían a nuestro nobel de literatura. Luego de una reflexión conjunta de lo que significó Cien Años de Soledad para cada uno, decidimos despedirnos del lugar que nos acogió para dirigirnos a la iglesia donde fue bautizado Gabo. Luego nos dirigimos a la casa del telégrafo, hoy día también un museo, pero estaba cerrado. Pasamos por la Calle de los Turcos, la cuadra comercial de Macondo.

En la intersección entre el final de la famosa calle y sobre la carrera en la que andábamos, en una de las cuatro esquinas, está “la casa de Pietro Crespi”, la tienda de juguetes de cuerda e instrumentos musicales, tal y como aparece ubicada en la loable novela. Vimos la antigua casa de reunión de los liberales masones, los mismos que en Cien Años de Soledad defendían el matrimonio civil y la legitimación de los hijos fuera del matrimonio, una casona vieja, de un color que en algún tiempo fue blanco puro, abandonada, carcomida por los años, en la cual aparece explícito en una puerta el símbolo masón, la escuadra bajo el compás.

Macondo tomaba nuevas formas en nuestros imaginarios previos a la visita a Aracataca. Era la una de la de la tarde y el incandescente sol que en principio se nos ocultó caía ya sobre nuestras cabezas, y todavía embelesados por haber visto algo de Macondo, un estruendoso estallido irrumpió en la tranquilidad de las polvorientas calles cataqueras. Nos hace encogernos un poco de hombros, luego suena otro y unos más, tanto así que un perro tuerto empieza a ladrar y a correr turbado entre nosotros. “¡Cuidado, llegaron los liberales!”, dije hechizado por la idea de ver los lugares que inspiraron Cien Años de Soledad.

Por un momento, mis compañeros se rieron de mí. “Farouk, cógela suave”, me dijo alguien.

Para despertar un poco del hechizo me alejé del grupo y le pregunté a un señor que nos seguía con la mirada asentada desde una esquina.

–Señor, buena tarde, ¿por qué los estallidos?-, le pregunté.

– Tranquilo, mijo, son “cohetes”, hoy es el día de la virgen de Chiquinquirá-, me respondió.

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