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Por: Natalia De La Hoz Narváez

De los pueblos puedo hacer dos afirmaciones. La primera: todos conocen a todos. La segunda: sí te conocen, tienes un apodo. El sepulturero del viejo cementerio de Baranoa no escapa de mis afirmaciones. La primera, todos lo conocen. La segunda, le dicen la muerte. 

La mañana del 22 de Mayo amaneció con un cielo azul despejado. En Baranoa, corazón alegre del Atlántico, no se presentó ninguna novedad. Eso cuenta Antonio, el administrador del cementerio, un hombre joven y desconfiado que a la final aceptó darme información del paradero del sepulturero.

—A él le dicen la muerte, no lo preguntes por otro nombre, hoy no hay novedades, por eso se fue a su casa. 

15 años atrás, el sepulturero Jorge Enrique González Martínez, solo tenía por nombre Jorge, hasta que fue a averiguar con un amigo la hora de un partido de fútbol que iba a jugar. Una niña de seis años le abrió la puerta.

—¿Está tu papá?

—No, mi papá salió.

—Le dices a tu papá que yo lo espero en el cementerio.

La niña soltó el llanto y se fue gritando, “la muerte está buscando a mi papá, no quiero que se lo lleve la muerte”. Actualmente la pequeña niña que bautizó al sepulturero es médica, justo lo que la muerte hubiese sido, de no haber fallecido su abuelo. 

El administrador me indica cómo llegar al hogar de Jorge, me da tres referencias y ninguna dirección. En Baranoa hay cientos de arboles trupillos, pero solo uno es reconocido por los pobladores como nomenclatura.

Llego al trupillo, su tronco con corteza agrietada se extiende varios metros y termina en ramas con pequeñas hojas. Los mototaxistas se parquean y esperan su próxima carrera.

—¿Dónde vive Jorge González?—Pregunto. Nadie sabe quién es —. El sepulturero del cementerio viejo, le dicen la muerte—. Dos mototaxistas que aparentan más edad, lo reconocen de inmediato.

—A la derecha y a la izquierda. A cuatro casas de la esquina. 

El sepulturero sale de su casa, vestido con jeans y sin camiseta, de su cuello cuelga un crucifijo dorado. 

—¿Usted es Jorge?

—Sí, ¿cómo llegaste hasta acá?

—Solo a usted le dicen la muerte.

—Así me quedé. Es raro que me conozcan por otro nombre—. Se ríe. 

En el año 2004, el hotel central de Barranquilla se fue a quiebre. Jorge era ayudante de cocina en ese momento. A sus 46 años queda sin empleo, sin compensaciones y con un futuro incierto. El antiguo sepulturero, amigo de él, lo lleva al viejo cementerio municipal para que sea su ayudante “tapando” muertos.

“Yo miraba nada más cómo trabajaba, yo no metía mis manos, nada. Yo le tenía el saco para meter las tablas del cajón”.

Primero, Jorge aprendió cómo era el proceso de una exhumación,—es decir, extraer de la caja los restos del difunto— antes de aprender a inhumar,—sepultar un cuerpo—. En esos tiempos, el pago por exhumar era de 20 mil pesos, de los cuales solo recibía mil o dos mil por ayudar.

Decidido a ganarse ese empleo, aprendió observando al sepulturero y exhumador. Luego de un tiempo, Jorge realizó su primera tapada. Se trataba de un joven.

Yo pensé, van a llorar y me va a dar sentimiento, entonces me salí del cementerio. Me encontré a un muchacho al que le conté y me ofreció un trago, yo le dije llénalo. Así fue que entré. Desde ese día yo dije, aquí hay es que concentrarse uno para no soltar el llanto. 

Durante un entierro, La muerte prefiere vagar en su mente, imaginar que no está ahí y pensar en otras cosas. Nunca ha soltado una lágrima, pero más de una vez, se le cristalizaron los ojos. Él resiste en su interior el llanto de las personas que despiden para siempre a sus seres queridos.

Jorge me invita a entrar a su casa, se viste con su camiseta de fútbol y empezamos a conversar. Al fondo veo un pequeño altar en el que está la Virgen del Carmen, es fiel devoto de ella, cree en Dios, pero dice que no en los fantasmas.

Pese a tener 15 años en su oficio, nunca ha visto “nada raro”. “Yo creo es en los vivos, a esos hay que tenerles miedo”, dice. Tiene 61 años y una cabellera negra. Jorge cuenta que a menudo le preguntan si tiene malos sueños por las noches, pero siempre responde que él duerme y despierta sin pesadillas.

En su hogar solo vive con su esposa Beatriz Helena, la cual apoyó desde un inicio su trabajo en el cementerio. Beatrice comenta que su esposo de pequeño quería ser de todo. Él sonríe. 

“Mi abuelo fue el que me puso a estudiar” cuenta. “Él quería que fuera médico, pero murió y se acabó eso. Mis papás no me siguieron apoyando con el estudio, llegué hasta primero de bachillerato. Yo decía que necesitaba un cuaderno y mi papá respondía que usara uno viejo, me cansé y no estudié más”.

Es entonces cuando Jorge con 15 años decide trabajar como ayudante de construcción, aprende a utilizar el palustre y a hacer mezcla de cemento. En un efecto mariposa irónico, la muerte de su abuelo pudo significar la diferencia entre salvar vidas y sepultar muertos.

En casa de Jorge recibo una invitación para el domingo 26 de Mayo en la mañana.

—Aquí me trajeron un papel pa’ sacar a un hombre, si quieres ve a ver, llévate un tapabocas— dice tranquilo, pero añade con risa— llévate un alcohol por si te desmayas. 

Años atrás, una familia que residía en Barranquilla decide sacar a un pariente del cementerio municipal, desde la ciudad traen a un joven y novato sepulturero, debido a su desconocimiento sobre cómo exhumar en bóvedas, realizó un mal procedimiento que le impidió seguir con la exhumación.

En esa época, Jorge era solo un sepulturero más de los tres que usualmente se mantienen en el viejo cementerio, nunca había exhumado, pero había visto más de una vez la técnica. “El muchacho rompió todo el cemento, lo rompió y metió la cabeza enseguida. Se fue en vómito”. 

Los familiares fueron a buscar al vigilante para preguntar quién podía sacar a su pariente, Jorge y el celador eran los únicos en el panteón. 

Velo, aquí está —Responde el celador a los familiares —. Pilas Jorge, ponte mosca. 

—¿Cuánto vas a cobrar?— Interroga un pariente a Jorge.

—200 mil. 

Así fue como la muerte comenzó su trayectoria desenterrando cadáveres. “Yo pensé, si esto es fácil, yo lo hago. Cogí la caja, pasé los huesitos y ahí perdí el miedo. Es más fácil sacar que sepultar”.

“En un efecto mariposa irónico, la muerte de su abuelo pudo significar la diferencia entre salvar vidas y sepultar muertos”.

Jorge sentado en su mecedora se balancea, recuerda la historia de sus inicios y explica cada paso a seguir para no sufrir de arcadas o náuseas.

“Hay que abrir un huequito en el cemento y dejar que el aire de adentro salga unos 10 minutos, pa’ que cuando empieces a sacar no recibas todo eso”, comenta. “Cuando al ataúd le entra el oxígeno se esfarata, luego de eso terminas de romper y halas el plástico que trae el ataúd con todo el esqueleto”.

***

26 de Mayo del 2019. Es el día de la exhumación a la que Jorge me invitó, nunca había estado en una.

—¡Ganchúa, ganchúa! Te está buscando una jovencita—. Grita otro hombre sepulturero en medio del camposanto. 

Mis afirmaciones acerca de los sobrenombres en los pueblos debe ampliarse. Es posible tener un apodo del apodo. Las posibilidades para La muerte rayan en lo cómico. 

A ambos lados del camino principal se extienden hileras de tumbas y capillas. Placas de mármol, cruces, estatuillas de ángeles y santos están en cada rincón del antiguo cementerio baranoero. Solo hay tres sepultureros en el viejo camposanto y uno en el nuevo.

Presenciando la exhumación están tres mujeres entre los 30 y 40 años hijas del difunto, una nieta de 11 y un hermano entrado en edad. Eran las 10 de la mañana cuando La muerte y su ayudante se toman el primer trago de ron que les brinda una de las hijas antes de comenzar a exhumar.

En Colombia, es culturalmente habitual asociar los actos fúnebres con la ingesta de estas bebidas. Ellos no necesitan la valentía que da el alcohol, Jorge ha sepultado más de cien cuerpos en su trayectoria y ha exhumado otros 50.

Los familiares inquietos y nerviosos, se toman otros tragos. Jorge empieza a hacer un pequeño hueco en la tumba del hombre. Flor de muerto y olor a formol impregnan el aire, el hedor es concentrado y fuerte.

El ayudante y La muerte no están usando tapabocas pero llevan guantes gruesos. Con concentración y maestría, sacan el esqueleto, movimientos mecanizados y precisos. Ya conocen cada hueso para no dejar dentro de la tumba ninguno. De repente, se escuchan los llantos desgarrados de las mujeres que observan, empieza a circular otra ronda de tragos. 

— ¡Muerte!, ¡muerte!— grita Antonio, el administrador.

— ¡Ay!, no digas así que me pongo nerviosa, no llames a la muerte aquí—dice una de las hijas, roja del miedo.

—¿¡Qué?!— Jorge responde sin levantar la vista.

—Es que a él le dicen así— le responde Antonio a la mujer.

La muerte realiza el proceso en el viejo cementerio de Baranoa.

El administrador llena unos papeles con el nombre del difunto y el número de la tumba, Jorge conoce perfectamente la información, todos los días se mueve entre epitafios y números de lotes. Antonio rectifica con la familia que el cuerpo esté completo y sea el correcto para ser entregado. 

Estando el cadáver ubicado en el suelo, guardan en bolsas los restos de la madera y la tela que cubría por dentro el ataúd. Jorge guarda en sus bolsillos las manijas de bronce que se usan para cargar el féretro.

—¿Por qué no botas eso?—bromea el ayudante.

—Este es el arroz, el rebusque.

La muerte tiene manos maestras, lo primero que separa es el cráneo, luego los brazos, y así parte por parte, desarma los restos. Extremidades como el fémur y la rótula son separadas por el largo, no caben en la caja de metal en la que reposarán los huesos de ahora en adelante. 

Para cumplir con este trabajo se necesita coraje, humildad, valentía, y tranquilidad. La subsistencia de Jorge en este mundo depende principalmente de la muerte de otros, y tan variable como es la vida, así mismo es depender de la muerte. 

Anécdotas que un exhumador — y enterrador— vive

Después de cuatro años los cuerpos sepultados pueden ser extraídos de sus tumbas, los restos son llevados a pequeños nichos o cremación si los familiares lo deciden. Una mañana cualquiera, La muerte tenía que realizar dos exhumaciones, una pareja de esposos que habían cumplido y sobrepasado el tiempo correspondiente.

Jorge y su ayudante empiezan por el hombre, de manera rápida, terminan de sacarlo, desocupan y limpian la tumba. Luego proceden con la mujer, tenía 9 años muerta, paso a paso inician la exhumación, todo transcurría con normalidad hasta que ven el cuerpo. 

La mujer estaba entera, la piel conservada y pegada a los huesos, tenía cabello y uñas, una especie de momificación que los ojos de La muerte jamás habían visto. Un caso particular entre las decenas de exhumaciones que había realizado. El nicho en que se encontraba el cuerpo era alquilado, no podían volver a meterla. 

—Bueno Jorge, te va a tocar picarla, ya no se puede quedar aquí—. Dice el ayudante 

—Bueno, compren una segueta. 

Jorge iba cortando y metiendo en la caja de metal, “como cortar uno una gallina”, —Jorge ha cortado muchas gallinas— eso sonaba, ‘track, track, track’.

La muerte de mis padres

En varias ocasiones, cuando los familiares empiezan a llorar, a Jorge lo abandona su compañero, él prefiere salirse del lugar y alejarse de la desesperanza que impregna el ambiente. A su ayudante la garganta se le hace un nudo y deja a Jorge con el deber.

“Me toca bajarme por la escalera a coger la mezcla y los ladrillos yo solo, no sirve pa’ esto”, expresa.

Cuando la muerte toca a tu casa, la valentía desfallece, el duelo invade cada espacio del cuerpo, las piernas flaquean y las lágrimas surgen.

No importa si tienes un trabajo común o tan particular como Jorge, si has visto un cadáver o más de cien. Nadie se pasa la vida preparándose para afrontar la muerte. Nos encuentra desprevenidos, ingenuos, vivos. 

—Le voy a decir, se murió mi mamá, yo no la tapé, se murió mi papá hace tres años, yo no lo tapé, no tuve valor pa’ taparlos—. Su rostro serio cuenta con la mirada perdida—. Yo me salí, le dije a otro sepulturero, tápalo y me dices cuanto vale—. Él conocía perfectamente el precio de sepultar—.Viéndolos allá dentro y tapando, no. 

Jorge conoce perfectamente ese momento, la hora indeseable en la que los familiares le dan el paso al sepulturero para empujar dentro de un oscuro cubículo de concreto, más que un cuerpo sin vida. 

En lo que va transcurrido del 2019, se han presentado 40 fallecimientos en Baranoa, los muertos se reparten entre los dos cementerios—nuevo y viejo—dependiendo si con anterioridad la familia compró su lote en la vieja necrópolis.

Desde hace 6 años La muerte no construye nuevas tumbas porque el lugar ya no daba abasto—Incluso él no tiene nicho—.

Como dijo el alcalde de ese entonces, Roberto Celedón: “se prohíbe morirse en Baranoa”. Por la falta de espacio, surgió el nuevo mausoleo. El pueblo está creciendo, aunque las muertes no se comparan a la de las urbes, es una cifra que ha aumentado. 

Cuando la muerte no se encuentra en el cementerio, solo hay dos opciones: está trabajando en una obra, empañetando casas y haciendo pisos ó está jugando fútbol; su pasión desde que tiene memoria, sus pies son hábiles como sus manos. Es domingo al medio día y se está preparando para su partido, un campeonato local en su categoría de edad. 

—El fútbol no me lo quita nadie— cuenta mientras observa otro partido.

Es rápido, diestro y juega como mediocampista y delantero. A pesar de sus años, tiene la energía suficiente para correr los 80 minutos. En esos minutos se camufla entre los 21 jugadores que están en la cancha, aunque le griten Muerte para mandarle un pase, es un hombre común, valeroso, fuerte, con un trabajo humanitario y curtido por los años. 

Todos los días, con novedades o sin ellas, La muerte camina ágilmente entre los estrechos pasillos del cementerio. Lee los epitafios inconscientemente, observa las flores azules, amarillas, verdes, rosas, artificiales y naturales. Las ve cada día, las acomoda.

Tiene el olor a flores y muerte en su ropa, en su nariz. El 26 de Mayo Jorge sumó otra exhumación a sus cuentas perdidas. En medio del pasillo principal estreché mi mano con La muerte, es una despedida. 

Sus manos son suaves. 

Ser sepulturero y exhumador es toda una historia envuelta en misterio cargada de realidad. Todos los días morimos un poco, a lo que llamamos vida es un frasco finito lleno de momentos que algún día se desvanecerán de las memorias. Sin importar que el desenlace sea el mismo, la vida sigue su curso.

Parte de la magnificencia de vivir, es finalmente, morir. 

La muerte siempre estará ahí, esperando. 

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