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Es difícil hablar de Colombia sin mencionar las sangrientas luchas que se han desgajado entre facciones antagónicas para adjudicarse la batuta de mando.

Por: Juan David Herrera

Es difícil hablar de Colombia sin mencionar las sangrientas luchas que se han desgajado entre facciones antagónicas para adjudicarse la batuta de mando. El poder político, entendido como la capacidad de movilizar sectores de la sociedad y acumular rentas, es el santo grial para aquel que su avaricia no puede es saciada. Sin duda, manejar los hilos del país es algo por lo que algunos están dispuestos a sacrificar sus convicciones y principios. La constante búsqueda de poder no parece tener taras, es feroz y ha integrado para sí mecanismos que trascienden los postulados democráticos, por lo que, tristemente, se ha normalizado la coerción como otro tentáculo de la política.

En este funesto panorama se mueve el acontecer nacional lo que desde luego brinda pocas esperanzas a una convivencia pacífica; los comportamientos disonantes de las esferas políticas se extrapolan a la ciudadanía que no escatima de usar los mismos métodos. Vivimos un frenesí encaminado a tener autoridad, dinero, prestigio y demás trivialidades que se desvanecen en el aire.

Esta coyuntura me lleva a retomar la pregunta realizada por Darío Echandía, dirigente liberal del siglo XX, ¿y el poder para qué?. Estamos graves como país si el ideal imperante desde las altas esferas políticas hasta la prole es tener poder para demostrar opulencia ante los desprotegidos. Es oblicuo aspirar a una posición elevada dentro de la pirámide social si desde ella no se trabaja para ayudar a quienes están debajo, sobran capataces de fachada y se carece de una verdadera comunidad comprometida entre sí.

Cuando el poder se concibe como status y no como deber social se pierde de vista su espíritu y se banaliza. Deja de ser una responsabilidad para clasificarse y someter a quien no lo posee. Debo aclarar, como siempre, que no concibo el poder de manera peyorativa puesto que hacerlo sería ignorar su naturaleza pero me opongo fervientemente a este si su condición sine qua non es no hacer uso de él para reducir las brechas sociales que nos acechan.

En “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”,Rousseau plantea dos tipos de desigualdades; una natural referida a nuestras características intrínsecas, unos bajos otros altos, y otra desigualdad artificial descrita como un constructo social que valoriza unas actividades por encima de otras. La segunda genera grumos que derivan en conflictos violentos. Por consiguiente, la función social de quien ostenta poder es contribuir a que las de las diferencias no se creen abismos que sean caldo de cultivo para la violencia. Desde luego hemos decodificado mal el mensaje, utilizamos las formas de reducir la desigualdad para acrecentarse más y se ha perdido de vista la importancia que la la política y el poder son para servir, no para buscar adulación.

El poder para ser aplicado, no monopolizado ni corrompido. El poder para ayudar a quien lo necesita. El poder para la paz. ¿El poder para qué?… para construir un país mejor.

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