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En el pueblo parece que todo transcurre a un ritmo particular. Las gallinas caminan lento, como si pensaran cada pisada con detenimiento antes de dar la siguiente; gotas de lluvia, más que recorrer, acarician con suavidad ladrillos de barro siguiendo una cadencia apacible y poco presuntuosa; las gentes se saludan con moderación, realizando leves ladeos de muñeca o extendiendo las comisuras de los labios mesuradamente.

Rafa no es la excepción. En su rostro, tono de voz y manías se observan los gestos de un hombre recatado y prudente, pero al mismo tiempo, el aroma  dulce-agrio a ron blanco que se escapa de su cuerpo le da un toque de vitalidad y desinhibición. Estas últimas características se revelan en todo su esplendor cuando el tema es hablar de música o, más aún, tocar música.

Se le pide que describa lo que siente mientras toca. No dice nada, en cambio sonríe y mira fijamente fotografías de sus estudiantes y compañeros gozando de la música en los terrenos baldíos próximos al pueblo.  Luego cuenta historias de su vida, de su padre, de sus hijos, de la que fue su esposa, de la enfermedad que padeció durante años. La nostalgia se adueña de su garganta y de sus ojos, hasta que un ‘bueno’ proseguido de un suspiro transforma su tristeza en una sonrisa de oreja a oreja.

El tema de conversación pasa a ser el motivo que lleva al redactor a su hogar.  Tambores; la amalgama perfecta entre árboles y animales. Pero más que tambores en general, su fabricación. Para el infortunio de quien teclea estas palabras, un proceso inexistente a finales de septiembre, debido a que la humedad ablanda las maderas y aumenta su posibilidad de pudrirse. 

Luego de la mala noticia, pasan cinco minutos en que Rafa habla sobre maderas y cueros, estacas y cabuyas, semillas y totumos. Se nota que el tema le apasiona, pero en más de una ocasión deja claro que su talento radica en el toque y la construcción, no en el discurso.

—Suficiente charla —dice Rafa mientras se acerca a una de las esquinas de la sala para sacar un par de maracas del interior de una mochila polvorienta y deshilachada.

Basta un impulso iniciador, para que sus manos hagan bailar al instrumento una danza predecible pero difícil de controlar; se hace necesario mantenerlas cerca al pecho, dominar su albedrío para que se manifiesten como sumisas a la voluntad del intérprete. Pero dicha disposición no es gratis, a cambio de su colaboración, las maracas exigen que quien las toque las dignifique con un goce palpable y observable. Por tal motivo, después de cada sacudida, arrancan sonrisas y aprobaciones guiadas por el asentir del rostro de Rafa. 

Al acabar, de la misma mochila saca una flauta de millo. Sus labios se posan alrededor de la lengüeta con una actitud firme pero delicada. Parece un beso; un beso entre adolescentes; un beso a escondidas; un beso embriagante, lleno de afán y deseo. Y mientras, los dedos brincan repentinamente, traviesos, como si el estar quietos los quemara, como si fueran una caricia que precisa del movimiento para mantenerse viva.

 

Triada de casualidades

Ay Rafa, si estás leyendo esto, debes saber que las casualidades y la suerte existen y que, para mí, pueden simbolizarse mezclando un tubo hueco de pitahaya, con carbón molido, cera de abeja y la tapa de una jeringa (materiales que componen una gaita). Semanas antes, mientras me quitaba la ropa mojada de agua salada, fue mi gaita tirada junto a una carretera la que me permitió conocer a tu hijo mayor,  entablar una conversación y enterarme de tu existencia. Esa misma gaita ayudó a que me reconocieras vagando sudoroso por el camino para llegar a tu casa en Corral de San Luis. Y finalmente, gracias a ella uno de tus estudiantes me hizo un chance en moto, permitiendo que mis pies recobraran la vida.

Pero ay Rafa, qué contradictorio que la brújula que me guía hasta tu puerta no te sea propia más que por herencia; tu papá fue tan buen gaitero como tú tamborero, maraquero y el millero. De él también sacaste el talento para fabricar tus juguetes. Porque cuando un músico toca se transforma en niño, un ser inocente y despreocupado, al que el tiempo para actuar le abunda y el de pensar le es escaso.

 

Llegada a la casa

—¡Téngalo! Esta es la entrada del Corral— dice un cobrador de bus mientras en tono ceremonioso extiende su mano izquierda para que una señora regordeta baje los escalones con mayor confianza— ¡Dele!

El silencio se declara amo y señor del ambiente luego de marcharse el vehículo. Solo se perciben los esporádicos silbidos de pájaros solitarios, el rechinar de insectos llamando a la lluvia y la suave brisa acariciando las hojas de olivos, trupillos y guayacanes. Un paraíso para el aventurero que busca alejarse de los estropicios de la urbe, pero, al mismo tiempo, un martirio para aquel cuya visita es más bien un encuentro planeado con antelación. Para este último, el toparse con la desagradable sorpresa de no tener señal en su teléfono lo desubica, preocupa, casi que hasta enfurece. 

La espera se hace eterna, los hambrientos mosquitos de septiembre insoportables y las fotos tomadas desde el estatismo se vuelven repetitivas. Dirigirse por un camino estrecho de barro y piedra china parece ser la única opción (o por lo menos la única que no involucra devolverse por donde se vino). Transcurren cuarenta minutos, treinta fotos de paisaje, dos serenos anunciantes y amenazantes, cinco motos ocupadas, quince vacas y una familia de cachacos dentro de una camioneta polarizada con el aire acondicionado a todo dar. 

La escena parece repetirse en un ciclo sin fin; los vehículos retornan en sentido opuesto, las nubes se pronuncian con moderación, las vacas rumian sin parar. Hasta que la monotonía es rota por el parrillero de una moto que se detiene a pocos metros.

—Desde que lo vi con esa gaita en la mano sabía que iba para mi casa. Mucho gusto, mi nombre es Rafael Mendoza— dice un hombre de poco más de cincuenta años mientras extiende la mano para saludar al redactor. —Hagamos algo, le mando a este man después de llegar a la casa. 

Efectivamente, sí iba camino a su casa y no, el tipo de la moto nunca vino por mí. Tardaría más de una hora completando el camino a pie si no fuese nuevamente por la gaita, debido a que un conocido de Rafa se ofrece a llevarme hasta la entrada de su cuadra luego de verme caminando con el instrumento en una de mis manos. 

Y sucedió lo que debía suceder. Charlamos, tocaste, tocamos, reímos y echamos cuento hasta que la sed se apoderó de  nuestras gargantas y los calambres de nuestras manos. 

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