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Por: David Castro R.

Las aguas del río Minca llegan heladas desde lo alto de la Sierra Nevada de Santa Marta. El agua es tan fría que mis pies se entumecieron a los pocos segundos de tocarla. Se escucha el fuerte caudal del río bajando por la montaña. Al frente, hay un acantilado de unos ocho o diez metros por donde el agua se precipita fuertemente. Estoy en lo alto de una cascada. Abajo, el agua se estrella rápidamente en una piscina natural de color verdoso a la que lugareños y turistas llaman Pozo Azul. A mi lado, con una gran sonrisa en el rostro, está El Caminante.

Todo empezó unas horas antes en Minca, un pueblo pequeño a 14 kilómetros de Santa Marta que le da el nombre al río. El Caminante, nunca le pregunté su nombre, está al lado de un
pequeño puente con una gran mochila a sus espaldas. Ve con curiosidad cada detalle del pueblo. A lo mejor se siente un niño descubriendo el mundo ante sus ojos. Ve a los
pobladores, la comida, las casas, los tiendas y su mirada finalmente se detiene en el río. Hay algo en el correr del agua que le llama la atención más que cualquier otra cosa. Con la
agilidad de un gato baja del puente y se acerca a la orilla del río. El caminante se agacha y con la cuenca de la mano recoge algo de agua. Luego se levanta y se quita la pesada mochila.
Se sacude el cuerpo. Antes de poder entrar, se escuchan, a lo lejos, gritos de: “No entres”, “Te va a llevar”, “Es peligroso”. El Caminante alza la mirada confundido, ve a las personas
que le gritan y les pregunta, en un raro español, porqée no puede entrar. Insiste hasta que alguien le dice que estuvo lloviendo la noche anterior y el río está crecido. Le dice también
que, si se mete, el río se lo va a llevar.

El Caminante recoge su mochila y sube de regreso al puente. Estando ahí, se apoya en la baranda del puente con sus dos brazos. Suspira largo y descubre, otra vez, el río Minca bajo
sus pies. Me acerco y le digo en un inglés raro: “Hey guy, do you wanna swim in the river?” Le digo que en Pozo Azul puede bañarse. El Caminante no dice mucho, solo sonríe y con un
estrechón de manos me da las gracias. Los dos, con las mochilas en los hombros, y el sol sofocando, caminamos la trocha hasta el lugar.

Caminamos durante dos horas; bajamos montaña entre árboles gigantes, llenos de aves, sapos, arañas y serpientes.. Hubiera podido durar la mitad de tiempo, pero El Caminante se
detiene cada pocos minutos observar detalles del camino. Su cabello es castaño claro y se lo cubre con una gorra de los Yankees de New York, su piel está roja por el calor. Tiene varios
tatuajes; en el brazo derecho, las piernas y la espalda. Son dibujos de animales. Un águila, peces Koi, un lobo… Alrededor de su cuello lleva varios collares, uno de ellos un rosario, y
una cámara fotográfica. Con esta última toma fotos cada vez que se detiene: a los árboles, a las aves, a las montañas a nuestro alrededor, incluso a mí de vez en cuando, pero mayormente
al río que desciende a nuestro lado como un recordatorio constante de nuestro destino.

Poco antes de llegar a Pozo Azul escuchamos el grito de una mujer mayor frente a nosotros. Pronto, varios niños que parecen ser hijos de la mujer corren y cogen varias ramas caídas. Se
agachan a un lado del camino y empujan y golpean a una pequeña serpiente, delgada y verde que se encontraba sobre unas hojas cerca de la mujer. En ese momento, la sonrisa del
Caminante desapareció. Él deja su mochila a un lado y corre hacia los niños que, al verlo, dejan a la serpiente y se van corriendo del lugar. El Caminante sin rastro de duda agarra al
pequeño animal con sus manos y me pide que le tome una fotografía. Con algo de temor, que a él le causa mucha gracia, le tomo varias fotos. En ese momento, El Caminante sube un poco
su camisa y veo que también tiene unas escamas de serpiente tatuadas en su vientre.Dejamos a la serpiente en un árbol y seguimos con nuestro camino. 15 minutos después llegamos a
Pozo Azul.

Pozo Azul es un lugar más verde que azul. El agua transparente y arriba, en el cielo, pocas nubes. El Caminante me dice que sostenga su mochila y mira el agua del río. Salta. Se
sumerge en el agua y los peces Koi tatuados en sus piernas parecen cobrar vida. En el lugar solo se escucha el rumor del agua y el ruido de su risa. Y a lo lejos una cascada…
El agua es tan fría que mis pies se entumecen a los pocos segundos de tocarla. A él el frío parece no importarle. El Caminante está escuchando, igual que yo, el ruido del agua al estrellarse con las piedras. El río baja desde tan alto, que el sonido del agua parece salir del cielo.

El caminante comienza a referirse a mi como “guía”. Me pregunta si quiero subir. Que si quiero escalar un acantilado de diez metros por donde baja con fuerza el agua del río.Yo, con
la piel erizada, no quiero escalar, pero él ya está subiendo y me convence. Me descubro, minutos después, mirando la piscina natural de color verdoso a la que, conversando con El
Caminante, decidimos llamar: Pozo Verde. Él ve el vértigo reflejado en mi rostro, así como yo veo la alegría reflejada en el suyo.

Me toma de la mano muy fuerte. Transmite seguridad. Sus ojos brillan de la emoción. Su cabello castaño es libre de la prisión de su gorra y le llega casi hasta los hombros. Las escamas de su
vientre suben y bajan por su respiración agitada. A lo lejos están nuestras mochilas abandonadas. En un segundo, que pareció eterno, saltamos, respiro fuertemente, cierro mis
ojos, siento la mano de El Caminante temblando de la emoción… y nos recibe Pozo Verde.

Ambos salimos del agua riéndonos como locos ante la mirada preocupada del resto de personas. Según nos dijeron, demoramos casi un minuto dentro del agua y todos creyeron que
nos habíamos golpeado con el fondo del río. No recuerdo que hubiese durado tanto. Recogimos nuestras mochilas y nos fuimos del lugar. Durante el camino de regreso, El Caminante me cuenta un poco de su historia en un spanglish que nos causaba mucha risa. Lleva casi un año recorriendo toda américa a dedo, sin casi ningún dólar, si necesitaba alguno llamaba a su familia y estos le enviaban los suficientes.

Empezó su viaje en su hogar, Estados Unidos, y había bajado por toda Centroamérica hasta llegar acá a Colombia. La mayoría de las veces le ha tocado llegar a sus destinos caminando,
no puedo negar que al escuchar su historia siento algo de envidia. Su deseo es seguir viajando hasta la Patagonia y luego al resto del mundo. No tiene ningún plan para llegar hasta allá. Ha
improvisado todo el camino hasta ahora y así lo iba a seguir haciendo. Él agarra su cámara y se tomó una última foto conmigo, su “guía”. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Él agarra
su cámara y se toma una última foto conmigo, su “guía”.

Muy pocas veces en la vida se pueden encontrar a personas como El Caminante. Personas que todavía tienen un niño en su interior y disfrutan la vida al máximo. Sin temores y llenos
de pasión. Es una vida difícil, eso es seguro, pero él la disfruta enormemente. Su sonrisa sincera me lo dice. La última vez que lo vi estaba subiendo la montaña con la luz del atardecer para descubrir
que había aún más arriba. Durante un momento pensé en preguntarle su nombre, pero decidí que nuestra amistad trasciende esos detalles. Algún día regresaré y veré las cosas que él vio el
resto de aquel día ya lejano. Mientras tanto, solo puedo dedicarle los versos de una canción…

Somos una casa periodística universitaria con mirada joven y pensamiento crítico. Funcionamos como un laboratorio de periodismo donde participan estudiantes y docentes de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte. Nos enfocamos en el desarrollo de narrativas, análisis y coberturas en distintas plataformas integradas, que orientan, informan y abren participación y diálogo sobre la realidad a un nicho de audiencia especial, que es la comunidad educativa de la Universidad del Norte.

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