Por: Steffy Lorens Riquett Bolaño
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El intenso zumbido de las moscas es la razón detrás del nombre del barrio. Ella son las dueñas de la zona. Revolotean por donde quieran: en las calles de tierra, en el interior de las casa, en los platos con comida y sobre la basura a la intemperie. A los habitantes de Villa Mosca hace mucho tiempo dejó de importarles esta plaga. Y no precisamente por gusto o conformismo, sino porque allí las moscas son el menor de los problemas.
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Villa Mosca recibe a sus visitantes con un arroyo colmado de basura, animales muertos, heces fecales y agua de alcantarilla de los barrios aledaños. En este espacio, los insectos se deleitan con los olores fétidos y los cadáveres de animales son devorados por los gusanos. Hay un puente improvisado por la misma comunidad por donde las personas deben transitar con la nariz tapada y las manos agitándose fuerte par espantar las moscas.
Arroyo de Villa Katanga. Barrio Villa Mosca. Soledad, Atlántico
Pero hace unos minutos, nueve calles arriba, a pesar de haberme recomendado que no llevara nada llamativo, Juan Carlos Fontalvo -la persona encargada de acompañarme al barrio- se presentó con una bermuda amarilla y un par de zapatos rojos. En el trayecto rumbo a Villa Mosca, el electricista y habitante del sector recordó aquel mes de 1995 cuando comenzaron a llegar los primeros pobladores de bajos recursos y desplazados por la violencia. Lo único que buscaban era un terreno donde construir sus viviendas. Hoy, veinticuatro años después, no solo lograron apropiarse de los terrenos, sino también consolidarse como una de las invasiones más olvidadas del municipio de Soledad.
¡Que no haya brisa hoy!
A mano izquierda del puente, una señora trabaja con su máquina de coser bajo un polisombra que cubre la terraza de un taller de carpintería. Es Norbellys Velaide, una manicurista retirada que ahora ayuda a su esposo a tapizar muebles. Hace dos años vive arrendada en un pequeño apartamento al borde del arroyo cuya primera mitad amenaza con caerse y al resto le sale una grieta todos los días. El techo está hecho con viejas láminas de zinc y el piso, que antes era antes de tierra, ahora está remendado con pedazos de baldosas de diferentes formas y colores.
- El dueño del apartamento no se da cuenta que estas ya no son rajas sino zanjas. Yo puedo remendar el piso, pero ¿y las paredes? Nos irán a caer encima.
Vivir cerca del arroyo le llena la casa de plagas. Las ratas y mosquitos azotan su hogar a cualquier hora y por cualquier agujero. Le dañan sus pertenencias; le hacen ronchas en la piel. Norbellys manifiesta que muchas veces han llegado empresas a realizar estudios del terreno; empresas que se van y nunca vuelven. Para ella y su familia, el arroyo no representa un punto de referencia; es un dolor de cabeza que cada político nuevo promete resolver.
En medio de tanto descontento, Norbellys explica que el motivo de su larga estancia en el lugar se debe a que “Los arriendos están muy caros y la situación económica no da para mucho”. La mujer prefiere encerrarse en su apartamento las horas que sean necesarias con tal de no aguantarse el olor. En su rostro se percibe la resignación de sus palabras. A pesar de eso, Velaide siempre intenta adaptarse a las situaciones. Hace unos días, por ejemplo, colocó un árbol de navidad en la esquina de su mesón destruido y guindó un par de luces en el techo de su humilde sala. Pero ni eso pudo disfrutar. Las luces y los demás electrodomésticos del hogar se averían cada vez que se dispara el voltaje.
Este problema es bastante común en el sector. Al revisar la rendición de cuentas de la empresa Electricaribe para el período 2019, en la Costa Atlántica se realizó la instalación de 786 transformadores y 8 nuevos circuitos eléctricos. Pero ninguno de ellos fue designado a Villa Mosca. El barrio recibe su energía por el programa “Electricaribe Mercados Especiales”, una opción de servicio para lugares catalogados como subnormales.
La brisa acaba de traer un olor tan fétido que logra interrumpir la conversación. Norbellys saca un trapo de su bolsillo y se lo lleva a la nariz. Se rasca las piernas con fuerza y se despide. Ella debe continuar con su trabajo para poder subsistir.
¡Que no aparezca el comején!
Al dar media vuelta vemos un par de casas de tabla al borde del arroyo. Nos sorprendemos. Pasamos El Camino de las Once Llantas, como es conocido, y terminamos en la casa de Nellys Hernández*, una joven que ha vivido diecinueve años en el barrio. Aquel panorama no tenía nada que envidiarle a cualquier definición de pobreza: pedazos de madera hechos paredes; ropa recién lavada tendida sobre cuerdas; niños corriendo desnudos con ronchas en la piel y un hombre fumando marihuana bajo el sol de las tres en punto de la tarde.
De pie sobre el fango, Nellys me explicó que en una de las piezas vive ella, su esposo, su madre y su bebé; en la otra vive el resto. Noté que el resto eran las cinco personas que jugaban cartas en la misma mesa donde reposa un bebé desnudo metido en una bañera con una almohada: la hija de Nellys. Un par de moscas caminan sobre su piel reseca. La madre confiesa que la niña en ocasiones se ha enfermado de fiebre por cinco días. Tímida y confundida, Hernández puede contar con sus dedos las veces que la ha llevado al médico.
Nellys me contó que nunca ha escuchado una noticia sobre un plan de vivienda por parte de la Alcaldía. Si alguien de esa entidad se acercara a explicarle que en la Constitución colombiana existe el Artículo 51 donde se impone que “Todos los colombianos tienen derecho a vivienda digna”, tal vez ella y su familia pudieran ver un camino diferente a las once llantas. El alcalde debería saber que mientras adelanta su proyecto para la entrega masiva de titulación de propiedades, hay un barrio en Soledad que está sumergido en la miseria a causa de la negligencia del Gobierno.
Volvimos a cruzar las once llantas dejando atrás aquel escenario para adentrarnos en la segunda calle. Fue allí donde nos percatamos que lo visto hasta el momento solo era la humarada de un gran incendio.
¡Que los niños no los vean!
Aunque Juan Carlos había trabajado en la zona durante nueve años, todo rostro desconocido dentro del barrio representa una señal de alerta. Aquel ambiente solo transmitía dos cosas: miedo y tensión. Un atraco y un balazo eran igual de probables. Mi acompañante, por ejemplo, había sido víctima de robo en seis ocasiones diferentes. El hombre recuerda todas las veces que entró a cobrar recibos de luz y salió con una amenaza de muerte encima. Villa Mosca solo necesita cinco cuadras para ser catalogado zona roja. Es un barrio pequeño, pero caliente.
Carrera 17D con Calle 49. Barrio Villa Mosca, Soledad
Sentí el quemón al bajar por la segunda Carrera. El color de las pinturas en las paredes lucía tan deteriorado como los rostros de la gente. De lado y lado habían apartamentos de cuatro metros de frente hechos con láminas de zinc, tablas o bloques. Era como si la cuadra se dividiera en sí misma por estratos socioeconómicos mientras los carromulas parqueados en las terrazas revelaban cuál es el trabajo promedio.
Veo a un hombre con camisa roja y gorra negra acercarse a un apartamento. Mete un billete de cinco mil entre los calados. Espera unos segundos. Una mano huesuda aparece agarrando una bolsa de perico. El hombre silencioso sigue su camino. No fue necesario que alguien se asomara. Los consumidores ya conocen cómo son los movimientos en las ollas de microtráfico. Poco a poco Villa Mosca me mostraba una cara cada vez peor.
Todas las problemáticas del lugar podían reflejarse en la encuesta de Percepción Ciudadana del 2018 realizada por el proyecto “Soledad Cómo Vamos”. Los resultados arrojaron que en este municipio la inseguridad encabeza la lista con un 77%, seguido por la drogadicción con un 65%, luego las pandillas con 26% y por último el tráfico de drogas con un 25%. Si la encuesta se hubiese realizado solo en Villa Mosca, las cifras serían el triple. Pero nadie escucha el zumbido de las moscas. Ni siquiera internet ofrece información del barrio. Lo único que aparece son
tres noticias de homicidios y dos viejos reportajes sobre las pésimas condiciones del lugar. Ninguna página de las entidades estatales arroja resultados en la búsqueda.
“Cómo ya te diste cuenta aquí viven muchos carromuleros, recicladores y también… Ajá, tú sabes. Las drogas que nunca faltan” Expresó Juan Carlos mientras le agitaba la mano a un hombre descamisado que preparaba su pick up con una gran cadena plateada enganchada en el cuello. Tres niños simulaban con una caja de cartón estar montados en un carro. Al frente de ellos, una pequeña estaba sentada en un banco con una vitrina de fritos al lado. A unos metros de ella, el hombre de camisa roja y gorra negra aspira el perico que acaba de comprar.
Carrera 17D con Calle 49. Barrio Villa Mosca, Soledad
La música de un carrito de helados a quinientos pesos se escuchó venir del fondo del callejón. Me detengo un momento a estornudar y la cabeza de un caballo se me atraviesa de frente cuando abro los ojos. Me espanto. Un niño de aproximadamente once años lleva al animal amarrado de la quijada hacia donde estaban los carromulas. El niño le entrega el caballo al mismo hombre con camisa roja y gorra negra mientras un “Pa´, regalame doscientos pesos ahí” se escapa de sus labios.
¡Que las pandillas no te escuchen!
A lo lejos vimos a una señora con bata verde, pies descalzos y un balde en la mano, Hilda Raquel Bermudez*, madre y abuela. Pasamos a la sala para hablar con mayor tranquilidad –“Es que allá afuera uno no puede decir algunas cosas”- Susurró. Su mirada no se despega de la ventana. Vigila que no venga nadie.
En la sala de la vivienda hay un colchón, una nevera, un televisor de antenas y un cuadro con la foto de un joven. El piso es de tierra y los escombros rellenan algunos huecos del suelo. Veo moscas reposar sobre los bloques grises de las paredes y unas cuantas cortinas servir como división para los cuartos. En un rincón de lo último del apartamento se encuentra la pequeña cocina -que también es patio- con un par de pollos que no eran criados como mascotas. Ese pequeño detalle representa los retazos de la vida rural de las familias de Villa Mosca.
Los cinco hijos de Hilda Raquel* vivían en el mismo callejón hasta el domingo 2 de noviembre del 2014 a las seis en punto de la tarde. Ese día solo quedaron cuatro. Al menor de la familia lo mandaron a llamar en la iglesia del barrio donde la muerte lo esperaba con un solo tiro. –“Él estaba aquí sentado y salió. A las siete fue que llegó la noticia de que me lo habían matado”- Los ojos de Hilda se aguaron. Su mirada se despegó de la ventana y se dirigió al cuadro que aún conserva con la foto del difunto joven en la piecera de la cama; la misma cama donde se duerme viendo el rostro de su hijo todas las noches.
Vivienda de Hilda Raquel*
(Nombre modificado por seguridad del entrevistado)
Hilda Raquel recuerda que hace veintidós años el barrio era feo, pero tranquilo. Ahora dice que es feo e inseguro “Aquí vivimos con mucho miedo. No sabe uno cuándo van a hacer un tiro”. Me confesó que también le habían matado un nieto, el hijo de veinticuatro años de Alba Luz Martínez*. Lo mataron de dos disparos en el mes de septiembre. El homicidio se le atribuye a un hombre de la misma comunidad. Aquel joven era uno de los que aparecía en las tres noticias de asesinatos sobre el barrio.
¡Que alguien los lleve al colegio!
Atravieso el callejón. Los niños me miran con curiosidad. Más de siete rostros de entre cuatro y quince años aparecen de los cuartos. Todos son familia. No saben leer ni escribir. Ninguno estudia. Solo una niña de once años afirmó que asistía al colegio. Sin embargo, el nombre de Institución no logró ser recordado por nadie. Los niveles de escolaridad de la zona son bajos. El analfabetismo muy frecuente. Los niños se veían vulnerables y los padres resignados.
En la familia Cabrera*, las adolescentes tienen hijos o están embarazadas. Las madres se quedan en las casas a esperar que lleguen sus parejas con el dinero que se hagan en el día. Algunas de ellas también esperan a los hijos que van a trabajar con sus padres. La mayoría de hogares son disfuncionales. Martha Cabrera* afirma que la policía solo puede entrar a la cuadra cuando hay violencia intrafamiliar o peleas entre vecinos. Cada vez que esto ocurre, un uniformado dispara al aire para calmar el disturbio y los niños corren a esconderse debajo de las camas. Una bala perdida puede caerle a cualquiera de ellos.
Familia Corrales. Barrio Villa Mosca, Soledad. (Apellido modificado por seguridad de los entrevistados.
Una gran rata aparece en la mitad de la sala. El perro comienza a ladrar mientras los gritos de los niños se escapan por el techo ausente de la mediagua. Corremos a la terraza De nuevo en el callejón le hago señas a Juan Carlos para continuar el camino. Él me detiene de un halón. Hilda, Alba y la familia Cabrera me miran preocupados. El electricista me explica que el fondo del callejón se parte en dos caminos: uno al atraco y otro al balazo. Para poder llegar más lejos es necesario dejar que te revisen, y no por seguridad. Fontalvo se niega a continuar. Villa Mosca comienza a convertirse en el barrio peligroso e impenetrable del que la gente habla.
A las cinco y treinta de la tarde debes salir del barrio. Hilda saca una tranca y se la pone a la puerta. Los niños de la familia Cabrera regresan a jugar debajo de las vigas del techo. El hombre descamisado ya no está. Ahora solo suena la champeta ´La Muha´ en su pick up. Mis hombros logran relajarse de la tensión. Juan Carlos Fontalvo acelera su paso. Norbellys se ha encerrado. Nellys recoge la ropa de los alambres. Vuelvo a escuchar el zumbido de las moscas sobre mi cabeza. Las espanto. La inoportuna brisa aparece de nuevo. El olor me recuerda dónde estoy. Atravieso el puente donde se pierde la esperanza. Mis oídos escuchan cómo los susurros de auxilio se mezclan con el zumbido de las moscas. Me voy con la idea de que el barrio es todo menos un simple basurero. Aquí hasta las moscas piden ayuda.
BZZZZZZZ. BZZZZZ. BZZZ…