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Por: Steffy Lorens Riquett Bolaño 

A las siete en punto de la noche, el cielo que cubre la Catedral María Reina de Barranquilla se pinta con luces verdes y moradas. La prédica del sacerdote se escapa por las puertas de la iglesia. Las mismas por donde, segundos después, sale una joroba hecha hombre. Usa pantalón gris, zapatos rojos, gorra azul y una camisa blanca con un Judas Tadeo estampado. La cara arrugada; cansada. En las manos lleva cada una de sus pertenencias: un saco y un palo hecho bastón. En la espalda carga el peso de su edad. Le extiendo un saludo. Me lo devuelve con amabilidad. Luego de preguntarme hacia dónde voy, nos percatamos que nuestros caminos coinciden. Sonreímos. Ahora transitamos por la misma acera y hacia el mismo destino.

Soy Rafael Oquendo Lopez. Nací en Venezuela en el año 1948, el mismo año de la muerte de Gaitán. Lo que más me interesa es la  la geografía, los boleros, la historia patria y el fútbol. A mis setenta y un años ando con un palo de escoba y un saco donde guardo los materiales que reúno para vender en alguna chatarrería ¡Qué ironía! Estudié Comercio Exterior para terminar comercializando papeles. Aunque no siempre utilicé un saco para trabajar. Hace un par de años tenía una carretilla donde llevaba todas mis pertenencias, pero me la robaron. Me la robaron las mismas personas que me saludan por las mañanas desde otro peldaño de las escaleras. Me gusta llamarle hogar a esas escaleras; las del Centro Comercial Único. En ellas paso la noche con mi espalda pegada al cemento y mi pellejo retorciéndose del frío. A mi me gusta andar solo. Solo y rápido. Toda la vida lo he hecho, aún cuando no tenía un cuerpo deforme, ni el peso de la vida sobre la espalda. 

– Ve, ¿tú sabías que Bolívar y la Pola andaban en cuento? ¡Jum! se encerraban y que a hablar de la de Independencia, pero con los labios muy cerquita. 

Hoy me senté a escuchar dos misas y a esperar que me dieran la limosna. El sacerdote y la gente de la iglesia siempre me dan limosnas. Con eso compro el desayuno del día siguiente. Ahora no compro comida porque voy a una panadería donde me regalan un vaso de avena y un pan de quinientos todos los domingos. A mi me toca caminar solo y desde donde esté para buscar mi vaso de avena y mi pan de quinientos. Si no camino, no como. Y como caminar no me molesta, pues yo lo hago. 

Mi hija vive en Venezuela; ella nunca me preparó una avena. Tampoco se acuerda de mi, ni me llama. Pero yo no soy resentido. A mi me gusta venir a la iglesia para pedirle perdón a Dios por mis pecados. Tengo tres crucifijos guindados en mi cuello: uno por el Padre, otro por el Hijo y el último por el Espíritu Santo. La camisa que llevo también me la regalaron en la iglesia. Tú no me vas a creer pero antes de que me robaran una carretilla que yo tenía, trabajaba como pintor. Pintaba muebles… neveras… mesas… ¡Ja!  ¿Te la había creído? Ojalá fuera yo pintor. No tendría que andar con este saco todo el día. Porque pesa bastante, oíste. Bastante es bastante. Agarra… ¡Ah, sí viste! 

 

  •  ¿Tú sabías que el caballo de Bolívar era blanco como la nieve? Aguantó recorrer América Latina de punta a punta ¡Era un teso ese animal! Yo ahora parezco ese caballo cargando peso de punta a punta en Barranquilla ¡Ja! 

 

Pero mucho antes de ser pintor, cuando recién llegaba a Barranquilla en 1977, yo trabajaba descargando canastas de gaseosa. Ahí fue donde me jodí el cuello pa’ toda la vida. Eran las doce en punto de la tarde. Yo me preparaba para ir a almorzar. Me mandaron a organizar las últimas canastas de gaseosa de la bodega y ¡Zaz! se vino toda esa vaina abajo.

Me cayeron varias canastas sobre el cuello. Me desnuqué. El cuello se partió. Yo no sé cómo no me maté. Recuerdo que sentí, lo escuché tronar como cuando partes un palo y después ya no te acuerdas de nada. Después… al tiempo…  me comenzó a salir esta joroba; por el mal tratamiento. Y como no tenía -ni tengo- plata para pagarlo, pues me tocó quedarme así. He perdido mucho por ese accidente: familia, amigos, trabajo y hasta la felicidad. ¿Tú crees que es justo que yo no pueda ver el cielo? No puedo ni rogarle a Dios con la mirada. También tengo la mandíbula deforme; a veces me canso hablando y debo agarrarla y moverla. La gente me mira raro, pero como ninguno me da de comer, a mi no me importa. Y fíjate que con toda esta incomodidad yo aún sonrío cuando debo hacerlo. Fue difícil ver cómo crecía este morro todos los días, pero ya que. 

Al llegar a la Panadería Olaya Herrera, la dueña y el domiciliario lo reciben como de costumbre: manos extendidas para ayudarlo a subir los escalones, un silla, una mesa, un vaso de avena y un pan de quinientos recién sacado del horno. Rafael ahora extiende sus manos y festeja las jugadas del partido de fútbol que se transmite por televisión. Su historia de vida pasa a un segundo plano. Ahora solo importa la cena, reposar sus pies y que Junior haga un gol. La administradora le pregunta que si había ido a misa y que adónde iba ahora. Él, sin despegar los ojos del televisor y la mano de su mandíbula, responde con paciencia: “Sí fui.  Y ahora voy para donde me lleven los pies”  Conocen a Rafael desde hace meses, sin embargo, nunca lo habían visto con alguien más. Se acerca disimuladamente y me pregunta si yo sé qué le pasó en el cuello. Le cuento a medias. Se sorprende. Ella juraba que él había nacido con esa particularidad en su espalda.  Ahora sus ojos reflejan lástima, esa que el señor Oquendo siempre quiere evitar. 

Con setenta y un año, la muerte ya parece tocarle la joroba con dolores y molestias. La calle se hace cada vez más incómoda y la soledad comienza a aflojarle un par de lágrimas en las últimas bancas de la iglesia. Rafael quiere que lo entierren en los cementerios de las montañas de Venezuela. Que le coloquen una bandera de Colombia, un libro de la historia patria y un balón de fútbol. Que vaya su hija y el cura. Él dice que lo que le reconforta de imaginarse en un cajón en el que “tendrá una almohada y la oportunidad de ver el cielo con los ojos de su alma” Que en el cielo no hay dolor y las aceras ya no serán de cemento sino de oro. Mientras tanto, Barranquilla debe continuar escuchando el tap, tap de sus pasos y la panadería Olaya Herrera sirviendo un pan de quinientos con un vaso de avena todos los domingos.

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