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Por: Selena Gonzalez

Lo que menos le gusta a Digna de su vejez son sus achaques. Hay días en los que se dedica a sobarse sus pies adoloridos con aquellas manos arrugadas y ahora más débiles, que le recuerdan el paso del tiempo. Hay otros en los que discute con sus hijos por un puesto en la cocina o por querer sacarlos a todos de ahí, como solía hacerlo en el pasado. Y se enoja mucho al ver que no puede hacerlo, al menos ya no con la misma tenacidad. Como cuando era niña y ayudaba a su mamá a vender queso y suero en Ciénaga de Córdoba, su pueblo natal. Ya nada es igual, ni ella, ni la cocina, ni esa casa.

Va pasando el tiempo y se pierden objetos, recuerdos, amores, sueños, personas y, en su caso, casas. Hace mucho tiempo un hombre pudiente le pidió a su esposo que le cuidara sus terrenos y que a cambio lo dejaría vivir ahí con su familia. Él aceptó e hicieron de ese lugar su hogar. Tenían la ventaja de que quedaba junto al río Magdalena y como aún no había acueducto, les ayuda para subsistir. Otras veces cuando llovía, también recogían el agua. Además, tener el río cerca les permitió tener animales de granja como vacas y gallinas que, aunque eran un poco ruidosos y tercos, les sirvieron como una fuente de ingresos.

La señora Digna crió y vio crecer a sus hijos y a los hijos de ellos en ese lugar. El tiempo pasaba y veía, de lejos, cómo poco a poco la ciudad y su gente iban cambiando.

Se adaptaron a vivir  ahí: no resultaba un sitio extraño o externo. Así que empezaron a hacerlo suyo, arreglaron la casa, la acomodaron a su gusto, nuevas baldosas y más pintura.  La casa se convirtió en el epicentro de todas las celebraciones o encuentros de la familia, los más pequeños casi ni recordaban haber vivido en un lugar diferente a ese y en el álbum familiar una buena parte de las fotos habían sido tomadas ahí. Era un sitio importante; al fin y al cabo, era la casa de la abuela

Y cuando todo parecía marchar con tranquilidad y ya casi olvidaba que era un espacio ajeno, por mucho que se hubiesen apropiado de él, llegó otro hombre pudiente alegando que esos terrenos le pertenecían. Todo en la casa empezó a desestabilizarse. En ese momento el lugar tenía dos supuestos dueños y ninguno de esos eran ellos.

Entonces hubo una lucha entre los dos hombres pudientes por el lugar. Y como es natural, la familia fue la principal víctima. Les dijeron que se fueran de ahí pero ellos, que ya se habían acostumbrado al lugar, se negaron. Alegaron que por ley tenían derecho a estar ahí por los muchos años que habían vivido en la casa. Hoy, la señora les cuenta a sus nietos que llegaron a usar incluso brujería para sacarlos porque gran parte de su ganado murió y a sus hijos no les iba bien en lo que hacían. El ultimátum llegó cuando amenazaron con matar a sus hijos…y, sin más pelea ni resistencia y haciendo honor a su nombre, la señora Digna decidió irse.

Quiere tanto a sus hijos, que abandonó su casa para protegerlos. Y ellos mismos fueron quienes después se esforzaron para construirle otra. Y ahora, después de mucho trabajo, la abuela Digna tiene su propia casa y, aunque ya no está cerca del río ni tiene vacas o gallinas, es suficiente para ella. Lo importante es que sabe que pase lo que pase tendrá un lugar donde enfrentar sus achaques y ver cómo sigue pasando el tiempo, acompañada de sus hijos y nietos.

Foto: Cortesía.

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