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Por Samuel Smith Méndez

Son las 4 am y seguimos vivos. ¿Quién nos habrá dado tiempo extra?

La aguja del pequeño reloj incrustado entre una imagen esculpida de peces y caracoles amarillos, que cuelga en la pared de la sala, anda como si no quisiera avanzar más y algo la empujara. Marca un sonido cadencioso que suena seco y cansado. Detrás de él y casi pisando la tonada, está el sonido de cada gota que cae del grifo averiado de la cocina. 

Esa es mi melodía cada vez que me siento en la sala sin propósito a recibir la brisa fresca nocturna que filtra mi ventana y trae el sonido del rozar del follaje de los árboles que da una impresión al sonido de la lluvia.

—¡Ay reloj! ¿Por qué no te detienes de una vez y dejas ese ruido agonizante? Tan agonizante como el pasar de los días en esta cuarentena. 

A veces pienso que si pudiera adelantar el tiempo lo haría, pero no sé si esto será peor después; o retrocederlo, pero muy atrás, antes de que esto empezara. Ni pa’ allá ni pa’ acá. Cierro mis ojos.

¿El fin del mundo?

Un día hablábamos en los pasillos de la universidad sobre una gripa extraña que estaba infectando a mucha gente en una ciudad de China. —¿China? Eso está del otro lado del charco. Primero se acaba la corrupción en Colombia a que ese virus llegue acá—. Al otro día, la corrupción había incrementado y ya el virus estaba en Bogotá.

¡Qué verraquera con ese virus! Las noticias ya no hablaban de nuestro presidente revolcado en el lodo de la ‘ñeñepolítica’ sino del coronavirus.

La cifra de fallecidos en varios países del mundo nos hizo sentir a todos que este era el fin de la humanidad. Tal vez no, pero lentamente nos quitaba lo que nos hace humanos. Ya no nos podíamos abrazar, ni besar, ni saludar afectuosamente. Se inventaron los ‘codazos’ y yo opté por una venia asiática. Le daba más legitimidad a la nacionalidad del dichoso virus.

La universidad suspendió las clases presenciales para que nos quedáramos en casa. Empezamos a estudiar virtual y mientras la cifra de casos en Colombia lentamente crecía, el Gobierno decretaba un confinamiento nacional. 

La soledad de las calles de las ciudades se comparaba con el terror que viven los personajes de la película ‘La Purga’. Todos encerrados mientras afuera hay un enemigo silencioso que con sigilo se acerca para hacer daño.

Al principio de la pandemia vivía informado hasta del más mínimo detalle en todos los medios de comunicación digitales y televisivos que pudieran existir. Como periodista quería mantener informado a los más de 90 contactos de mi WhatsApp que veían mis publicaciones de estado diarias. No podía creer lo que estaba sucediendo. Pero cuando las cifras aumentaron me desconecté de todo.

Perdí mi segundero

No dejo de observar lo que sucede a mi alrededor ni lo que sucede dentro de mí. Cuatro paredes blancas que encierran un calor desesperante, casi como el de un horno crematorio, han sido mi refugio de aislamiento. Es una caja vacía tanto por fuera como en mi interior.

Las primeras tres semanas no vi la luz del sol. Perdí la noción del tiempo y no sabía dónde el día le entregaba el turno a la noche. Para mí siempre era de noche sin luna ni estrellas. Hasta el reloj negro que abraza mi muñeca izquierda perdió su segundero y marca siempre las 5:15. Aún lo uso para que adorne mi brazo.

Empecé a sentir que cuando me sentaba, algo me estorbaba entre las costillas y mi cintura. —Tenía que dejar de comer de noche y empezar a ejercitarme—. También dejé de usar mi almohada porque mi cabello ahora me hacía parecer un micrófono gigante. 

Afuera hay confusión e incertidumbre. Ver las calles de Soledad desde mi terraza a veces es deprimente. Parece un pueblo fantasma, y más en esas tardes que Electricaribe hace su gracia. Todo queda oscuro y un silencio inusual invade a este municipio picotero. 

—Ese de ahí es un planeta— señalo con mi dedo el lucero que irradia más luz y le explico a Edgardito, mi amigo e hijo de la dueña de la casa donde me hospedo.

—¿Tú como sabes, ey? —

—Papá me lo decía desde pequeñito —

Estábamos sentados en el andén frente a la casa, mientras mirábamos el firmamento por encima de las siluetas grises de las casas y los árboles.

—Lo positivo de que se vaya la luz es poder ver las estrellas —, dijo mi amigo.

—¿Sabías que las estrellas y la luna no tienen luz propia? —, le pregunté.

—¿Y entonces por qué alumbran? —

—Solo reflejan la luz solar —

—¿Ahora cómo te digo, el astrólogo? — replicó mientras hociqueaba.

—No. El astrónomo porque no estoy adivinando. Tú verás si me crees —

Y ahí entre compartir conocimientos y cosas inútiles se fue deslizando la noche. Terminamos tirados en el piso con el zumbido de los mosquitos en nuestros oídos hasta que cada golpe en el suelo de un mango al caer interrumpía, como un disparo de una pistola de fogueo que marcaba el inicio de una carrera repetitiva entre los dos para quedarse con el dulce fruto. 

—¡Llegó la luz! — 3 de la mañana y a dormir.

Esas noches oscuras contrastan con otras en las que la gente se acuerda de Dios, encienden una vela en la puerta de sus casas y entonan alabanzas en sus altoparlantes. No sé si lo hacen por el miedo que les infunde la pandemia o porque en realidad se arrepienten de sus pecados. Sea lo que sea, revive la esperanza.

Fuera de la jaula

Decidí salir de mi reclusión voluntaria. Mi piel morena ha ido desapareciendo. A veces me asfixia la soledad en mi habitación. —¡No más! —. Empecé a dar clases de inglés a una amiga que vive a una cuadra de donde vivo. Se llama Yurexis. Estudiamos toda la secundaria juntos y siempre nos hemos apoyado. Compartimos el mismo sentimiento de estar lejos de nuestra tierra y nuestras familias. Ella también estudia virtual y requirió mis servicios como English teacher. —¡Ajo! —

—Aló —, me llamaron a las 7 de la mañana.

—¿Smith Barber? —, era un cliente.

—Sí, con él habla. A la orden —

—¿Puedes venir hoy a Boston para un servicio de corte? —

—¿Cuántos son? —

—Somos 6 —

—Eso va, mi hermano —

Así me llaman mis clientes desde que empecé a ofrecer mi barbería a domicilio. Cuadramos horario, precio y dirección. Es morir de coronavirus o morir de hambre. De lo primero ya lo dudo. Empiezo a creer que las teorías de conspiración y corrupción que encierran este tema son reales. 

Alisto mi máquina y mis implementos. Visto mis colores favoritos: una sudadera negra, una camiseta negra de tela suave, mis tenis negros, mi gorra negra y roja estampada con mi logo distintivo de “Smith Barber”, característico porque la “b” está formada por unas tijeras con los dedales hacia abajo, mi collar con dije en forma de hojilla, mi morral en la espalda, y un tapabocas que dibuja media cara completando la parte que me queda oculta.

Tomo el bus alimentador de Transmetro, llego a la estación principal de Soledad y tomo el articulado que me lleva hasta la estación La Catedral, que queda a pocos metros de la Plaza de la Paz. 

Me siento como los pajaritos de mi abuela cuando me escondía y los liberaba de la jaula porque me indignaba oírlos llorar mientras todos creían que cantaban. Vuelo desde Soledad a Barranquilla. Las calles están desoladas. Las pocas personas que transitan por ahí caminan como si quisieran dar dos pasos a la vez. Nadie va acompañado. Nadie se acerca a nadie y nuestro lenguaje visual se hace más notorio por culpa de las mascarillas. 

Lo que antes era tenido como mala educación, no estrechar la mano cuando saludas, hoy es todo lo contrario. Llego donde mis clientes y en menos de 3 horas regreso a casa con 60 mil pesos. —Esto me alcanza para comer esta semana—. Cada semana es un domicilio.

¡En sintonía!

Aunque me aflige no poder volver a casa aún, decidí no encerrarme más en la tristeza y desesperanza. Las redes sociales y las llamadas son mis abrazos y besos a mis hermanos, padres y abuelos, y las plataformas virtuales son el salón de clases con mis compañeros y profesores de universidad.

Decidí también sumergirme en la música de una emisora virtual que ejecuté pensando en calmar mi angustia y entretener a los que me escuchan cada noche del otro lado de la bocina. Entretener era mi único objetivo, al menos mientras pasaba todo, y en solo una semana ya eran 500 personas las que me escuchaban cada noche. O yo tenía una voz mágica o no había más nada que hacer en cuarentena, pero ahí estaban mis fieles oyentes.

—Hola qué tal mi gente, muy buenas noches. Bienvenidos una vez más a esto que se llama Tú Picó Suena donde tú la pides y nosotros te la sonamos. Gracias por sintonizarnos —. 

Fluye mis dotes de locutor y mis conocimientos de radio. Así empiezo mi programa cada noche a las 8:30, y entre las canciones y cobas (saludos) que piden mis oyentes me olvido de dónde estoy y lo que se está viviendo. Pareciera que el agonizante reloj de la sala se detuviera por fin.

Periodista

ssmendez@uninorte.edu.co