Por: María José Daza Stand
Un relato sobre mi experiencia en cuarenta, durante la pandemia que estremeció el mundo.
Setenta días es el tiempo que llevo encerrada en mi apartamento o más bien aislada preventivamente o en cuarentena – palabra que está de moda. Setenta días sin ir a un centro comercial, ni a la universidad, sin ver a mis abuelos y tíos. Setenta días de encierro total, algo que trés meses atrás era inimaginable. Veía en las noticias cuando empezó el brote en China, cada día crecía el número de contagios y de un momento a otro los médicos estaban luchando contra este virus mientras que acá estábamos carnavaleando, en la batalla de flores, la gran parada y mega conciertos.
Un mes después, Europa registró sus primeros casos, que después se convirtieron en miles. De un momento a otro España declaró cuarentena total y luego Italia. Con el pasar de los días ví como estas dos ciudades se convirtieron en los principales focos de la pandemia, registrando más de mil muertes por día y miles de contiagios. En ese momento me percaté de la magnitud de la situación, cuando vi que los hospitales de esas dos potencias no tenían la capacidad para atender tanta cantidad de personas enfermas. No habían suficientes médicos ni inhaladores, como tampoco camas de UCI, en ese momento surgió la preocupación, el temor y el dolor por esas personas sin rostro para mí pero valiosos para sus familiares.
Quince días después se confirmó el primer caso de coronavirus en Brasil que luego llegó a Colombia. Cuando llegamos a más de doscientos casos, el presidente declara cuarentena obligatoria en todo el país. Se cierran aeropuertos, colegios, universidades y todo el comercio. La calle que antes estaba abarrotada de carros, buses, de los constantes pitos y de personas transitando se quedó vacía y en un silencio sepulcral en las horas pico. Parecía una escena tomada de una película de zombie o apocalíptica. En cierto punto se volvió asustador y la preocupación empezó por no saber lo que se venía.
Calle 76 en hora pico, durante la cuarentena.
Han sido setenta días de muchos cambios, empezando por los hábitos. El uso del tapabocas se volvió una prenda de vestir vital, lavarse las manos con frecuencia es necesario porque puede evitar el contagio como también el distanciamiento social. Pero lo más extraño de todo es el no poder abrazar, besar o apretar las manos. Algo que fue difícil adaptarnos al comienzo, sobre todo con mi papá, Álvaro – que a sus cuarenta años aparenta tener treinta a pesar de las canas en su cabellera negra y su profesión – por ser médico oncólogo no pudo suspender su trabajo porque a sus pacientes “primero los puede matar el cáncer que el coronavirus”, como me dijo. Precisamente por ser médico, cada vez que llega hay que desinfectar todo lo que trae; lavar la suela de los zapatos, limpiar con alcohol las llaves, la billetera, el celular y luego de que él se bañe es que podemos saludarlo con el codo.
Mi papá, usando sus equipamentos de protección personal.
Con el pasar de los días se han ido agotando las ideas; ya he jugado fútbol con mi hermano de cinco años, Josué – un metro y quince centímetros de pura energía que a diferencia de mí tiene ojos grandes y expresivos y de cabello castaño que necesita urgentemente un corte – en el que la cancha es el pasillo que conecta la sala con los cuartos y un sofá que sirve de portería para hacer los goles, he jugado partidos con equipos que jamás se enfrentarían como el Real Madrid vs Brasil, he pintado con pintura, jugado basket, el quemado pero improvisado – siempre me eliminan de primero – dominó pero con fichas de mario bross y las ganas de aprender a cocinar solo demoraron el primer mes. También he sido profesora enseñándole a sumar, restar y las vocales; algo que requiere de una paciencia unica y me ha hecho valorar la labor de las profesores.
La noche se ha transformado en día y el día en la noche y la mayoría de veces tanto el insomnio como el trasnocho se han convertido en mis más fieles compañeros. Las emociones y el estado de ánimo son una montaña rusa, hay días en el que predomina el mal genio, un poco las ganas de llorar – sigo sin saber por qué – y luego viene la culpa porque al ver en las noticias y en las redes sociales la situación que muchos padecen, y yo que lo tengo todo me siento a veces de esa forma. Entonces, respiro hondo, doy gracias por lo afortunada que soy y trato de tener paciencia y contar hasta diez cuando siento que voy a perder el control. Los libros y las clases en vivo de zumba han sido mi escape y mi bálsamo en esos días complejos.
A pesar de todos esos cambios de ánimo, he tenido la oportunidad de compartir con mis abuelos, que son mis vecinos. Mercedes, una señora de 73 años pero bien conservada, de cabello corto y rojo, aunque algunas canas tienen la osadía de aparecer y Jorge, con una barba y una barriga prominente, pero enérgico y activo. Durante esos almuerzos he podido conocer sus infancias. “ Siempre quise bañarme en un arroyo y ese día estaba lloviendo, le dije a mami que me diera permiso, me fui con una tía en donde pasaba la corriente y justo me caí y me hice un tremendo raspón”, recuerda mi abuela con una sonrisa y con cierta nostalgia. “Cuando regresé a la casa ya papi se había enterado y tremendo regaño me pegó a mí y a mami por dejarme ir, tenía como 11 años” termina recordando y riéndose, a lo que yo termino uniéndome a ella. A pesar de la risa, ellos también se han visto afectados por la pandemia, mi abuelo sin trabajo y mi abuela sin vender en el negocio. La preocupación junto con las cuentas no cesan, pero “gracias a Dios no ha faltado nada hasta ahora” dice mi abuela y tiene razón.
De doscientos casos hemos llegado a más de cuarenta mil, siendo Atlántico el segundo departamento con más casos. A este punto las UCI están topadas de pacientes y varios médicos han sido contagiados, entre esos varios colegas de mi padre, dos de ellos hacen parte de su equipo de trabajo en las cirugías. Por lo que él junto al resto de sus compañeros les tocó hacerse la prueba para descartar si fueron contagiados. Los resultados aún no han salido, pero hasta este momento él no ha presentado ningún síntoma y nosotros estamos aún más aislados, con temor de contagiar a mi abuela. Pero con la fé y la esperanza de que ese resultado sea negativo.
Es irónico pensar que ahora los papeles se han invertidos, mientras nosotros estamos luchando, China regresa a la normalidad. Ellos son la esperanza y la prueba de todo esto va a pasar.