Por: Clara Caballero Romano
Capítulo 1: El Génesis
Cuando mi universidad y mi gimnasio anunciaron el cierre de sus instalaciones solo nos quedaba prepararnos para lo peor. Una simple “gripita” que tiene hoy más de 6 mil infectados alrededor del mundo, y que ha llegado para quedarse en la mente de todos como una situación que puso, literalmente, el mundo de cabeza.
El covid-19, comúnmente conocido como “Coronavirus”, llegó a Bogotá Colombia el 6 de marzo del 2020 con el primer caso confirmado por el Ministerio de Salud a través de sus redes oficiales. En mi mente, “la gripita” iba a durar, a lo mucho, dos meses; el número de contagiados bajaría y podríamos salir nuevamente, pero he pasado más de tres meses confinada y lejos de todo y de todos. A veces parece que lo que dijo una vez uno de los personajes de Gabo: “algo muy grave va a suceder en este pueblo” se hiciera realidad, y que la ola de incertidumbre se apoderara de nuestro mundo con el paso del tiempo.
Las clases comenzaron a ser virtuales y mis entrenamientos también, me encontraba escéptica y agotada, pues el contacto con los seres que amo se acortaba cada vez más, y el “yo no sé mañana” de mi adorado Cepeda me abrumaba por completo. Me levantaba temprano, hacía una hora de cardio, me bañaba y me alistaba para ver mis clases en una pantalla, estaba motivada, aunque me encontraba en un limbo conmigo misma en el que se sumaron los problemas con mi mamá y mis hermanos.
Mi piel, mi cuerpo, y mi salud mental se fueron derritiendo como la Sierra Nevada de Santa Marta, y a veces sólo quería dormir hasta que todo terminara. Por primera vez, algo estaba deteniendo el mundo, todos teníamos miedo, todos esperábamos lo peor, todos sentíamos la incertidumbre y el desconocimiento, incluso, de nuestras propias almas.
Capítulo 2: El ring
Cuando comenzó el aislamiento mi abuela me llamaba todos los días diciendo que se sentía sola. Pasaron 48 horas para que mi mamá decidiera traerla a la casa como si en un mes la pesadilla de la cuarentena se fuera a acabar. Me extraditaron de mi cuarto, y a cambio, me dieron un lado de la cama y una mesita, como en la milicia; pues estábamos, como lo decía mi mamá, en “tiempos de guerra”.
Con la llegada de mi abuela, mi casa de tres cuartos se había convertido en un ring de boxeo, en donde ella y mi mamá luchaban día a día para ganarse entre sí, y yo me ponía la camiseta por hacer que ambas se mantuvieran cuerdas y en pie. No dormía, no comía bien, me levantaba a dar clases y a cumplir con los mil compromisos que tenía por pura disciplina; no tenía privacidad, no tenía intimidad, y mi pedazo de la cama se convirtió en mi pequeño lugar de paz.
El primer mes fue una tortura, teníamos todo, pero nos quejábamos por nada. El espacio que antes creía conocer a la perfección empezó a cobrar un nuevo significado, y los espacios de mi casa empezaron a servir para múltiples cosas: mi cuarto se convirtió en salón de clase y lugar de meditación; mi sala en gimnasio, restaurante, y cine de vez en cuando; y la cocina, disfrazada de laboratorio culinario, en donde nos creíamos Buddy Valastro, y en donde aún lo creemos.
Sin embargo, el tan odiado covid-19, el desorden, el estrés, el confinamiento, las tareas, la falta de descanso, mi mamá, mi abuela, mi hermana, mi hermanito, yo. Todo se confabuló para hacernos perder los cabales, y cómo no, con dos universitarias, un estudiante de quinto de primaria, una odontóloga de vacaciones y una persona de la tercera edad en 74m². Era como si todo estuviera destinado a ser como fue, pero como dice la ley de Murphy: “Si algo malo puede pasar, pasará”.
Una mañana me desperté con gritos. Supuse que la gota había rebosado el vaso, y ese mismo día mi abuela se fue para su casa unos días antes de que terminara el primer aislamiento preventivo determinado por el gobierno nacional. Luego de ese día la casa se volvió silenciosa, encontré mi cuarto como si hubiera pasado un vendaval, y pude, al fin, encontrar nuevamente mi espacio, mi intimidad, y mi paz.
Capítulo 3: La marea baja
Recuerdo que vi a mis amigos por última vez el jueves 12 de marzo. Recuerdo haber entrado a registro, una de las oficinas de la universidad, y no haberme despedido de ellos. Recuerdo también, haber ido de la U al gimnasio, del gimnasio a mi casa, y de mi casa a la U. Luego de eso no volví a salir, no a menos que mi mamá me mandara a recoger la compra o a sacar la basura como de costumbre.
Cuando mi abuela se fue, todo el estrés y la desesperación desapareció de repente, no era ella, era la idea de tener a alguien externo en un lugar que habíamos hecho nuestro nido de intimidad desde que mi papá se fue. Habíamos construido un terreno familiar lleno de amor, confianza, y respeto a los demás y a sus espacios, mi abuela no entendía eso, y su terreno familiar era muy diferente. Me pongo en sus zapatos y la entiendo, pero en un inicio separamos un poco esos terrenos para evitar que la brecha que existía entre las mujeres de la familia se expandiera al máximo.
Al inicio de todo las fake news se apoderaron de mi casa, los temas de los protocolos de bioseguridad se cumplían religiosamente todos los días: dejar los zapatos fuera, lavarse las manos al llegar y dejar todo lo proveniente del exterior en un rincón de la casa, colocar la ropa directamente en la lavadora, y correr al baño para matar al virus con agua y jabón. Con la compra era más cómico, pues mi mamá lavaba con todo su armamento de limpieza cada uno de los artículos de la canasta familiar, solamente le faltaba ponerlos a secar como la ropa, y yo me enojaba porque en varias ocasiones dañó uno que otro artículo por ese chistecito.
Capítulo 4: El cumpleaños
Desde que tengo memoria mis cumpleaños han sido una de las fechas más importantes para mí anualmente, y para ser sincera, no me esperaba nada de este año. El 20 de mayo del 2020, algo pasó, fue mi primer cumpleaños lejos de mis amigos y de las grandes celebraciones a las que ya estaba acostumbrada. Sin embargo, los regalos, los mensajes, y las llamadas de las personas que alegran mi corazón me hicieron sentir con ellas en todo momento.
A principio de año los planes eran arreglar la sala y adecuarla para recibir en una noche de karaoke a todos mis amigos, y tal vez, salir a un lugar a bailar luego de eso. Claramente, la vida me tenía una lección tan grande que ni yo me la imaginaba, ser humilde y paciente con las adversidades de mi alrededor.
Y sí, Diosito, aprendí la lección. Aprendí que la vida se vuelve más sencilla con las personas que nos rodean, que no importa cuántas adversidades aparezcan en nuestros caminos y cuán nublado se vea el final, siempre saldrá la luz, porque ningún mal dura mil años y mientras podamos sonreír con lo poco que tengamos, ya sea una familia, un alimento, o un techo, todo va a estar bien.