Por: Karen Marino
Estar utilizando tanto Twitter –y no precisamente publicando mis extensos escritos- a veces me acorta la inspiración. Los 140 caracteres no resultan suficiente para quienes le tenemos gusto al párrafo. Aunque, siéndoles sincera, prefiero darle reposo a mi inspiración por unas horas –que seguramente regresa- a quedarme sin una respuesta oral o a unir palabras sin sentido que expongan mi muy variante velocidad de procesamiento.
Como cuando me preguntaron por los 30 muertos y los 230 heridos que dejaron los ataques terroristas el pasado mes de marzo en Bruselas, una hora después de haber salido la noticia. Yo no tenía ni idea; cerca de mí no había un televisor, un computador o un celular. Estaba yo, al frente de un papel.
Les aseguro que si me lo hubiesen preguntado, estando yo con algún aparato electrónico cerca, mi respuesta hubiese sido más elaborada. Y no sólo por haberme ya enterado de los hechos sino porque por escrito todo resulta mejor producido. Por escrito le damos el tiempo necesario a nuestra parte central del sistema nervioso para digerir las muchas ideas que por ella divagan, esas mismas que dejamos en el aire cuando toca hablar de rapidez.
A quienes nos gusta plasmar los pensamientos en el papel -o en la pantalla, si usted así lo prefiere- entendemos la poca profundidad que llevan consigo las palabras improvisadas. Yo, siendo una comunicadora social y periodista a unos meses de terminar mi vida universitaria, prefiero dedicar las horas necesarias a un texto argumentativo que hacer el papel de la entrevistada.
Investigando sobre el tema de mi columna, me encontré con lo que escribió -sabiamente- el periodista Alberto Salcedo Ramos acerca del periodista y del escritor: “Hemos elegido este oficio, en parte, porque creemos en la palabra bien dicha, pero de pronto se aparece un fulano que nos hace hablar en borrador, y a menudo publica lo que le decimos sin hacer un esfuerzo mínimo por convertirlo en algo legible”. ¡Ni siquiera por ser colegas!
Y así mismo con lo que dijo el escritor y periodista portugués José Saramago cuando le preguntaron que por qué escribía: “Para resolver cuestiones como esa tengo que pasar un tiempo largo escribiendo un libro, y ustedes pretenden que les dé una respuesta articulada en 30 segundos”. Sobre todo por el apreciado tiempo del que dispone un periodista para luego ir a redactar la crónica o la noticia. Ser un buen orador debe tener su fórmula, pero ser escritor es una ciencia completa.
A veces escribo sobre temas insólitos sólo para saber qué información puede suministrarme mi mente. Si lo hiciera oralmente, lo más seguro es que mis palabras fuesen absurdas y con un sentido poco crítico y consecuente. O, lo que es peor aún, haría el momento pertinaz e inacabable, ralentizando mis demás actividades. Mejor escribo.
Las letras tienen poder. Son el resultado de un procesamiento bien realizado por nuestro cerebro. Mueven masas. Suponen reflexión. Te permiten adentrarte en la mente del autor. Son imperecederas. El discurso de hoy será olvidado el día de mañana, pero las letras que se dejaron en el papel, quedarán reservadas aunque pasen siglos. Si no me cree, pregúntele al dueño de la Biblia. Hace 99 años que agregaron el último libro y todavía se sigue vendiendo.
Ya a los hombres que quieren conquistar a la mujer –o a otro hombre, con estos nuevos avances de la sociedad- no les funcionan únicamente las palabras bonitas, hemos regresado a los viejos tiempos: con cartas escritas a mano, la relación llega lejos. Aunque, bueno, usted disculpe el alma anciana que lleva consigo la escritora de estas letras, el celular también funciona.
Definitivamente, después de todo, los escritores piensan mejor todas las cosas. Se toman su tiempo: investigan, analizan, razonan y luego exponen. No como otros que van es tirando palabras dejando al descubierto las ideas banales que por su mente habitan. Los gobernadores deberían ser los escritores. Ellos sí saben cómo funciona el mundo. A menos que éste sea uno de los fanáticos de Twitter.