Por: Omar Barboza Camargo
La primera vez que dormí en el piso fue en el hospital donde internaron a Diego, un amigo que varias veces intentó quitarse la vida. Era enero y yo estaba en mi último semestre de universidad. Dormí con él mientras llegaba algún familiar de su pueblo. Las baldosas del cubículo me congelaban la espalda y yo solo tenía una sábana de la cama de mi pensión y una bolita de caucho que me sirvió de almohada.
Desde abajo, veía a Diego acostado a medio lado en la camilla. Él llevaba puestos unos jeans y una camisa amarilla medio vieja que le gustaba usar porque se la había regalado su mamá. Tenía una respiración casi imperceptible que por momentos me asustaba.
Esa noche me encontré con varias personas conocidas, porque era el hospital de la universidad donde estudiábamos. Cuando alguien me preguntaba por qué estaba allí, respondía que un amigo se había intentado suicidar. Esa persona hacía cara de sorpresa y yo no sabía si era por lo testarudo de mi amigo o por lo tranquilo de mi actitud —la serenidad de quien está acostumbrado a ciertas cosas y cree tener el control—. “Es que esta no es la primera vez que pasa” comentaba yo, como tratando de explicar mi actitud. Entonces la sorpresa de la persona aumentaba, pero con disimulo, pareciendo que entendiera, inmediatamente eso que dice siempre Diego, que el miedo a la muerte va desapareciendo cuando más cerca se está de ella.
Él, mi amigo, sí que ha estado cerca de la muerte. Desde sus 6 años. Desde el día que intentó, por primera vez, desaparecer de este mundo. “Es que yo no quiero morirme —me explicó— lo que siempre he querido es desaparecer para que nadie recuerde que yo nací y no tener que ser un estorbo en sus vidas”.
En ese momento me pregunté lo que significa realmente morir y entendí, desde las palabras de Diego, lo frágil que puede llegar a ser la muerte.
—Si tu deseo es desaparecer y no morir, ¿quiere decir que la muerte te hace sentir igual de inconforme como la vida?— le pregunté desde el piso. Pero ya estaba dormido, por efecto de un sedante. Me respondí a mí mismo esa y otras preguntas más, como quien trata de entender los dolores de otra vida como preludio de un inutil trasplante de esperanzas.
Pensando en eso, recordé una epopeya que él mismo me había contado sobre un rey que se volvió inmortal. Se llamaba Gilgamesh, el inmortal, y dicen que tras la muerte de su mejor amigo, este rey abandonó su reino para encontrar la fórmula de la vida eterna, de la inmortalidad —la que tanto detestaba Diego—.
Gilgamesh vivió hace seis milenios en Uruk, una ciudad en el sur de la llanura mesopotámica que atravesaban los ríos Eufrates y Tigris. Diego, en cambio, vive en un pueblo cercano a Magangué, donde hay casas que se inundan cada año con las aguas sucias y violentas del Magdalena.
Gilgamesh, a diferencia de Diego, buscó con ímpetu la forma de mantenerse con vida para siempre. Pero falló a todos los retos propuestos por un sabio llamado Utnapishtim, quien le prometió la inmortalidad a cambio de cosas como permanecer despierto durante seis días y proteger una planta mágica.
En algún momento de su vida, este rey conoce un hombre que escribe su historia de lucha por alcanzar la inmortalidad. Gilgamesh muere y, sin saberlo, se hace famoso por esta epopeya que, desde hace seis mil años, es contada de voz a voz y conocida casi por todo el mundo.
Sin quererlo, el rey superó la muerte, pues su nombre no ha dejado de ser mencionado y su epopeya no ha dejado de ser contada.
Pienso de nuevo: la muerte es frágil.
Muchas personas o personajes han marcado la historia y sus nombres se han inmortalizado, como el del rey de esta epopeya. Él aún vive, su nombre vive, de voz a voz, cada vez que alguien narra su historia.
Entonces se me ocurrió, Diego, hacer esto para ti: escribir este relato para que, al igual que al rey, mucha gente te conozca y tu nombre nunca deje de tener vida. Así, ya no sentirás ganas de desaparecer —creo— o, por lo menos, serás consciente de que no va a ser posible. Lo hago, también, porque no sé en qué momento otro de tus intentos tenga éxito y quiero que conozcas mis intenciones. Yo no tengo potestad sobre tu vida, pero sí sobre estas palabras que hablan de ti con la esperanza de que, cada vez que alguien las lea, tu vivas en su voz y en sus ojos.
Deseo que vivas para siempre —al menos en estas líneas—. Deseo que conozcan tu nombre y a ti, Diego, mi amigo, el que me enseñó el poder de las historias.
A ti, Diego, mi amigo, el inmortal.
Desde el piso de aquel hospital,
Ómar.