Por: Ricardo David Abuabara Pérez
Ese abrazo estaba lejos de ser normal. Todos los presentes en la sala, iluminada por un delgado rayo de sol, lloraron cuando lo vieron. Dos minutos antes, cuando el timbre sonó, la cara de ese hombre estaba del mismo color de las rosas que llevaba en su mano derecha. La vio caminar lentamente por el pequeño pasillo que conducía a la sala y, una vez ahí, abrió sus brazos temblorosos, la envolvió con ellos y la arropó suavemente. Sus ojos aguados, en ese momento, eran el reflejo del sentimiento de su corazón. Esa tarde, mi abuelo abrazó a su mamá. La misma que había dejado de ver por 63 años.
En 1953, en Colombia, ser de un partido político podía significar la vida y, para otros, la muerte. Tiberio Pérez, el papá de mi abuelo, era conservador. En ese entonces, administraba la finca La Susana en el municipio de Maceo, Antioquia, ubicado a tres horas de Medellín. Una madrugada de ese año, la guerrilla liberal, creada como respuesta a la represión del gobierno de Laureano Gómez, llegó a la finca a limpiar su armamento y descansar. Horas antes del amanecer siguieron su camino. A la mañana siguiente, el ejército llegó donde mi bisabuelo.
–Tiberio, ¿usted ha visto algo?– le preguntó el comandante.
Él, a pesar de ser conservador, negó todo. Sin embargo, las vainillas, elementos del cartucho de las armas, que se alcanzaban a ver en las mesas lo delataron.
–¿Está con nosotros o en contra de nosotros?– volvió a preguntar el superior.
Esa misma tarde mi bisabuelo tomó la decisión de huir de ese pequeño municipio de Antioquia. Se llevó a los dos hijos mayores, entre ellos a Guillermo, mi abuelo. Dejó en Maceo a su compañera y a sus dos hijas menores. Desde ese día, Abuelo `Memo´, como le decimos los nietos, no volvió a saber nada de su madre.
Esa ausencia determinó gran parte de su vida. A los 14 años escapó de su casa en Medellín y su destino fue Cali. Vendió dulces a las afueras del estadio Pascual Guerrero y trabajó en una panadería durante varios años. Su adolescencia estuvo marcada por la falta de afecto. Pero, a pesar de las adversidades, mi abuelo fue concejal de Puerto Berrio a los 31 años, estudió técnica agropecuaria y administró grandes haciendas en el Magdalena Medio y la sabana cordobesa. Era reconocido por todos los ganaderos de estas regiones. También formó una familia. Es más, dos. Y así salió adelante. Entre los momentos buenos y malos, él forjó su carácter.
Mi abuelo es un hombre serio. Pocas veces suelta una sonrisa. Posee una mirada penetrante que intimida a cualquiera que no lo conoce. Amante de la lectura y la política. Conversador, sencillo y, sobre todo, trabajador y estudioso. Así ha sido siempre. Recuerdo que desde pequeño mi abuelo me reiteraba que nunca dejara de estudiar. Hoy, después de tantos años, cada vez que nos vemos, esa enseñanza, acompañada de un abrazo, no falta.
Hace cinco años, cuando tenía 64, ya pensionado, recorría los pueblos del suroeste antioqueño en su antiguo Chevrolet Corsa modelo 2000 vendiendo zapatos. Mi abuelo es un luchador. Sin embargo, sus ojos oscuros siempre dejaban entrever el dolor profundo que le aquejaba el alma.
Hace unos 6 años, mientras tomaba, repetía que quería encontrar a su mamá, porque nunca había tenido la oportunidad de darle un abrazo, de decirle que la amaba o de simplemente verla por un tiempo. Luego, después de unas cuantas cervezas que tanto le gustan, reflexionaba sobre su edad y, resignado, concluía que por lo menos quería llevarle flores al cementerio.
“La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro en la vida”. Esta frase de Vinicius de Moraes, músico popular brasileño contemporáneo, es el reflejo de esta historia.
En el 2016, la familia empezó a tratar de unir hilos para encontrar a su mamá. Antes los intentos habían sido en vano. Esta era la tercera vez que querían regresarle la mirada completamente feliz que se le desvaneció a Guillermo desde que se separó de su madre. Solo sabían el nombre y el lugar donde, deducían, podría estar. Suponían que, ya en este tiempo, era más fácil ubicar a las personas. Y no fue así. En redes sociales no encontraron nada, la búsqueda no había dado frutos y no tenían ni una pista de su paradero.
Por suerte, todo esto fue a espaldas de mi abuelo. Si no, la decepción hubiera sido mayor.
Sin embargo, todo no acabó ahí. Si la tecnología de esta época no sirvió, había que hacerlo a la antigua. Mi mamá, días antes del reencuentro, entró al cuarto un poco agitada. No sabía qué pasaba. Dijo que la habían encontrado. Desde hace meses en la radio de un pequeño municipio de Cundinamarca, llamado Tocaima, se anunciaba la búsqueda de la madre y las hermanas de mi abuelo. Un hombre, al enterarse, llamó para decir que conocía a las personas que estaban buscando, pero manifestó que, aunque los nombres y la descripción de los hechos concordaban, los apellidos eran diferentes.
A veces, cuando han pasado tantos años, el tiempo para el reencuentro de una madre y su hijo se va agotando. Es por eso que las llamadas para confirmar no se hicieron esperar. Durante esos días, una combinación de emoción e incertidumbre cobijaba a las dos familias. No lo podían creer y todavía había dudas sobre la situación. Pero la verdad siempre está ahí. Luego de unas semanas de intercambio de palabras e información, se llegó a la conclusión que tanto esperaban. Sí, ella sí era la mamá de mi abuelo.
Ya lo más difícil estaba hecho. Encontrarla.
Hasta ese momento, mi abuelo no estaba enterado de nada. La familia decidió esperar hasta el último instante para que no hubiera ninguna desilusión más luego de tantos intentos fallidos. Pero cuando dos personas están destinadas a reencontrarse, la vida tarde que temprano los vuelve a unir. Y mi abuelo se enteró.
En ocasiones, parece que todo tiene una razón de ser. Hace muchos años la mamá de mi abuelo se había mudado a Barranquilla. En la Puerta de Oro vivo desde que nací y, según lo que le contaron a mi madre durante una llamada, estábamos a menos de cinco minutos en carro. La distancia que llevaba separando a dos familias desde hace más de seis décadas cada vez era más corta.
Teresa, mi bisabuela, legalmente llevaba el apellido materno -Larrott- y no Álvarez, el paterno. De igual manera, aquellas hermanas menores ahora eran Herrera, como su padrastro. Solo una de ellas tenía en su memoria que en algún lugar de Colombia estaban dos hermanos. La otra no lo recordaba porque estaba muy pequeña cuando pasó. Por estas cuestiones de apellidos y recuerdos, no había sido posible encontrarlas.
Cuando La Violencia separó a mis bisabuelos, ella arribó a Medellín y ahí, en la Ciudad De La Eterna Primavera, trabajó en una cafetería por mucho tiempo. Luego conoció al hombre que le otorgó los apellidos a sus dos hijas y se fue a vivir a Bucaramanga. Nunca se casó, solo tuvo compañeros de vida.
Años después, Teresa llegó a Barranquilla cuando Gloria, una de sus hijas y hermana de mi abuelo, terminó sus estudios en Salud Ocupacional y consiguió un puesto de trabajo en el antiguo Seguro Social de la arenosa.
Esa hermana, en algún momento, trató de buscar a sus hermanos y a su padre en la ciudad de Medellín. Sin embargo, para esa época no existían muchas formas de ubicar a las personas y no encontró ninguna pista. Nunca más lo volvió a intentar.
Cuando le contaron a mi bisabuela que habían encontrado a sus dos hijos, Guillermo y Amparo, no dijo nada y, sentada en una banca de cemento, sus ojos se humedecieron y lloró. Iba a volver a ver a los hijos que hasta ese momento daba por perdidos y cada lágrima era la representación de cada uno de esos años que habían pasado.
Después de 63 años, propiciar el encuentro de manera inmediata era necesario. Y así fue. Mi mamá le compró un tiquete a mi abuelo y en menos de 5 días él estaba en Barranquilla.
Ese 4 de noviembre de 2018, a las 2 de la tarde, mi abuelo ya estaba arreglado. Llevaba una camiseta amarilla con rayas negras, unos jeans gris claro y unos zapatos marrones. Siempre se vestía elegante, pero en ese momento se veía juvenil.
Mi abuelo abrazó a su madre como un niño y ella lo vio como el tesoro que pensó haber perdido para siempre. Aquel abrazo, sin duda alguna, no era normal. 63 años se juntaron en 10 segundos. Ese abrazo confirmó que eran madre e hijo. Que la vida, aunque a veces golpea, siempre da momentos de felicidad. Que el amor de mamá nada lo puede llenar y que todos deben tener derecho a sentirlo. Así hayan pasado incontables años.
Luego de ese abrazo, la sala de la casa se volvió un lugar para ir al pasado y recordar. Ahí mostraron fotos de muchos años atrás; mi abuelo joven, las hermanas jóvenes, mi bisabuela en una finca, mi bisabuelo sentado en una mecedora color marrón. Y así fue toda la tarde. Mi abuelo se sentó al lado de su madre y hablaron lo que no pudieron hablar por tantos años. Las horas se volvieron segundos y las expresiones de felicidad eran el factor común de todas las personas reunidas. Y mi abuelo, que durante su vida no era común verlo sonreír, hubiera ganado un concurso a la mejor sonrisa del mundo.
Con lágrimas de felicidad terminó el encuentro de una madre y un hijo que fueron separados. Ya no importaba cuántos años pasaron ni cuántas cosas vivieron. Ahora lo relevante era recuperar el tiempo que La Violencia les hizo perder.
Luego de la reunión, ya en la noche, mi abuelo se cambió, se puso una ropa grande como pijama y se sentó con toda la familia en el cuarto.
La frase que dijo a los pocos minutos de estar en la habitación no se olvidará nunca.
–Yo siempre quise decir mamá- sentenció.
Mi abuelo se levantó y se fue a dormir…con la tranquilidad que da el saber que se cuenta con una madre.