Escrito por: Antony Gómez Pinto*
¿Habrá sido casualidad? ¿O un mal tiempo hacía premonición del mal presagio que se aproximaba?
Como dados que se echan a la suerte, fue la decisión de millones colombianos, que hoy vemos como el peso de nuestro desdichado destino cae sobre nuestros hombros, sin consideración, aunque con previo aviso. Triste es el hecho de que paguemos con lágrimas de sangre el soñar, creer, que, por trabajar día a día con la esperanza de alcanzar un futuro mejor, un futuro próspero, con igualdad y oportunidades, tengamos que soportar la despiadada codicia e inhumana ambición de los que ‘se supone’ deberían protegernos y velar por nuestro bienestar y felicidad.
Los gritos desesperados de una madre por perder a su hijo, la angustia de una abuela que espera por el regreso y aparición de su nieto, las lágrimas de una estudiante que se ve humillada al protestar sus derechos, las voces silenciadas de aquellos que soñaban con un cambio, la visión cegada de cientos de líderes que buscaban mejores oportunidades para los suyos. Esto es Colombia, años de guerra, años de dolor. Donde el rojo de la sangre predomina sobre los demás colores, y el número de muertos cada año (por asesinatos, masacres y exceso de fuerza y poder) aumenta más que el salario mínimo y estándar de vida.
Un país donde hoy día te mata un virus, el hambre o una bala de quienes juraron defender nuestra integridad.
*El contenido de este artículo corresponde a una opinión personal de su autor, y no constituye ni compromete la posición institucional de la Universidad del Norte ni de ninguna otra de sus instancias.