Por Jorge Sarmiento Figueroa
No sé si Carlo Acevedo, convocante de la jornada poética Las palabras en Paro, realizada este sábado 15 de mayo en la Plaza de la Paz, conoce esta escena de Los Chiflados, de Chespirito:
Chaparrón le dice a Lucas: «De algo deben de servir los poetas…». Lucas le contesta: «Yo los usaría para disolver manifestaciones«. Chaparrón se impresiona: «¿Para disolver manifestaciones?«. Y Lucas le da su argumento: «Claro, Chaparrón, ¿No te has dado cuenta cómo se desbaratan las reuniones en un banquete cuando a alguien se le ocurre ponerse de pie para declamar algo?«.
Pensando en eso llegué a la lectura del sábado. Carlo se aseguró el apoyo de organizaciones sociales que hacen parte del Comité Departamental del Paro para contar con un sonido tan potente que tuvo que ser traído en camión. Fue lo único por lo que la Policía se inquietó y le pidió a los organizadores que el sonido no diera hacia la calle, sino hacia la Catedral. La gente, transeúntes cualesquiera y alguno que otro muy amante de la poesía que se enteró de la jornada, se fue sentando como granos de maíz en las escalinatas de la Plaza. Cuando los poetas comenzaron su recital, ya había un considerable grupo, mientras que de la Policía no quedó sino un triste verde oliva apoyado contra un poste para no caer de aburrimiento.
La jornada empezó con un repertorio central de los poetas Juliana Enciso, Mayra Díaz, Armando Madiedo y Kirvin Larios, complementado con una breve presentación teatral del colectivo Nuevo Sentido Acelerado, de Malambo, y finalizó con micrófono abierto para que las personas de manera libre participaran si tenían versos por compartir.
Mientras escuchaba con atención a los poetas, me pregunté si todo esto valía la pena, si tenía un sentido, si era útil en un contexto social cada vez más tenso en Barranquilla, donde, por ejemplo, la Alcaldía puso al Esmad dos noches seguidas esta semana en las afueras del estadio Romelio Martínez para enfrentarse en orgía de bolillos, piedras y gases lacrimógenos con quienes protestaban contra la decisión de realizar los partidos de fútbol de Junior contra River Plate (Argentina) y de América de Cali (que por seguridad y cordura no jugó en su sede) contra Atlético Mineiro (Brasil), en medio de una protesta social sin precedentes en Colombia. El fútbol, principal herramienta política de estímulo social a merced del poder local barranquillero, estaba siendo apedreado ante las pantallas internacionales como reacción masiva contra esos mismos poderes que lo usan para aglutinar masas. Eso del uso político del fútbol es tan viejo como Franco, en España. Y los políticos criollos lo saben como cartilla de dominio.
¿Qué puede en medio de eso hacer la poesía?
La jornada seguía transcurriendo y yo empecé a dar vueltas en círculo en mi bicicleta, como una terapia de ansiedad de movimiento usado para escuchar y pensar en el presente. Y así fue que se me vino a la mente la «guerra» de pintar y borrar que los artistas urbanos y «desconocidos» vienen trenzando en las paredes en Barranquilla. Un día pintan letreros contra el Estado, al día siguiente aparecen borrados. De nuevo los artistas pintaron y esta vez decidieron hacerlo con transmisión en redes sociales en otros puntos de la ciudad, donde bailarines y acróbatas también se unieron a la jornada como una manera de que lo hecho deje su huella «viral» en el lugar en el que ahora los jóvenes se evidencia que tienen su mayor terreno: el mundo digital.
Concluí que el arte asume su lugar, su manera de estar presente y confrontar con expresión lo mejor que una sociedad puede tener para quienes la habitan: su libertad.
Recordé así a Federico García Lorca y Miguel Hernández protestando con su poesía en España. A Neruda, Violeta Parra y Pedro Lemebel, cada fuego poético en Chile. Y me veo aquí, bajándome de la bicicleta para unirme a las variopintas formas en que la pintura, la música, el teatro, el circo, la danza y la poesía se hacen sentir, sin tirar una sola piedra ni usar armas, solo como una manera de sobrecoger el fuego invisible de las almas, esa fuerza inútil pero tan beneficiosa que es capaz de transformar sociedades, al mismo tiempo que ahuyenta por descarte a los violentos, sea que vengan de capucha o del color de las olivas.