Por: Carolina Valencia
Después de casi cuatro años, el pasado enero regresé a Puerto Colombia en busca de alguien a quien retratar en forma de perfil audiovisual junto con mi equipo de trabajo. Nos cruzamos con varios personajes que podían ser interesantes para lo que se buscaba: un vendedor de la plaza, un rescatador de cadáveres y un artista. Aunque uno de esos pueda parecer más llamativo que los demás, la empatía en mi caso y por suerte fue con el artista. Digo por suerte por haber quedado con entera satisfacción, luego de los poco menos de diez minutos de entrevista que nos regaló mientras trabajaba en una escultura frente al mar, más la tarde que nos ofreció mostrar la mayor parte de sus demás obras ubicadas en la casa de un magistrado -como él lo presentó- que vive en el pueblo.
Fue ya hace varios meses, pero en mi memoria retengo todavía cosas que valoré haber escuchado aquella vez. Sobre todo porque a partir de ahí se expandió un poco mi visión sobre el arte en la región, que solía ser otro poco pesimista. Me di cuenta que en Puerto Colombia no sólo debe hablarse del muelle y el olvido sepulcral al que está sentenciado, o de los accidentes causados por la furia del mar, o de la leyenda de la novia, o de muertos y cadáveres. El potencial de colores y formas en este municipio es muy vasto, me pregunto si la escasez de edificios y la vista al horizonte, esa línea que es infinita y que divide dos inmensidades, son fuente de tanta inclinación artística rebotando entre la gente, entre los porteños.
Desde este año, 2014, la Red de Artistas del Caribe junto con la Gobernación del Atlántico crearon, a partir de investigaciones realizadas, el Directorio de artistas visuales y artesanos del departamento con el fin de tener una base de datos oficial que pueda facilitar el conocimiento y reconocimiento de éstos. Trescientos son los artistas ahí documentados hasta ahora, y alrededor de treinta corresponden al Puerto. Todos trabajan en el mismo municipio que habitan, siendo sólo esos los lugares donde a la mayoría le conocen sus obras y su oficio; para mí son, definitivamente, valientes electores de su vida. Pasando las páginas de la versión virtual del atento directorio, encontré a Alfredo González, el escultor porteño que entrevisté alguna vez con un equipo reducido de compañeros y de herramientas grabadoras, frente al mar.
El mar, él también lo resaltaba. De hecho, toda su obra está estrechamente relacionada con “aquel violento y antiguo ser que roe los pilares de la tierra”, como diría Borges, sobre el mismo o diferentes mares que inspiran siempre a tantos artistas interpretadores de la vida. La escultura que creaba Alfredo cuando lo encontramos ahí era un Carey, tortuga de agua salada que está en peligro de extinción. El soporte metálico iba acumulando cemento y poco a poco tomaba forma, el artista va constituyendo su obra marina que pretende alertar a los porteños y turistas a que no sigan capturándolas. Desde el arte aporta lo que puede y lo que sabe para evitar el fin de una especie.
Desde el arte muchos más habitantes del pueblo aportan lo que pueden y lo que saben para preservar y fomentar la cultura y espacios de recreación o, incluso, reflexión, que supone ser el objetivo mayor del arte. En el malecón, en la plaza, en los restaurantes, en la playa, y en más rincones de Puerto Colombia, se oyen, se perciben y se sienten estas expresiones humanas. Las artes visuales, las interpretativas, las sonoras…
El malecón lleno de azules, contrastes y texturas evidencia la participación social de él y muchos más artistas plásticos que con sus intervenciones devolvieron la vida a un sector que no debió perderla. Gracias a ellos y a la preocupación de la Alcaldía y la Fundación Puerto Colombia con el apoyo de empresas privadas se materializó “El malecón del arte”, como le llaman, un proyecto pensado para embellecer y reanimar el turismo en el lugar. Volví a principios de este mes, y esta vez no tuve que buscar mucho. Ahí estaban ellos, dos artistas de muy distantes edades que colaboraban con un mismo fin, creando otra obra donde plasmaban pedazo a pedazo de baldosa un mosaico llamado Los niños del agua mientras los pobladores y visitantes se acercaban como yo con, seguramente, igual fascinación sobre la vocación de estas personas, la paciencia y la precisión necesarias para lograr con el trabajo de varios días la larga permanencia de un mensaje que pide a su vez por la permanencia de la fauna marina, del cuidado del agua.
Las personas vienen y van, pasan “de largo”, aprecian detenidamente, se van, vuelven. Pero las obras de arte todo lo ven, como las paredes que todo lo escuchan. Ven cómo las cuidan o las descuidan, y ven cómo las aprecian o las critican; saben que están por un propósito, yo lo veo así. Pues también me lo transmitía Alfredo cuando se refería a su trabajo como una manifestación personal, que nunca tiene fin, que “El mismo modus operandi de la vida de uno le da para el arte. Es inmenso, intenso.”
Él nos explicaba el proceso de creación, en la técnica del modelado se agrega y sustrae material para sacar la figura, con repetición para que no quedaran dudas; así, con dedicación, les enseña cada domingo a niños del pueblo para formar una nueva generación de artistas, seguir con la infinitud. De él es la escultura que está en medio de la plaza principal de Puerto Colombia, “Mundo marino” de cinco metros de altura, pero que todavía está sin terminar; en el campo de fútbol tiene un cocodrilo de ocho metros de largo; en la casa de un vecino –el magistrado- tiene una mayor cantidad de sus creaciones entre las que destacan fuentes. El agua y el mar siempre presentes en su obra, como en la de más artistas que contaron con la suerte de crecer en un pueblo de pescadores. Él mismo fue buzo y pescador, así de cerca ha conocido la fauna marina.
Como Alfredo con los niños cada domingo, y como la permanente exposición de las formas y colores en las bancas del malecón, la gratuidad es común en el pueblo si se quiere acercar a otro tipo de arte. La misma Fundación Puerto Colombia cada semana ofrece cine foros a quien quiera ir sin ningún costo, liderado por un francés crítico de cine, presentan una cartelera muy variada y más amplia que en las salas de cines comerciales en la capital. Ahí, pues, la presencia del cine no tiene cabida industrial, es incluso académico-recreativo, las personas disfrutan de lo que les ofrecen, y a la vez aportan o se instruyen. Éste cine foro había dejado de funcionar dentro de la estación ferrocarril de la plaza principal, por restauraciones y arreglos, pero no fue impedimento. Funcionó mientras tanto como cine al aire libre, sin dejar atrás el compromiso social que tiene la divulgación del arte.
Al preguntarle a Alfredo sobre su obra no terminada en la plaza principal, salta a un tono inconforme, pues según dice, las instituciones municipales le deben aún dinero para completarla, sabe que han aportado en varios proyectos pero en ese caso la negligencia de tales entidades lo enfurece. La responsabilidad que él ha tenido como artista, y tratándose de la que él considera su obra más representativa, justifica la comprensión de ese inconformismo. Lo bueno es que, aún siendo una creación incompleta, a los turistas parece agradarles mucho. También vi con sorpresa una obra de teatro al aire libre combinada con la tradición del carnaval, y la música, el fuego, las danzas, los versos, todo en un mismo evento, sobre arena puesta allí en medio de la plaza, rodeados de espectadores agradecidos y atentos. Las fotografías y las sonrisas en quienes visitan todas estas expresiones, que van en ascenso, dibujan un prometedor porvenir en el arte porteño.