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Por: Javier Franco Altamar

Texto y fotos

Quizás parezca divertido para los niños, incluso aleccionante y motivador, pero no se puede negar que incluso para los adultos, darse un paseo por un sitio como estos es relajante, sencillamente natural, y hasta podría ser tomado como un regreso al oxígeno que a todos nos hace falta para sentirnos mejor.

Y ni siquiera toca darse el gran viaje ni armar carpas en medio del mar verde de la selva. Basta con echar rueda por la carretera de la Cordialidad desde Barranquilla, y en cosa de 20 minutos, ya estamos entre vacas, cerdos, gallinas, mariposas, avestruces, grandes toros y caballos. Fuera de que no es sino caminar por un sendero de plantas y nos sorprenderemos a nosotros mismos en un restaurante, cuyos techos de vegetal y estructura de madera, no nos permiten abandonar el ambiente. Además, la comida típica salta en su pureza desde la carta de menú.

Eso nos pasó en el Solar de Mao. Así se llama el sitio. Confieso que el nombre no me sonó, pero ahora que me ayudaron a recordarlo, hace varios años que nos detuvimos allí, subimos por un sendero para dejar el carro, y si no entramos al recorrido que nos ofrecieron fue porque ya el tiempo apremiaba. Pero este regreso en el Puente de Reyes, con recorrido orientado y la compaíña de dos nietos, me dieron ganas de narrar.

No se ahorra nada este sitio en experiencias: corrales de conejos, cerdos y gallinas, por ejemplo. Una niña insistía en llevarse consigo un conejo negro, y casi que no sirve el tacto de la muchacha orientadora para disuadirla. Pensé que era un extraño arrebato, pero cuando vi a mi nieto de cuatro años con la misma intención, me convencí de que estábamos en presencia de una magia inaccesible a los mayores.

Paseo en un pony, paciencia para esperar en cada juego de los niños, recorrido en un tractor que bajaba por pendientes y lo ponían a uno al tanto de los avestruces. Ordeño, animales parlantes de colores vivos, un bosque ‘Encantado’ para escalar (los niños), visitar una casa en el aire, jugar al equilibrio, recostarse en una red trazada sobre el árboles, en fin. Por cierto, tantos árboles no dejan que haya calor. Quizás por eso, la jornada le rindió a una vendedora de raspaos en la zona de cafetería. Raspao tradicional, por cierto. Hacía rato que no probaba uno de cola con leche.

Pedí los datos esenciales para escribir alguna cosa:

Resulta que ese sitio fue idea de una familia del interior del país: los Acevedo Velásquez, quienes adquieron esa finca con ánimo de recreación familiar. Pero después, vieron su potencial y lo convirtieron en una experiencia turística integral de fuerte componente granjero. La idea es reforzar los valores campesinos y el amor a la tierra. De hecho, el Solar tiene como lema “Le ponemos corazón a la tierra”. Hay monos, serpientes, cacatúas, búfalos, tigrillos y monos dentro de la oferta. Con la mayoría se puede interactuar.

Imposible pedirles a los niños que se concentraran en una sola cosa: juegos de cabuyas, poleas, tiros al blanco, experiencias de ordeño, posibilidad de darles de comer a los animales. Ni siquiera se salva el suelo, muy curioso para bebés (como el otro nieto mío de solo un año) que, salvo la de la playa, no había tenido contacto con la tierra marroncita, esa misma consistencia granulada que era abundante en nuestros espacios citadinos de 50 años atrás.

Hasta la mariposas coquetean con el visitante. Hay una chica que, vestida de rosado, personifica a un “hada mariposa” cuya función es orientar a los niños hacia el mundo de esos insectos. Luego viene el recorrido por el mariposario en el que, aún disparada sin criterio, cualquier cámara daría una bonita foto. Son un centenar de ejemplares de 15 especies suman, y las hay de varios colores.

Es un tanto distinto, creo, este sitio. Y tiene la ventaja (si se trata de ahorros) de que está ubicado antes del peaje. Hay muchos empleados, cada uno dispuesto más que el otro. Y todos con algún tipo de capacitación en asuntos recreativos y ambientales. No se ahorra nada este sitio, ya dije. Vale la pena si queremos respirar aire puro y recordar que hacemos parte de la naturaleza.

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co