Por: Jean Pierre Mandonnet
Esta semana hubo cuatro noticias de carácter excepcional que fácilmente pueden disputar las primeras planas de la crema y nata de la prensa escrita o acaparar titulares en los principales noticieros radiales o televisivos.
Estas noticias fueron las siguientes:
1.) La declaración de bienes de las Farc y la posterior reacción del Fiscal General.
2.) La candidatura de Germán Vargas Lleras a la presidencia a través del mecanismo de recolección de firmas.
3.) El ventilador encendido de Musa Besaile que apunta directamente al ex director de la Unidad Anticorrupción de la Fiscalía Gustavo Moreno.
4.) La puesta en marcha del Acto Legislativo 04 de 2017 que reitera o declara (desde donde la óptica nos permita entenderlo) el paramilitarismo como una práctica meramente inconstitucional.
Como ya pueden ver, tres de las cuatro noticias son malas, y si bien la cuarta es relativamente buena, requiere de una reiteración -a mi juicio innecesaria- dentro de una sociedad inmadura que debate sobre la existencia de un mal evidente y que ha cobrado la vida de miles de víctimas a lo largo del conflicto armado.
En este caso hay un elemento común dentro de lo que podemos llamar cobertura mediática, o utilización del espacio impreso por plumas autorizadas, dentro y fuera del ámbito jurídico nacional: las respuestas a la columna de María Isabel Rueda, publicada la semana pasada en El Tiempo, en la que criticaba la reiteración de dicha prohibición.
Así fue como varios de mis columnistas favoritos (valga la aclaración) procedieron a responderle con su debido soporte a la señora María Isabel.
Tanto el ex Fiscal General de la Nación, Alfonso Gómez Méndez, como el jurista Rodrigo Uprimny, o el columnista Antonio Caballero, dispusieron en la mesa todos los antecedentes jurídicos e históricos posibles, desde un marco conceptual en el que se evaluó -pese a la disimilitud de espacios y medios- el rol del paramilitarismo, el Estado, la guerrilla y el efecto dominó de su accionar, además de la tendencia anticomunista que exportaron los Estados Unidos a Latinoamérica bien entrada la década del 60.
Fue así como Uprimny y Caballero trajeron a colación la tesis del politólogo Pedro Medellín Torres, publicada en su columna del pasado 4 de agosto en Semana titulada: “El Estado acepta la responsabilidad del paramilitarismo”. Medellín hace énfasis en una coyuntura relativamente nueva para esta nueva generación de ‘opinadores públicos’, la cual consiste en el hecho de que el Estado haya aceptado -por fin- la responsabilidad del nacimiento de grupos paramilitares y de justicia privada y otros tipos de violencia como producto de su precaria presencia dentro de la Colombia rural.
La tesis de María Isabel Rueda, según la cual era un error el hecho de que el Estado prohibiese (o reiterase) la prohibición de dicha práctica, so pretexto de que esta acción le permitiría al mismo aceptar su mera culpabilidad al dejar que estos grupos paramilitares o de justicia privada surgiesen, fue rebatida de manera tajante por Uprimny, quien, citando al también columnista de El Espectador, Gustavo Gallón, señaló que: “A ningún Estado lo condenan porque prohíba en su Constitución un hecho atroz que ha ocurrido en su territorio, sino todo lo contrario: ese paso es visto como un esfuerzo en la buena dirección de superar esas atrocidades.”
Por su lado, Gómez Méndez trae a colación el decreto 3398 de 1965 en su columna publicada en El Tiempo, titulada ‘Constitución y paramilitarismo’ como complemento a la tesis de Medellín, amparándose posteriormente por la Ley 48 de 1968 mediante la cual “se autorizó la utilización del personal civil en actividades y trabajos para el restablecimiento de la normalidad”.
Hoy día sería necesario analizar qué tomaba en cuenta el Estado como ‘normalidad’. Es decir, si en efecto respondía a la colonización norteamericana producto de los cambios en el manejo de su política exterior, dada la necesidad de ganar aliados para la Guerra Fría. ¿Habrá sido interpretado este tema en su momento como un vacío estatal que urgía de la acción armada de la población civil para ser llenado, mucho más teniendo en cuenta que estábamos en pleno Frente Nacional? ¿Habría en ese caso una carga moral que debería por tanto ser asumida por el Partido Conservador? Sobre todo teniendo en cuenta que los presidentes -tanto al momento de expedir el primer decreto, como de adoptar el mismo como legislación permanente en el 68- eran Guillermo León Valencia y Carlos Lleras Restrepo.
Veintiún años después -cuenta Gómez Méndez-, el presidente Virgilio Barco expidió el decreto 1194, que castigaba con penas de 20 a 30 años de prisión a quien “promueva, financie, organice, dirija, fomente o ejecute actos tendientes a obtener la formación o ingresos de personas o grupos armados de los denominados comúnmente escuadrones de la muerte, bandas de sicarios o de justicia privada, equivocadamente denominados paramilitares.”
Sin embargo, fue a principios de la década del 90 cuando esta problemática se acentuó. Una vez fueron fracasando los PNR (Planes de Rehabilitación Nacional) de Belisario Betancur, del propio Barco y César Gaviria y las guerrillas fuesen ganando terreno a través de la búsqueda de nuevas fuentes de financiamiento con el fin de sostener su economía ilegal y mantener el pulso de la guerra contra el Estado, nacieron las Convivir, de la mano del célebre ex gobernador de Antióquia Álvaro Uribe Vélez, bajo la anuencia -cuenta Antonio Caballero en su columna- del ex ministro de Defensa de Ernesto Samper, Fernando Botero Zea, quien posteriormente iría preso por su presunta participación en el impune Proceso 8.000.
Las Convivir nacieron en 1994 bajo el decreto ley 356, durante el ministerio del mencionado Botero Zea para proteger a los terratenientes y ganaderos de Córdoba y Antioquia. Posteriormente se convirtieron en las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) y trabajaron en común acuerdo con el Estado de manera conjunta tanto para combatir a las guerrillas de las Farc y el ELN, dado el rol preponderante de los hermanos Castaño dentro de la vida pública del país a principios de los 90 y su resistencia ideológica a las revoluciones armadas.
A partir de allí, trabajaron explícitamente con el ejército durante el primer período de Álvaro Uribe en su afán por consolidar la política de Seguridad Democrática y generar resultados inmediatos. La llamada ‘Operación Orión,’ que generó combates entre la guerrilla de las Farc y el Ejército Nacional en la Comuna 13 de Medellín en el año 2003, desembocó en la posterior aparición de fosas comunes dentro de las cuales habrían sido enterradas víctimas civiles presentadas como bajas de la guerrilla. Hay fotografías y testimonios que demuestran la participación conjunta de las AUC y miembros del CTI de la Fiscalía como ampliación del brazo estatal. León Valencia, por cierto, recuerda el llamado que realizó Uribe en aquél 2003 a los campesinos para labores de inteligencia y apoyo a las fuerzas militares.
Por ende, pese a haber sido establecida la prohibición hace 28 años, el paramilitarismo como práctica nunca dejó de ejecutarse, y, por el contrario, trabajó como nunca de la mano con el Estado, e, incluso, bajo el beneplácito de un sector de la sociedad que lo interpretaba como ‘violencia buena’ si se trataba de combatir a las guerrillas de las Farc y el ELN.
La tesis de Uprimny sobre la necesidad de prohibir constitucionalmente el paramilitarismo se basa en la sentencia C-572 de 1997, en la que las llamadas Convivir fueron legalizadas con ciertas restricciones. El jurista señala que, de haber sido diferente, con un fallo claramente a favor de una prohibición expresa de todas las formas posibles de violencia en aquel momento,, no hubiese sido necesaria una reiteración a estas alturas.
Dado el contexto del post-acuerdo y la inminente aplicación del pago de la deuda que mantiene el Estado con los grupos armados creados en la época del Frente Nacional, ante la imposibilidad de exponer sus ideas en democracia, se torna indispensable y obligatorio el reconocimiento del error de funcionamiento que permitió a los primeros grupos de justicia privada trabajar, ya sea de manera conjunta con la Fuerza Pública para combatir a la guerrilla -nacida precisamente por la inacción estatal de mediados del Siglo XX- o, incluso, reemplazar la acción misma del Estado a la hora de proteger a los mencionados ganaderos y propietarios de tierra en el centro y norte del país.
Sin llegar al punto, eso sí, de la poca claridad en la concepción de muchas de las mencionadas propiedades, debido a la ausencia o manipulación en los derechos de formalización de las mismas, en parte gracias a ese vacío estatal que dejó el control de las instituciones en diversas regiones en manos de las economías ilegales.
Por lo tanto, considero que sí es necesario prohibir y así dejar claro que ningún tipo de violencia es buena, y que bajo ninguna circunstancia ni amparo de ideología alguna un grupo X puede alzarse en armas con su respectiva causa como plataforma.
Una cosa es que el Estado incurra en un error al hacer mea culpa de sus falencias estructurales, las cuales en un momento dado permitieron y avalaron conscientemente el surgimiento y posterior crecimiento de los grupos paramilitares, como señala María Isabel en su columna dominical, y otra muy distinta es que en medio del camino por recomponer el organigrama estatal, la autocrítica, la reparación y la justicia, pasen a formar un hilo conductor por medio del cual se pueda conducir el barco hacia aguas tranquilas, con la seguridad de que los gazapos del pasado han sido enmendados.
Establezcamos diferencias. Procuremos que la gente las entienda y tome partidos. Pero, claro hay una cosa clara que debemos entender todos; ningún tipo de violencia es buena.
Pasemos la página, please.