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Por: Kairys Espinoza Rodríguez

“El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Para muchos, una frase cargada de sabiduría, para otros, un arma de doble filo. ¿Debería un pueblo repetir su historia aún sin haberla conocido? ¿Se podrían repetir las historias siquiera? 

El municipio de Colosó (Sucre), fue uno de los pueblos donde mayor presencia hubo por parte de las AUC (grupo paramilitar) a finales de los 90. Y es que, a pesar de no haberse registrado tragedias tan grandes como la de El Salado, su impacto social y cultural se vio registrado en el proceder de este pueblo, hasta llevarnos a lo que es hoy, uno de los lugares más visitados por turistas. 

Al llegar, lo primero que se percibe es la extensa -y muy mal hecha- carretera principal, también llamada “calle real”. Para llegar, se debe viajar durante 50minutos desde Sincelejo o 45 si se traslada en moto.  Pasamos por uno de los “puentes” y con la vista aún en la carretera, pero con el dedo señalando hacia atrás, mi mamá afirma haber sido detenida en ese lugar meses antes de quedar embarazada. 

-Ahí era donde nos detenían. Siempre preguntaban los mismo. Quién era, para dónde iba, por qué y cuánto me iba a demorar. 

– ¿Alguna vez les hicieron algo?

-A mí no, tu abuela avisaba cuando yo iba a venir. A algunas personas les quitaban lo que llevaban. 

Como pueblo que se respete, el vecino termina siendo tu primo y el de al frente tu hermano. Se conoce lo que se dijo e hizo y si quieres pasar desapercibido, aquí no lo vas a lograr. El sol del mediodía se hace notar y mientras estamos en la hamaca llega ‘Tía Carmen’. 

-Ya decía yo que el día estaba raro – afirmó, mientras la temperatura no pareciese cambiar de parecer por nuestra llegada. 

Tras haber tomado su respectivo pocillo de café, emprendimos la caminata con tía por el pueblo. Mientras caminábamos con la cara arrugada a causa del reflejo solar, el paisaje nos arropaba la visión. Como toda religiosa que es -y que somos- mi tía afirmaba que es la misma presencia de Dios la que reflejaba en medio de las montañas. 

Pasamos por el hospital del pueblo, ubicado en la acera de la Calle Real; mismo que había sido testigo del asesinato de Franquilina Isabel Rodríguez. Ella había sido enfermera del hospital y aunque en el hecho fue registrada como una de las víctimas del paramilitarismo de la época, los presentes del lugar no hablan del tema. 

También pasamos por la Iglesia de San Miguel Arcángel, la Antigua Alcaldía Municipal y la Biblioteca hasta llegar a una casa grande. Desde afuera se veía lo grande que era. Por un costado del cercado traslucía un rancho grandísimo, oculto por dos palos de guayaba y naranja agria. 

– ¿Esta es su casa tía?

-Sí, pero no duermo aquí, no me gusta. 

Se percibía un olor a fruta natural por cada rincón de la sala. A pesar de estar descuidada, no dejaba de ser un lugar grande, imponente; con muy poca luz, eso sí. Me acerco al rancho y recuerdo atentamente el orden la historia. Cristian, primo -casi hermano- de mi mamá, había recién ingresado a la guerrilla. Todos sabían, pero nadie decía nada. Poco antes se había comprometido con una muchacha muy simpática, a los meses ya estaba embarazada. Lucho, también primo -y hermano- en el auge de su juventud y en vista de la situación que atravesaba el país a causa de las guerras, ingresa a ‘Los Paras’ y como muestra de lealtad ante el grupo, le lanzan el ultimátum. Matas a Cristian -su primo- o no sigues aquí. 

Un palo de naranja tan grande como el techo de la casa se alzaba en el costado del rancho. Fue ahí, donde lo mataron. Mientras Cristian dormía en la hamaca puesta en el rancho, Lucho se avecinó por la parte trasera del platanal. Llamó a Cristian y lo último que se oyó fue el disparo. 

Tía pelaba la naranja con gusto y cuando fueron las cinco de la tarde, nos mandó a recoger para irnos. Nadie más se volvió a dormir en esa casa. El dolor y la angustia quedaron sepultados en ese lugar. Es una historia que pasa de generación en generación, pero que quizás, de no ser contado, podría seguramente gozar de una buena estadía mientras se come toda clase de frutas que salgan de los palos allí sembrados. 

Mientras regresamos donde Tata, los adolescentes que horas antes pasaban desaliñados y descalzos, ahora pareciese que acabaran de salir de una bolsa de regalo. Sus risas y miradas cómplices hacían que todo lo vivido hace unos 24 años no sea parte de su historia -porque no lo es- y que lo que algún día fueron gritos, dolores y padecimientos interminables hoy sólo haya sido una pesadilla. 

Una imponente casa, con una historia detrás. Un pequeño pueblo, con cicatrices y ganas de sanar. 

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co