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Por: Javier Franco Altamar

Pedro ‘Ramayá’ Beltrán no ejecuta su flauta de millo: hace el amor con ella.  

Otros músicos quizás toquen el instrumento y consigan su propósito de imponerlo, a pulmón herido, sobre los truenos de la percusión. Pero él lo hace de otra manera: lo suyo es un ritual de Venus. Sus labios besan la flauta por un extremo hasta hacerla vibrar, y con la danza de dedos, la masajea a lo largo para que gima de placer en la expresión intensa de los pitos. 

Y no es un amor de ahora, ni viene de una adolescencia de veleidades hormonales. Se trata de una relación de niñez producto de una seducción mutua y furtiva. Hoy, muy cerca de sus primeros cien años, a Pedro Beltrán no le tiembla el pulso para confesar su condición de enamorado precoz. La única diferencia, en este caso, es que el centro de admiración no era una maestra de escuela, sino una flauta. Ella, muy coqueta, colgaba del techo en la casa natal de Patico. 

En ese sitio la dejaba su hermano Fernando antes de marcharse a sus labores de campo. Ya casi terminaba la tercera década del siglo XX. Patico era, por entonces, corregimiento de Mompox, municipio ribereño del departamento de Bolívar. Hoy está bajo la tutela de Talaigua Nuevo, población donde se inventaron la danza de Las Farotas, una de las tradicionales del Carnaval de Barranquilla.  

Recuerda Pedro que su ternura infantil se vio impactada por la flauta, y terminó enredado con ella por varias razones que hoy se entrecruzan en su memoria. 

Por un lado, ya había tenido tanteos previos con algo parecido a una flauta. No era un instrumento de vocación musical, pero sí aullaba lo suficiente como para espantar a las cotorras. De hecho, ese era su propósito, y el futuro flautero las elaboraba él mismo con el peciolo de la hoja de auyama. 

-A ver le explico –dice ahora-: Yo fui pajarero. En la parcela de la familia, sembrábamos maíz, y las cotorras llegaban a comérselo. Entonces nosotros íbamos a pajarear, o sea a espantar los pájaros. Allí también se sembraba la auyama. Por arriba, la hoja de la auyama parece un paragüitas. Bueno, se usaba la hoja de la auyama para construir el instrumento. Tenía un ojito donde se hacía una rajita vertical, se abrían cuatro huequitos hacia abajo, y con eso, yo soplaba, salía un sonido. 

Así comenzó lo que podría tomarse como iniciación en los menesteres amorosos. Las cotorras se marchaban, pero el instrumento seguía en las manos, proyectado desde la boca hacia el frente, dejándose conducir hacia una suerte de melodía.  

Y eso sí que ponía a palpitar al niño, porque si bien él improvisaba guitarras y tambores en la escuela de Santa Ana donde estudiaba al otro lado del río (“cogía cualquier chéchere”), nada tan seductor como el sonido flautero. Eran los avisos internos de que no era solo asunto de llevar la música en la sangre, sino de ponerla a bombear por las rutas del placer. 

 Un segundo ingrediente fue la presencia de un padre musical. En la vigilia, don Luis Ángel Beltrán Estrada, papá de Ramayá, era un hombre puro del campo, agricultor de ciclos solares; pero en reposo, era un exquisito intérprete de la gaita hembra.  

No se trataba, en este caso, el clásico tubo de madera que llega hasta el ombligo del ejecutante. Quizás le faltaba crecer un poco; o de pronto, la pieza del cardón no alcanzó para darle una estatura normal, pero era el juguete preferido de aquel coloso rural. “Mi papá era gaitero. Él se ponía a tocar unos temas y yo me aprendí varios, que eran de su propia autoría”, dice Ramayá, que las llevaría al acetato tres décadas después, cuando ya era un músico destacado en Soledad, Atlántico. 

Pero eso no fue todo. El niño Agustín -así le decían- también solía escuchar el sonido de una flauta vecina. Recuerda que pegaba la oreja a la pared para oírla mejor. De manera que cuando encontró la flauta de millo de su hermano colgada al techo, ya no había espacio para la timidez, y no tuvo más más remedio que volverla suya, así fuera por raticos. “Y con el tiempo, me di cuenta de que ya sabía tocarla, sin más allá y sin más acá”. 

También puso su granito de arena el millero José Gregorio Polo, a quien Pedro veía ejecutar la flauta en las fiestas patronales de su pueblo cada octubre. Aquel hombre tocaba sentado en un taburete, con la pieza cilíndrica cruzada sobre la mejilla derecha, y los dedos masajeando los agujeros del lomo. Pedro Agustín decidió que así, con esa calidad, quería tocar algún día su propia flauta. Y se lo dijo. Por esa perfección pasó a los pocos años, y en el recuerdo quedó aquel bello maestro que nunca se negó a serlo.  

Mi flauta

Tuvieron que pasar casi tres décadas para que Pedro Agustín Beltrán Castro expresara su amor por la flauta de millo en una canción. Se llama, justamente, ‘Mi flauta’. 

Primero, la grabó con la Cumbia Soledeña de Efraín Mejía, la agrupación folclórica que le había abierto sus brazos en 1961. La canción está en el volumen II del álbum ‘Pa gozá el Carnavá’ de 1968. Luego, en 1985, la estilizó un poco y la grabó en su propia ‘Cumbia Moderna de Soledad’. Por cierto, en ese trabajo discográfico aparece también el famoso cumbión ‘Déjame Quieto’, ese del tira y jala entre un gato y un ratón, y que es, en sí mismo, un portento de la ejecución de la gaita.

 En esta oportunidad, Ramayá no quiso dejar dudas de que esa canción es una genuina exaltación amorosa a su flauta. Por eso bautizó ese trabajo de 1985 con el mismo nombre del tema. En esta oportunidad, sin embargo, Beltrán prefirió que la cantara su hijo Ramiro, y que en el coro lo acompañaran Daniel Vargas, Jorge Gutiérrez y hasta la misma invitada especial Carmen Pacheco:  

Mi flauta, mi flauta 

Escúchenla como suena (bis) 

Es la que me da la plata 

Y borra todas mis penas (bis) 

Su flauta le genera ingresos, por supuesto. Es su instrumento principal, el de la melodía. Pero no se trata solo de eso: ese tubito de madera le permite conectarse con las dimensiones inefables de la música, allá donde no llega el lenguaje de las palabras. Además, lo hace en la misma dirección del filósofo alemán del siglo XVIII Arthur Schopenhauer, quien respecto del arte llegó a escribir que es, junto con la compasión y el retiro espiritual, lo único que brinda consuelo frente a los sufrimientos.  

Mi flauta, mi flauta, 

qué bonito está sonando (bis) 

A ella nadie la aguanta 

Cuando yo la estoy tocando (bis) 

Por supuesto: cualquier otro puede ejecutar muy bien la flauta de millo. El mismo Ramayá tiene una lista que cubre con unos pocos dedos de la mano. Pero eso sí: nadie interpreta como él un tema tan exigente como ‘La rebuscona’, por ejemplo, instrumental a pito exaltado, obligatorio, hoy, en cualquier presentación de conjunto de millo. Es casi un himno del Carnaval de Barranquilla, dice ahora nuestro personaje. 

Mi flauta, mi flauta  

La reina de los cantares (bis). 

Cuando yo la estoy tocando 

Se alegran hasta los mares 

Un poder como ese, es decir, el de reinar por encima de todos los cantares y, además, modificar el temperamento de la naturaleza, tiene tan solo un precedente en la cítara de Orfeo. La mitología griega registra que cuando Orfeo ejecutaba su instrumento, las almas de los mortales descansaban, las fieras se apaciguaban y los mares se calmaban. Con la cítara por delante, Orfeo enamoró a la bella Eurídice, doblegó al terrible Cerbero, guardián del Infierno, y pudo bajar al inframundo para resucitar a su amada. 

Con una relación tan fuerte como esa, no es de extrañar que Cielo Ricaurte, esposa del maestro Beltrán, haya llegado a sentir celos en algún momento. Quizás sean los celos más divertidos del mundo, porque ella reconoce el lugar de privilegio del instrumento, es decir, ese pedazo del corazón donde no pueden entrar las palabras. 

Ella sonríe. Todo el tiempo sonríe. Es 30 años menor que su esposo, pero la música redujo las distancias. Aunque no fue precisamente con cumbias o chandés que él la enamoró, sino con boleros tocados por teléfono, apoyados en la guitarra. Ella, además de su esposa, se convirtió en tesorera de su agrupación y de su propia vida. Pero prefiere mantenerse allí a un ladito, orgullosa de que todo mundo exprese su cariño eterno por “el maestro”, como le dice ella.    

  Ramayá se refiere a su esposa como “Cielo del alma mía”, y nadie duda que es la reina, la directora de la ruta del Rey, como quedó claro la noche del 10 de febrero, durante el Desfile de La Guacherna. En ese evento, se le tributó un nuevo homenaje a Ramayá, otro más dentro en un listado interminable iniciado en el año 2002, cuando fue designado Rey Momo del Carnaval.  

En La Guacherna, Ramayá desfiló ataviado de oro en un tráiler, con la impronta malibú intacta en su rostro, y su corona de ‘Rey del millo’, título que resaltaba en su banda cruzada. Sus hijos y los actuales herederos de la ahora ‘Cumbia Moderna de Ramayá’ lo acompañaron, e interpretaron sin tregua su enorme repertorio de canciones, que se cuentan por centenares Y, por supuesto, la flauta imponía sin esfuerzo, abriéndose paso entre gritos, coros y retumbes  

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Ella también ha crecido 

A ninguno de los que alcanzaron a verlo en La Guacherna le cabe duda de que Ramayá está intacto en el goce de su plenitud. Por muy leve y fugaz que sea la lectura de su vida, en ella se podrá comprobar que ha ido creciendo poco a poco hasta instalarse, como una deidad, en el Olimpo de las artes. Y, como es de suponerse, su flauta le ha seguido el paso. 

Al principio, por allá en 1961, cuando él, luego de retirarse del Ejército como sargento, se vinculó a la Cumbia Soledeña de Efraín Mejía, la flauta de Pedro era cortica. Desde esa condición, solo era capaz de ofrecer tonalidades altas. Pero las cosas fueron cambiando, y el instrumento se ajustó a las exigencias de su compañero cuando él, 10 años después, ya estaba al frente de su propia ‘Cumbia Moderna de Soledad’.  

Para facilitar el ajuste, él le aumentó la longitud a la flauta, la reprodujo en clonación artesanal, y aprovechó ese proceso para incorporarle distintas afinaciones. De esa manera, todo lo que aparecía en la mente de Ramayá, empezó a trasladarse a la flauta sin intermediarios y con el mínimo roce de los dedos. “Si uno lo aprovecha bien, el carrizo da un sonido bonito”, dice refiriéndose a la caña más usual para elaborar esa flauta; aunque por tradición, mantenga el apellido millo, otro vegetal de la región que también sirve. 

 Gracias a la flauta de Pedro Beltrán, composiciones como La Estera de Eliseo Herrera, que había pasado de agache en los Corraleros de Majagual, ya disfruta de juventud eterna en la producción de la Cumbia Moderna. Y en esos atrevimientos en los que secundó a su dueño, la flauta transformó, en canción costeña, un tema de Afric Simone, producido al otro lado del mundo en 1975, y le dejó el mismo nombre: ‘Ramayá’.  

En esa nueva versión, grabada en 1978, la flauta puso sus pitos, y Pedro Beltrán incorporó una letra sin sentido que simula ser el idioma africano del tema original. Ese atrevimiento le regaló su famoso remoquete que, incluso, se ha trasladado a sus herederos. 

La enorme descendencia de hijos, nietos, bisnietos y tataranietos que Ramayá ha construido, está casi toda metida en la música; pero él todavía no suelta su flauta multiplicada, que aún se desplaza en la mochila cuando abandona su casa ubicada en Malambo (Atlántico). Allí tiene adaptado un estudio de grabación para que se dé gusto con su flauta, o elabore alguna pista o una pieza que le soliciten. 

Los vecinos saben cuándo él está ensayando o grabando porque el pito de la flauta vence distancias y se cuela por debajo de las puertas. Y como él nunca dice que no, el romance con su instrumento sigue vigente. Y ella sigue generando aullidos de placer cuando él la toca. “Es que mi relación con la flauta de millo es inmensa”, dice. 

Le faltó decir que es una relación interminable, estrecha, apretada, intensa, estética desde la experiencia, bella desde su expresión, difícil de superar, imposible de contar…  

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Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

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