Punto de inflexión.
“Baila Cacique, baila Cacique…El vivo vive del bobo y el bobo de papa y mama”, cantaba Peter Manjarrez junto a Diomedes Díaz, en el disco lanzado en 2011. La canción, que se escuchó en todas las emisoras y se bailó en todas las discotecas de la región Caribe, prosigue con los versos:
Hay unos que se consiguen unas mujeres
que más bien parecen ellas ser el marido
Porque se van de parranda todos los viernes
y ellos quedan en la casa, en una silla dormidos
Este es tan solo uno de los ejemplos que refleja nuestro imaginario de vivo y de bobo, de avispado y de quedado, de pícaro y de ingenuo. Se podría pensar que esa concepción produce que en Colombia, y en América Latina, muchos políticos sean corruptos o que se desate un escándalo de corrupción cada mes; pero en realidad el proceso es inverso.
Que los magistrados de la Corte Suprema extorsionen a congresistas corruptos y que los sobornos de una multinacional salpiquen en los más altos puestos del gobierno, más que una consecuencia de ese imaginario, es una causa o, al menos, una primera piedra.
Tomemos como punto de partida la novela picaresca, nacida en la España renacentista del siglo XVI, cuando aparece publicado una novela anónima titulada ‘El Lazarillo de Tormes’. La historia narra la vida miserable de Lázaro, quien está condenado desde su niñez a sufrir las penumbras de la vida, desnudando la doble moral de las instituciones, especialmente religiosas. La obra surge ante la degradación de las instituciones imperiales y ante la saturación de narraciones idealistas del Renacimiento.
En Colombia, como en la España del siglo XVI, la institucionalidad también está degradada. La falta de oportunidades y las desigualdades sociales obligan a que surja la figura del pícaro, del vivo que intenta sacar ventajas bajo cualquier circunstancia. Según Oxfam, en Colombia el 81% de las tierras productivas están en manos del 1% de los propietarios. Según el Dane, 13,3 millones de colombianos son pobres porque reciben un ingreso inferior a $242.000.
Con todas esas barreras sociales, surge la figura del pícaro. En Colombia le decimos el avispado o el vivo. El diccionario de colombianismos del Instituto Caro y Cuervo lo define como: “Astuto, hábil para aprovecharse de las circunstancias”, una acepción positiva.
Por su parte, el doctor en Letras Lahcen El Kiri analizó la psicología de los personajes de la novela picaresca y llegó a las conclusiones de que un pícaro es una persona que finge ser valiente sin serlo, no tiene confianza y se le dificulta entenderse con los demás.
“El avispado tiene profunda confianza en sí mismo; por tanto, no requiere de preparación, dado que su astucia natural le permite salir triunfante en todas las situaciones (…) el héroe escolar no es el alumno excelente, sino el avivato, el más hábil para el pastel o la copialina (…) no hace filas, no respeta los turnos y tiene mil artilugios para burlar cualquier norma social o legal que impida alcanzar sus ambiciones”, escribió Juan Luis Mejía, rector de la Universidad Eafit de Medellín, en el ensayo ‘Culto al Avispado’.
A veces siento que somos demasiados los avispados, y vivimos en permanente alerta. Terminamos agrediéndonos y frustrándonos entre todos. Somos demasiados los que queremos volarnos el semáforo, colarnos en la fila, copiarnos en el examen y hasta hacer los goles con la mano. Y si la solución no vendrá de aquellas instituciones y aquellas élites que lo han provocado, entonces quizá sea el momento de levantar la mano y elegir ser el bobo, y sugerir a los otros que nos acompañen. Puede que lleguemos a vivir mejor.