Por: Beatriz Zurbarán
Coordinamos la entrevista a través Sandra, una amiga en común. Acordamos la fecha y la hora para que se acomodara a la agenda de Camila*. Ella vive en Medellín, así que sería una reunión virtual. Todo parecía presagiar que iba a ser un encuentro frío y superficial.
Comprendí por qué Sandra me insistió en que la entrevistara, cuando Camila encendió su cámara, me saludó con una amplia y franca sonrisa y de una me soltó:
—Yo nunca me había imaginado tener que salir de mi país —dijo con una mueca como esperando incredulidad de mi parte.
Ella tiene 38 años, ciudadana venezolana, casada, madre de dos niños, semblante tranquilo, habla rápido y vuelve su mirada hacia la distancia cuando habla de su país, como evocando momentos y lugares.
El espacio desde donde se conecta se ve iluminado y confortable. Detrás de ella se observan estantes repletos con libros de diferentes tamaños. No alcanzo a ver sus títulos, pero Camila me dice que le encanta leer literatura latinoamericana y me cuenta que ahí tiene obras de Borges, Rulfo y Rómulo Gallegos, por supuesto. Pero también libros de autores más recientes como Samanta Schweblin, Jesús Miguel Soto y Pilar Quintana.
Camila tiene la piel trigueña y ojos negros. Lleva el cabello recogido discretamente hacia atrás, pero se alcanza a ver que es de color castaño oscuro y un poco ondulado. Tiene nariz y ojos grandes y una expresión tranquila y reservada.
—Casi no me gusta el café —dice saboreando una taza de té.
» No quiero pasar algunos detalles por alto —agrega, mientras va anotando frases en una pequeña libreta.
» Mira —me dice retomando el tema—, los venezolanos no teníamos esa cultura de migrar de nuestro país. Más bien allá recibíamos personas de Europa y de toda Latinoamérica. Mi esposo y yo teníamos trabajo, una casa propia y un carro. Vivíamos tranquilos, éramos una familia de clase media. Habíamos construido nuestra casa a nuestro gusto, como la queríamos, teníamos todo.
Camila se queda pensativa por unos segundos quizás recordando su casa en Maracay. Su rostro dibuja una sonrisa nostálgica. Toma otro sorbo de té y continúa.
—En mi familia todos teníamos pasaportes, pero era un documento que teníamos engavetado y que te olvidas que lo tienes. No pensábamos que ese documento podía significar una puerta de salida ante una crisis.
» En un primer momento, cuando la situación se empezó a complicar, como familia planificamos que mi esposo saliera primero del país. Tenía una oferta de trabajo de un amigo en Ecuador. Sin embargo, este asunto se enfrío y seguimos llevando nuestra vida, asumiendo, sin preocuparnos, los cambios que se iban dando.
Camila se interrumpe y, como reflexionando cada palabra, dice:
—En ocasiones nos vamos acostumbrando a soportar condiciones de vida que cada vez se van complicando más, asumiéndolo dentro de nuestra normalidad o quizás, con la esperanza de que las cosas por sí solas retornen a cómo eran antes. En nuestro caso fue necesario un detonante que nos hiciera ver lo dramática que era nuestra situación.
En ese momento Camila pide un receso. Llegaron sus hijos de colegio y quiere saludarlos. Después de unos minutos regresa radiante con una tarjeta que le había dibujado María Camila, su hija menor.
—De verdad que de dos años para acá nuestra vida cambió. Dios ha hecho una obra muy linda con mi familia —Entonces, colocando la tarjeta en un corcho repleto de post-it multicolores, prosiguió su relato—. Como te decía, hasta el año 2017 llevábamos lo que para nosotros era una vida tranquila en Maracay y no sé si todavía seguiríamos allá de no ser por el detonante que nos cambió nuestra vida.
»Mi hijo mayor se enfermó. Tenía vómitos y diarrea. Dejó de comer y estaba muy débil. Mi marido y yo lo llevamos angustiados al pediatra. Él nos dijo que el niño tenía una bacteria en el estómago y le formuló un tratamiento que debía ser aplicado de forma intravenosa. Ya en ese tiempo la situación del país era complicada. Pasábamos por un periodo de escasez y teníamos que hacer fila para comprar los alimentos básicos.
Se quedó pensativa, hizo silencio por unos segundos y añadió:
—La situación no ha mejorado. No es cierto lo que dice el gobierno —dijo, agregando con un tono de dolor—: La familia que sigue allá nos dice que ahora las cosas están mucho peor, no puedes confiar en nadie.
Camila sacude la cabeza como apartando estos pensamientos y continúa:
—Ese mismo día conseguimos el tratamiento en la farmacia. En cambio, el suero fisiológico no se conseguía por ningún lado, ni en las farmacias, ni en los hospitales. Por unos conocidos nos enteramos de que la podíamos conseguir en los CDI.
Los CDI o Centros de Diagnóstico Integral fueron creados en 2003 por Hugo Chávez dentro del programa social Misión Barrio Adentro y fueron conformados con la ayuda del gobierno de Cuba. A través de este programa, profesionales cubanos y venezolanos ofrecen servicios de salud a la población venezolana en las zonas más pobres del país que generalmente quedan lejos de los hospitales.
Según el gobierno cubano, ha enviado desde 1960 más de 400.000 trabajadores de la salud a 164 países. De manera que en el año 2020 Venezuela ya contaba con más de 22.000 médicos cubanos.
—Yo me decidí a ir allá —continúa Camila— y por fortuna me llevé al niño. No me querían dar el suero fisiológico, dudaban de que realmente mi hijo la necesitara. Incluso creían que yo pretendía revender ese líquido. —Bajando la voz me aclara que eso era algo usual allá. Algunos avivatos solían acaparar las medicinas y después las vendían a altos precios. La gente se veía obligada a pagar lo que pidieran.
»Acá es difícil entender esto —agrega—. Tú aquí consigues de todo.
»Entonces, le dije a la cubana: Es que te estoy pidiendo UNA, UNA sola —continuó Camila, enfatizando cada palabra y abriendo los ojos con enojo, como si estuviera reviviendo ese día.
»Le mostré al niño. Le dije míralo —Camila cierra sus ojos y después de unos segundos continúa con la voz quebrada—. Recuerdo que lo tenía cargado. Parecía un costal sin vida.
»Creo que la cubana al verlo se enterneció y me dijo que ya regresaba. Tardó como dos horas en regresar. No sé si pensó que yo me iba a ir. Pero, dime tú, ¿cómo me iba a ir? Si ese era el único lugar donde estaba la cura para mi hijo.
En ese momento Camila miró mi imagen en la pantalla. Creo que quería validar si yo había comprendido la impotencia y la rabia que ella sintió en ese momento. Se sirvió un vaso de agua y se lo tomó despacio. Después retomó la palabra.
—No sabes lo duro que es que la vida de tu hijo dependa de algunas personas que llegaron de afuera a apoderarse del manejo de la salud de tu país y que tú no puedas hacer nada. Me tenía indignada recordar lo que la gente comentaba acerca de los médicos cubanos. Se decía que manejaban un negocio con nuestros medicamentos.
»Finalmente la mujer se dio cuenta que yo no me iba a mover de ahí, y regresó con el suero fisiológico. Le aplicamos la medicina al niño y efectivamente se recuperó.
Las estadísticas del ministerio de Salud de Cuba reportan que en los últimos 60 años los médicos cubanos han realizado más de 14,5 millones de operaciones quirúrgicas en todo el mundo, han atendido cerca de 4,5 millones de partos y han salvado 8,7 millones de vidas.
Escuchando la experiencia de Camila, suenan irónicas estas estadísticas. Y parece todavía más cínica la propaganda que se realiza desde La Habana alrededor de las misiones médicas. Incluso durante la pandemia, Cuba realizó una campaña para obtener el Nobel de la Paz para el contingente de profesionales enviados a trabajar en diferentes países para la contención del COVID.
—¿Qué es esto? —cuenta Camila que le preguntó a su esposo al regresar del CDI—. Tenemos dos niños. Es normal que ellos se enfermen. Entonces, ¿qué vamos a esperar acá? ¿La muerte? ¿Agonizar aquí? Esperando por un sistema o por algo que no va a venir.
En ese momento se decidieron rotundamente a buscar una oportunidad de trabajo en el exterior.
No hubo que esperar mucho. Patricia, la hermana mayor de Camila que vendía productos cosméticos y de medicina natural, se había ido meses antes a Medellín a trabajar en una peluquería y la llamó para contarle que le había conseguido trabajo como secretaria personal de Lucía, una cliente rica de la peluquería.
—Sin pensarlo mucho renuncié a mi puesto de profesora en el liceo —me aclara que es como el bachillerato en Colombia— y me vine para Medellín. Lo importante era que tendría un trabajo con el que pudiera sostenerme acá y poder traer a mi familia lo más pronto.
Aún con el temor de venirse sola a un país desconocido, Camila se vino. De esa manera empezó a ser parte de las estadísticas de la migración de venezolanos a Colombia.
Con corte a marzo de 2023, más de seis millones de ciudadanos venezolanos han dejado su país, de los cuales casi 2.5 millones se han venido para Colombia, según las estadísticas publicadas en la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V).
En la Encuesta Pulso de la Migración del DANE publicada el 14 de octubre de 2021, se señala que el 33% de los encuestada(o)s llegaron a Colombia en el año 2018 y el 30% en el año 2019. También se indica que casi el 60% de la(o)s venezolana(o)s que viven en Colombia tuvieron inconvenientes en la búsqueda de empleo.
Allí también se señala que aproximadamente el 68% emprendió su viaje en compañía de su grupo familiar contra un 27% que lo hizo en solitario. Y se indica que de los migrantes que tenían hijos antes de llegar al país, el 33% migró con ellos, el 17% lo hizo después de sus padres (como el caso de Camila) y solo el 3% siguen en Venezuela sin planes de venir a Colombia.
—¿ Y cómo fue tu llegada a Colombia? —le pregunté a Camila—. ¿Si te dieron el puesto de secretaria al llegar a Medellín?
—Bueno, empecé a trabajar con la señora Lucía al día siguiente que llegué y ya estando en su casa, entendí que lo que ella necesitaba era una empleada doméstica que la acompañara en las noches —dijo Camila asintiendo con la cabeza para reafirmarme lo que había dicho—.
»Mi vida se transformó de un momento a otro. Yo que había estudiado una maestría en Literatura Latinoamericana, me había venido a Colombia a cocinar, lavar ropa y hacer aseo. Todos los días debía usar un uniforme. Por primera vez en mi vida sentí lo que era la discriminación. Sentí cómo los colombianos apartan y humillan a los venezolanos que llegan sin recursos. Acá se valora la gente según su apariencia, su ropa, su peinado, sus zapatos… —concluye Camila tristemente.
»Pero uno se termina conformando. Tenía comida y vivienda y podía enviarle plata a mi familia y ahorrar para traer a mi esposo y a mis hijos. Atrás quedaron mis días de profesora. Continué mi vida así por varios meses. Una noche, conversando con una muy buena amiga, le comenté acerca de mi trabajo en Colombia. Ella es la coordinadora de la maestría que yo había cursado y se sorprendió de que estuviera trabajando como empleada doméstica. De manera categórica me dijo que tenía que salir de ese trabajo y que hablaría con un colega de Bogotá para que me recomendara para trabajar como docente en alguna universidad. Me dio un discurso acerca de cómo me había preparado yo para ser profesora, alabó mis capacidades y exaltó mis conocimientos. Me dijo, si yo te valoro mucho como profesional, cómo es posible que tú no lo hagas.
»Me pasé esa noche reflexionando y tratando de entender por qué me había resignado a seguir trabajando como empleada doméstica, sin siquiera intentar buscar otra ocupación. Sin cuestionarlo, había aceptado que ese era el lugar que había para mí en este país. Todavía no lo entiendo.
En junio de 2022 el DANE reportó que casi el 60% de la población venezolana ha presentado dificultades para encontrar un trabajo. De la población que tiene entre 25 y 54 años, este porcentaje sube hasta el 63%. En enero de 2023 el DANE reportó que el 85% de la población venezolana en Colombia ha tenido dificultades para tener un trabajo pago. Para el caso de las mujeres este porcentaje aumenta hasta el 89,2%.
Según estas estadísticas, se observa un considerable aumento en la dificultad para encontrar trabajo para los migrantes venezolanos, lo cual podría explicarse por la situación de la economía del país y el aumento en la población migrante venezolana.
Por mi amiga antioqueña, yo tenía conocimiento que Camila era una profesora de planta de la Universidad E, así que le pregunté:
—¿Y cómo ingresaste a trabajar en la Universidad E?
—Bueno, el colega de mi profesora se contactó con una amiga de Medellín, profesora retirada de esta Universidad. Ella envió mi hoja de vida, recomendándome para cualquier vacante que hubiera. Me llamaron y así comencé a trabajar como catedrática. Te confieso que fueron años muy duros. Dictaba todas las clases que me proponían y me pasaba todo el día en la universidad. A veces pasaba de largo sin almorzar, ni comer, sólo con una gaseosa y un pan. Tomaba el metro cuando podía, sino me tocaba caminar.
—¿Y qué pasó después? —le pregunté.
—Después conté con la suerte que un profesor, que había visto mi dedicación, me recomendara con la decana para una vacante de profesora de tiempo completo. Y acá estoy, haciendo lo que me gusta, ayudando a formar a futuros profesionales.
Camila se queda pensativa unos minutos y agrega:
—Este trabajo me cambió la vida, cambió la vida de mi familia, cambió la vida de mi familia en Venezuela. Yo estoy muy agradecida.
Con estas frases dimos por terminada la entrevista y quedamos en volver a reunirnos otra vez. Esa vez sí sería de forma presencial, ya fuera en Medellín o en una visita de Camila a Barranquilla.
Redactando este documento y habiendo conocido a Camila, reflexiono acerca de su experiencia y me quedan dos inquietudes:
1. ¿Qué sentimientos, miedos o apegos nos llevan a aceptar la vulneración de nuestros derechos, la limitación de nuestras posibilidades, o incluso a poner en peligro nuestras vidas? ¿Por qué aceptar como “normal” unas condiciones de vida que no cubren nuestras necesidades básicas?
2. ¿Por qué dejamos que otros abusen de nosotros? ¿Qué temor nos lleva a disminuirnos como personas y a olvidarnos de nuestras capacidades?
En la actualidad el fenómeno de las migraciones ya no es un fenómeno. Es lo más cotidiano que existe. En África, en Asia y en Latinoamérica existen gobiernos y condiciones de vida que obligan a sus nacionales a salir buscando otros territorios donde puedan construir una vida digna. En el otro lado de la balanza, los países receptores se han armado de estrategias para contener estas migraciones.
Colombia se distingue por ser una nación que recibe a la población venezolana, brindándole protección a través de su sistema de salud, de sus programas sociales y de la inclusión al mundo laboral. Sin embargo, las oportunidades se van acabando y cada vez son menos los trabajos calificados a los que puede acceder la población migrante. En cuanto a la inclusión social, es otra cosa. En el imaginario del colombiano la imagen del venezolano es negativa. Los señalamos como venezolanos o “venecos”. Los discriminamos porque vienen desamparados y sin dinero a buscar oportunidades en nuestro país. Qué ironía. Es la misma discriminación que recibimos los colombianos cuando llegamos a un país desarrollado.
Con las nuevas tecnologías hablamos de la aldea global. Pero para alcanzar esta utopía no se trata de implementar tecnología. Somos nosotros, los seres humanos, quienes debemos cambiar nuestra concepción, nuestros valores y actitudes. Empezar a considerar que todos somos ciudadanos del mundo, todos con igualdad de derechos y deberes.
*Por solicitud de la persona entrevistada se ha cambiado su nombre y algunos datos personales.
Sorry, the comment form is closed at this time.
Xiomara
Excelente Gracias por ponernos a reflexionar!