Las demostraciones de afecto de Luis Carlos y Samuel le dan la fortaleza a la familia Diazgranados para enfrentar la ignorancia sobre el síndrome de Prader-Willi, el estigma contra el autismo y el difícil acceso a la salud y a la educación para personas en condición de discapacidad en Barranquilla.
Por Claudia Jaramillo, Luisa Kuang, Ailin Pinto, Alais Rojas y Alejandra Santiago
Su corazón se detiene. Sus pulmones ruegan por una bocanada de aire. Sus ojos, ahora más dilatados que nunca, se mueven frenéticamente en búsqueda de ayuda. Pero la ayuda se convierte en peligro, su mayor miedo se vuelve realidad. Para Hugo, su vida pasa a segundo plano y en sus ojos se refleja pánico. Su desesperación ya no era por sobrevivir, su desesperación es por su inocente atacante, el de una figura alta que no mide su fuerza, a punto de ser inmovilizado por una barra negra de acero. Gritos de angustia y palabras inteligibles son los únicos sonidos que Hugo apenas puede emitir. Su hijo Luis Carlos está a punto de ser apaleado por un policía. Un día fuera de lo común en su vida.
Se podría decir que gran parte de la rutina de Hugo Diazgranados es estar con niños alrededor. A Hugo se le acercan todo el tiempo para saludarlo, es tan visitado como un parque de diversiones, con una presencia tan inequívoca de calidez y paternidad. Desde distintas partes se sienten las miradas hacia su dirección. Los dedos apuntando hacia su figura son seguidos del ruido de los pasos pequeños apresurados que buscan darle un abrazo. Cada minuto alguien se encuentra con su rostro para ser saludado. Padres, profesores y estudiantes llegan para que Hugo les dé su atención. Es como si fuera un integrante del Grupo Niche en los 80’s, rodeado y admirado por su multitud de fans.
Él viste de verde, desde su camisa polo hasta sus medias de aguacate, y a veces hasta su cara, que con ese vívido color representa la alegría y gozadera a través de su personaje “Joselito el Paco Paco”, quien se lleva todas las sonrisas y carcajadas de los niños en las fiestas que anima felizmente. Pero, en medio de todo ese verde, se encuentra siempre un corazón azul a sus espaldas: un corazón que entienden él, su familia y cierto grupo de personas. Un símbolo que representa el autismo. Esta afección es representada con un corazón de color azul por su simbología con el mar. El azul puede brillar tanto como el mar en junio, pero también se oscurece como aguas turbulentas que avisan una tempestad.
Al día de hoy, hay ciento treinta mil personas con discapacidad en el Atlántico, es decir, el 5,3% de los habitantes del departamento. Hugo se ha convertido en un activista en el tema. El apoyo incondicional y la inclusión hacen parte de su rutina. En las fiestas que anima, en la casa y en la escuela son los lugares en donde se nota sus mayores cualidades en materia de la discapacidad. Todas estas cosas lo hacen una persona de admirar para las personas que se encuentran a su alrededor.
Es indudable que su trabajo lo hace de corazón porque, con solo llegar a un lugar, los gritos de euforia se vuelven su escenario y las carreras por quién llega más rápido a abrazarlo son una competencia de Fórmula 1 combatiendo por ser el ganador de los brazos de Hugo. Sin embargo, aunque él tenga miles de admiradores, sus mayores fans son sus hijos: Luis Carlos y Samuel.
Ojos grandes y confusos, que resaltan en contraste con su piel morena, pestañas largas y cejas pobladas que enmarcan su alma de niño. Es Luis Carlos Diazgranados, su hijo mayor, quien actualmente tiene veintiún años. Cara delgada, labios gruesos que dejan ver sus dientes, y postura encorvada son los aspectos que lo identifican a primera vista. LuisCa, como lo suele llamar su familia, padece del trastorno del espectro autista, siendo una de las ciento quince mil personas que sobrellevan esta condición en Colombia. Sin embargo, es un número que no está respaldado por un censo oficial.
Cuando LuisCa nació no fue diagnosticado, sino hasta los cinco años tras ir en repetidas ocasiones al médico por comportamientos inusuales que notaron sus padres. A Luis Carlos lo alteran ruidos fuertes como la licuadora, y su tono muscular es bajo, lo que hace que sea incapaz de cerrar la boca completamente. Dos de cada diez niños con autismo tienen déficit del habla. Esto se vio reflejado en la vida de LuisCa, quien, a pesar de las terapias cognitivas recibidas, su proceso verbal sigue estancado. Hugo cuenta que LuisCa de bebé nunca pronunció la palabra “papá”, solamente decía:
“pa,
pa,
pa”
Según Hugo, Luis Carlos podría tener la edad mental de cinco años. Su programa favorito es Lazy Town y disfruta mucho ver el canal Discovery Kids. Sin embargo, algunos aspectos sí van más acorde a su edad actual, como los procesos físicos. Luis Carlos tiene su cuerpo como el de un joven de veintiún años, sus manos, cabeza, torso, piernas e inclusive sus aparatos reproductores demuestran su edad.
Samuel Diazgranados es el otro mundo de Hugo, su hijo menor: un niño de trece años con apariencia de adulto joven, tan alto como su padre. Su complexión es regordeta y brillante, como un chocolate oscuro y templado en forma de oso pardo. Sus labios curvados en una sonrisa contagiosa iluminan aún más la pequeña terraza de su hogar, brindando la sensación de una cálida sencillez. Y, a pesar de su amistosa apariencia, cubre su cara e intenta escapar del lugar, con timidez, lo que suaviza su figura imponente a una de vulnerabilidad y dulzura. Nadie puede evitar sonreír con tan solo verlo.
Su cara redonda corresponde a las implicaciones de una condición muy poco conocida y difícil de diagnosticar. Para Samu, el síndrome de Prader-Willi ha traído afectaciones físicas y conductuales. Una alteración genética que incide aproximadamente en una de quince mil personas. La hiperfagia, el retraso del desarrollo motor y los problemas del habla son producto de este trastorno genético, que lo han llevado a vivir una vida atrapado en la inocencia y dulzura del ser siempre un niño pequeño.
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Las pequeñas cosas que para cualquier padre y/o madre son mundanas y fáciles de hacer, para Hugo son toda una odisea que necesitan tiempo, planes, preparación mental y, sobre todo, sobornos. Algo normal y necesario como ir al dentista es un suplicio. El Ministerio de Salud y Protección Social menciona que una persona debe ir al odontólogo, por lo menos, dos veces al año. De acuerdo con esto, alguien de veintiún años debería haber ido al dentista por lo menos cuarenta y dos veces. Luis Carlos, en toda su vida, ha ido solamente una vez al dentista. “Cada ida al médico tiene su ritual, tiene su toque de trauma, dependiendo quién vaya. A Luis Carlos hay que anestesiarlo para ir al dentista, no hay otra”.
Es por esto que Hugo es un empedernido con la salud de sus hijos, siempre está pendiente de cepillarles correctamente sus dientes, de que coman saludable y tengan buenos hábitos. Todo esto para evitar en mayor medida las visitas al médico o, mejor dicho, los traumas. Según Hugo, el sistema de salud es muy deficiente y normalmente hay que estar poniendo tutelas para realizar los procesos requeridos. En promedio, solo el 54% de la población registrada con discapacidad fue atendida anualmente entre 2009 y 2019.
El miedo a las inyecciones y a sacarse sangre no es algo que extrañe a las personas, y Samuel y Luis Carlos no son fanáticos de estos tampoco. Las sillas incómodas, el caucho en el brazo, la aguja puntiaguda y el tacto de personas desconocidas son detonantes que afectan a Luis Carlos. Samuel, un poco más acostumbrado a las inyecciones, es un poco más fácil de manejar. Ver a su padre sacarse sangre primero lo calma, pero lo que lo termina de convencer es la promesa del regalo de la cajita feliz de McDonald’s. Ese regalo, que es el arma de todo padre para persuadir a sus hijos, es el talón de Aquiles de Samu. Luis Carlos es otro caso. “Cuando vamos a sacarle la sangre a Luis Carlos, vamos los dos (haciendo referencia a Eduardo, su sobrino), y terminamos agarrándolo entre cinco o seis personas”.
Las idas al médico no son la única odisea que Hugo y su esposa viven con sus hijos. Algo tan básico como ir a cortarse el pelo en la peluquería es todo un ritual. Hugo está muy agradecido con “los ángeles” que llegan a su vida para ayudarlo y ser paciente con sus niños. Ángeles como los de la barbería, que se encargan de hacer sentir bienvenidos a sus hijos. Les ponen sus programas favoritos, los molestan y bromean con ellos hasta hacerlos sentir en casa. Hugo relata una experiencia vivida, un miedo que se hizo realidad y reza para que no se repita, un momento en donde una ida a la peluquería terminó en casi una tragedia.
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Tan pronto como LuisCa termina su corte, Hugo sale del lugar escoltando a su hijo con la convicción de reunirse con su suegro, quien acompaña a Samuel, el primero en estrenar su motilada, a un paseo por el parque que queda a media cuadra del sitio. Hugo, bajo el descuido de no avisarle a su hijo mayor, toma la dirección contraria a su casa. A LuisCa no le habían advertido del cambio. Él no está listo ante semejante engaño y deshonra a su integridad. Y, para este niño grande, una promesa nunca se puede romper. Él y su hermano Samu son “psicorrígidos”, lo que ha convertido a la incertidumbre en una de sus mayores pesadillas. Este cambio de ruta, más que la ruptura de la confianza de su hijo, pronto se convirtió en una lucha en contra de la vida de Hugo y el bienestar de su hijo cegado por un malentendido.
LuisCa engancha sus manos como grúas y las enrosca violentamente en el pelo frondoso y rizado de su padre. Empieza a halar. Hala con una fuerza desmedida, como si de una competencia de cuerda se tratara, y el chico fuese un jugador olímpico con el objetivo primitivo de prolongar su racha de victoria. La cabeza de Hugo, como si estuviese en una prueba de caída libre, está exento de resistencia mientras pierde el oxígeno y su conciencia. Su propio hijo lo está asfixiando.
Para cualquiera que pase por ese andén, esta escena parecería un atraco; teoría que comprueba un hombre uniformado a punto de intervenir agresivamente en la desdichada situación de padre e hijo. “¡Ey, aguanta!”, gimotea Hugo, mientras el policía alza con ímpetu un bolillo sobre su cabeza. “¡Ey, es mi hijo, tiene una crisis…!”
A pesar de estar con el agua al cuello, Hugo ignora su cabeza ligera e, involuntariamente, permite que su instinto paternal se deslice y promulgue una señal de pare y misericordia al presunto justiciero. El policía se detiene y anuncia que le va a hacer una llave, no sin antes esperar un “no me lo maltrate” del padre como luz verde. LuisCa extiende sus brazos automáticamente y libera a su presa. Es como si estuvieran jugando con una maquinita de garra, pero la garra es un niño grande asustado, que, en vez de rechinar por la falta de aceite, solloza como sinónimo de rendición.
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Ser padre es difícil, nunca se sabe cuál es el límite de la firmeza que se debe tener para educar bien a los hijos. Bajando el tono de voz y con rostro de vergüenza, reconoce que al inicio fue difícil para él medir su rudeza con su hijo mayor. Recuerda con dolor esos tiempos cuando creía que mostrarse más fuerte y brusco ayudaría a su hijo a entender cómo debía comportarse. Aunque hoy vive las secuelas de su comportamiento, a través de las reacciones agresivas de LuisCa, esta mala etapa fue un paso más para que Hugo pasara de ser el contrincante en un ring de boxeo para su hijo a ser su entrenador y luchar juntos contra los retos de vivir con un corazón azul en Barranquilla.
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Hay cosas que se salen de las manos, cosas que Hugo no puede controlar por mucho que quiera. Como la vez que Luis Carlos convulsionó veintiún veces en una sola noche. La noche con más incertidumbre, desespero y miedo que puede tener un padre.
Hasta dormido, Hugo está alerta. Es como un superpoder. El sonido de un forro haciendo fricción con el colchón fue el inicio de una noche terrorífica. Samuel y LuisCa duermen con forros en la cama al no ser capaces de controlar sus esfínteres. Debido a este sonido, Hugo se para y va al cuarto de su hijo mayor, de donde viene el ruido. Cuando entra, lo encuentra mordiéndose la lengua, temblando desenfrenadamente, los ojos perdidos, con los brazos y piernas tensas. Veintiuno fueron las veces en las que Hugo no sabía qué hacer, veintiuno fueron las veces en las que Hugo estuvo ahí tratando de que Luis Carlos no se hiciera daño. Veintiún veces Hugo le cuestionó a Dios.
— No creas que no deja uno de comparar y cuestionar. Yo tuve mi discusión larga con Dios. “¿Por qué a mí?”. Tú en algún momento lo ves como un castigo y uno se le olvida que Dios no es castigador. Es duro, y la frustración es pensar: “¿quién se va a quedar con ellos?”, “¿quién los va a tratar bien?”, “¿quién sabe si no venden esta casa y los dejan en la calle?”
Para cualquier padre es difícil pensar en el futuro de sus hijos, para Hugo es una verdadera angustia pensar quiénes estarán junto a LuisCa y Samuel cuando ellos no estén. Dado a las condiciones de sus hijos, esa etapa de soltarlos no es algo cercano para Hugo, por esto su familia se ha encargado también de aprender a ver la vida de una forma diferente.
Él reconoció que, aunque es una duda constante, ha preparado a sus sobrinos mayores para saber cómo cuidar de sus hijos. La inclusión es algo para lo que, más allá de un certificado, se necesita realmente sentirlo para aplicarlo. Por eso, para Hugo y su familia, tener a LuisCa y a Samuel en sus vidas es un recordatorio diario de ser tolerantes con los demás, y entender que la vida se puede llevar de maneras distintas.
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Para Hugo, las cosas simples significan el mundo entero. Las cosas simples que hacen sus hijos le ponen a latir el corazón, se convierten en su motor y lo ayudan a seguir luchando por ellos.
En días en los que quiere tirar la toalla, solo tiene que recordar los momentos que llenan su corazón, como la vez que iba tomado de la mano con Luis Carlos, de camino al médico. En medio de la bajada por una rampa, mientras Hugo le iba explicando a su hijo todo lo que le iban a hacer, LuisCa hizo lo inimaginable. Ese día las ocurrencias no fueron las protagonistas que demandaban el desafío constante de la paciencia de Hugo. Fue más que eso. LuisCa, sin caer en cuenta, rodeó los hombros de su padre con su brazo. Se podría considerar que fue la versión menos pulida de un abrazo, un abrazo a medias; pero, a diferencia de otros padres que presumen recibir el primer abrazo consciente al año o dos años de edad de sus hijos, Hugo esperó “veintiún años para ese momento y valió completamente la pena”. Así, a lo que se puede llamar un abrazo, apretujón o simplemente una pequeña muestra de complicidad, conservó esa primitiva esencia de alegría y gozo para Hugo, quien, por primera vez, recibió un abrazo genuino.
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El colegio y los estudios recibidos hacen y forman parte de la persona. De allí, la importancia tan grande que tiene la educación. Y, según Hugo, para poder servirle a las personas no es necesario tener estudios, para servir solo se necesita el corazón. Algo con lo que Luis Carlos, en su momento, no tuvo la suerte de tener consigo, ya que fue rechazado de un centro educativo sin ninguna explicación aparente. Hugo sabe que no es fácil trabajar con su hijo, pero también comenta que en realidad Barranquilla no está preparada para tratar con la discapacidad. Esto se ratifica con la cifra de la ONU que menciona que los niños en condición de discapacidad tienen 49% más de probabilidad de no asistir a la escuela.
Empezando con que los salones son de más de treinta y cuarenta estudiantes, lo cual imposibilita una atención más enfocada en las necesidades de cada uno. “No hay equipos interdisciplinarios, no hay preparación docente ni parental”, menciona también. Según él, es un “chicharrón” el acceso a las instituciones educativas de calidad, donde puedan brindar lo que realmente se necesita: la parte social. Es muy notable la falla que hay en el sistema educativo.Mientras que el nivel de desescolarización de niños y adolescentes no discapacitados es solo del 2.6%, el nivel de desescolarización de los que se encuentran en condición de discapacidad es del 16.2%.
A pesar de los momentos difíciles, Hugo está muy agradecido con Dios por sus hijos. No se arrepiente de haberlos tenido y, aunque hay días de mucho trabajo y de preguntas culposas, Hugo es feliz con sus dos niños. “Yo los veo a ellos y todo se me pasa”.
Su alma se enorgulleció cuando encontró en la pared de su casa un montón de trazos desordenados y sinsentido. Unos trazos hechos con un marcador permanente rojo, imborrables ante cualquier intento de alcohol, agua o blanqueador. Unos trazos que solo gritaban la palabra amor, unos trazos en donde él encontró felicidad. Su hijo Juan Carlos, quien tenía el marcador en sus manos, hizo trazos por primera vez en toda su vida. Una hazaña que para él era imposible debido a su motricidad.
“Al tú entregarle un lápiz a Juan Carlos, él solo afinca la punta una y otra vez en la hoja de papel, él nunca había hecho un trazo”, explicó Hugo. Mientras que para cualquier otro padre encontrar a su hijo rayando las paredes es un desastre, para él fue una obra de arte: cualquier cosa que hagan sus hijos significa todo.
Al final del día, Luis Carlos y Samuel son las personas que Hugo más ama en su vida. Las pequeñas cosas, las más mundanas y ordinarias son las que Hugo más aprecia y añora. Un abrazo, un “papá”, una risa y una sonrisa son los momentos que Hugo en verdad siente que está tocando el cielo con las manos, que ha llegado a su punto máximo; que, con sus hijos, él está completo, pertenecido y correspondido. Y ahí es cuando su corazón azul crece dos tallas más.