Por: Rochell De Oro
Sus calles son testigo de su historia. Construidas hace más de cuarenta años, son también la prueba palpable del sufrimiento de sus habitantes: todos aquellos que residen en San Pedro Consolado, Bolívar. Durante los años de conflicto fueron escenario de más de quince enfrentamientos con armas de fuego y pequeños explosivos entre los paramilitares y la guerrilla. Por ellas pasearon los cuerpos sin vida de más de cinco víctimas del conflicto armado que posteriormente recibieron cristiana sepultura en el cementerio de este pequeño terruño. Además, también fueron testigos de cómo veinticinco nativos abandonaron sus tierras, sus hogares y sus familias por temor a que los grupos armados cumplieran con las amenazas proferidas.
Quizás el episodio más doloroso vivido en estos caminos ocurrió una tarde de 1998. Los paramilitares acabaron con la vida de dos locales – Lascario Guzmán Herrera y Nafer Yépez Carmona- acusándolos de colaborar con la guerrilla. Cuenta Yovanny Carrillo que se encontraba sentado en el ‘pretil’ de su casa cuando ingresaron unos hombres vestidos con uniforme (inicialmente los confundió con integrantes del ejército, debido al gran parecido de la vestimenta que portaban). Al escuchar las amenazas que iban vociferando a medida que ingresaban al pueblo, comprendió de qué se trataba: paramilitares. Inmediatamente se convirtió en presa del miedo y entró a su casa antes de que estos hombres pasaran por ella. Desde un rincón de su ventana observó todo el recorrido y el actuar de los hombres, antes de salir del alcance de su mirada. Lo que él desconocía era el objetivo con el que dicho grupo armado se encontraba allí. Hoy día aún desea no haber descubierto nunca cuál era esa finalidad.
Muchos de los habitantes no tuvieron tiempo de esconderse. Allí, estáticos, sin atreverse a pronunciar palabra alguna, observaron como este grupo de hombres se paseaba por las calles de su pueblo en busca de la casa de los señores Guzmán y Yépez, quienes, inocentes de lo que estaba ocurriendo, disfrutaban de la comodidad de sus hogares junto con sus esposas e hijos, luego de haber realizado todas las actividades que acostumbraban una vez amanecía. Esa comodidad se vio interrumpida una vez que la ubicación de su morada fue hallada por este grupo armado. Fueron extraídos de sus hogares con violencia y luego de amordazar sus manos detrás de sus espaldas se abrieron camino entre las súplicas de sus vecinos y el ruego en llanto de sus esposas e hijos.
Recorrieron el camino de vuelta en compañía de llantos silenciosos, miradas suplicantes y oraciones cargadas de desespero. Una vez que se encontraban cerca del cementerio -lugar donde se planeaba llevar a cabo los asesinatos- uno de los líderes les prohibió a los familiares continuar siguiéndolos. “Se callan y se van si no quieren morirse ustedes también” les dijo apuntándolos con un arma de fuego. Después de esa amenaza no les quedó otra opción, más que observar por última vez a sus seres queridos y regresar por el camino que minutos antes los había visto transitar. No fue necesario llegar a sus hogares para enterarse que ambos hombres ya no hacían parte de este mundo: los seis disparos que se escucharon en todo el pueblo lo confirmaron.
Pero por temor no fue sino hasta la madrugada que tanto familiares como amigos decidieron ir a buscar los cuerpos. Los cargaron con ayuda de hamacas y los llevaron a sus hogares donde se encontraban horas antes, solo que esta vez fue para velarlos y posteriormente darles su último adiós. A partir de allí el sometimiento que sufrió la población fue bastante intenso. Los paramilitares decidieron radicarse en el territorio y los enfrentamientos que se venían dando entre estos y la guerrilla se intensificaron en gran medida. Cada sábado, al llegar las horas de la noche, ambos grupos se enfrentaban entre sí. Las camas de lona y las paredes de barro servían de refugio para la agonizante población que rogaba porque estos elementos lograran protegerlos del infierno que se vivía puertas afuera.
Ambos grupos aprovecharon el temor de la población para sacar provecho. Los obligaban a cocinar alimentos para ellos y se apropiaban de animales que se encontraran en las calles o en las casas que ellos visitaran. Los pequeños ganaderos que existían en ese entonces en la región debían ofrecerles diariamente la leche suficiente para saciar sus necesidades. Los vehículos camperos debían dar una cuota de $1500 – dinero de aquella época- a los paramilitares y además de eso eran obligados a realizar los viajes que ellos desearan. Al ver la gravedad del asunto el ejército decidió intervenir. El pueblo comenzó a regirse por una especie de toque de queda. A las siete de la noche las puertas de todos los hogares debía estar cerradas, los campesinos no podían comenzar sus actividades antes de 5:30 de la mañana y antes de la puesta de sol debían estar de vuelta, no podían llevar alimentos en cantidades y sus mochilas eran revisadas cada vez que ingresaban o salían de sus terrenos. Todo esto con el fin de protegerlos en dado caso se presentara un enfrentamiento entre el ejército y alguno de estos grupos ilegales, así como también de garantizar que ninguno de los habitantes estuviera colaborando con alguno de ellos.
No fue sino hasta el 2006 que estas medidas dieron resultado. La tranquilidad característica de ‘México chiquito’ como es conocido hoy en día por sus habitantes debido a su particular forma de hablar, y por todas las costumbres y gustos que comparten con el país ‘manito’ volvió. Las secuelas de esta etapa más que físicas son emocionales. Comentaba un habitante que dentro de la población predomina “el resentimiento y el rencor” hacia los grupos que tanto los atormentaron. Actualmente la seguridad reina en el territorio bolivarense. Gran parte de los desplazados ha regresado y luchan día a día por superar el pasado y asegurar un futuro mejor. Muchos de los nativos que años atrás migraron a la ciudad en busca de alcanzar progreso y calidad de vida han regresado y muchos otros que aún tienen compromisos en la ciudad esperan algún día volver. Cada seis meses el pueblo recibe gran cantidad de visitantes, desde niños hasta adultos que deciden pasar sus vacaciones en este territorio, muestra de que la mejoría es evidente. El actual inspector comenta que hoy en día “los campesinos, la población actual, todas las personas oriundas de San pedro pero que actualmente viven en otros lugares y los visitantes tienen la libertad de visitar cada lugar del pueblo a cualquier hora, cosa que era realmente imposible cuando los grupos armados habitaban el lugar”.
Poco a poco la población ha ido soltando el pasado y se ha aferrado a la idea de un futuro próspero. Todo gracias a las ayudas que la Gobernación les está brindando, pero, además, gracias a la innovadora idea de Gonzalo Araujo, quien actualmente lidera un proyecto que tiene como objetivo convertir el pueblo en un lugar turístico. “Ha enseñado a las mujeres amas de casa y algunas adolescentes a tejer mochilas para que al momento de ingresar los turistas puedan venderlos y obtener dinero. También está trabajando para traer a un canadiense para que enseñe a las personas a hablar inglés y así puedan servir de guías para los turistas y obviamente obtendrán dinero por eso. Es un buen proyecto y esperamos que funcione y genere desarrollo para los habitantes y el pueblo” recitan con esperanza los habitantes de ‘desconsolado’. Como dice el dicho “la esperanza es lo último que se pierde” y las más de 500 familias que hoy conforman el territorio son testigos de esto. Después de haber perdido tanto aferrarse a la última luz que se ve en el túnel y jugársela por ella es quizás lo más fácil y placentero que han vivido en años, y es que esta población es el claro ejemplo de que existe la vida después de la muerte.