Por: Ana Garzón Orozco
Negar el tiempo es casi como negar agua a un sediento y no darle de comer al hambriento. Esto lo aprendí después de ese día, en donde yo cambiaría los 5 minutos de posponer la alarma por la vez en la que el agua panela con leche hirviendo, servida en un pequeño pocillo de vidrio, acompañada con 2 almojábanas a las 6 de la mañana, fueron suficientes para darme cuenta de que estaba lejos de mi casa, que lo único parecido o cercano a ese olor a eucalipto y a café de la casa de mi abuela era la música del chofer del bus que me llevaba hacia un destino frío. A pesar de darme cuenta, por la ventana que estaba a mi izquierda, de la neblina que había y de los ponchos tejidos de lana que usaban las personas, la sinfonía del Centurión de la noche bastó para apaciguar las bajas temperaturas de la ciudad de Medellín y que mi cuerpo estaba soportando.
“Bendigamos al señor” fueron las palabras de Sor Clara Melissa para hacernos saber que debíamos bajarnos del bus y recoger maletas, chécheres, basuras y de cuanta cosa habíamos empacado para sobrevivir una semana lejos de nuestro hogar. Sabía que era una semana larga para mí y que las horas se duplicarían, lo cual era algo a mi favor. Mientras Sor Clara Melissa se encargaba de negociar un taxi que nos llevara hasta la Casa Provincial, yo solo pensaba en cómo íbamos a caber 5 personas en un carro, con tantos maletines. Tal vez el primer milagro de la semana iba a suceder en ese momento, pensé en voz alta.
En un cerrar y abrir de ojos llegamos a una casa muy parecida a las que ya conocía; una imagen grande de María Auxiliadora en la entrada que solo me recordaba, además de la voz de Joe Arroyo y el Checo Acosta sonando en el radio de un bus, que definitivamente estaba cerca de casa o que estaba en casa. En un pasillo corto y estrecho, que divide una oficina con una pared llena de fotos (una de ellas la de la virgen), había pegada una hoja blanca de extremo a extremo, con cinta transparente; la hoja tenía 7 nombres, entre esos el mío. No entendía qué hacía eso ahí. Todo el que pasaba podía ver los siete nombres y a su lado, entre paréntesis, las ciudades de donde cada una de las jóvenes veníamos. Qué costumbres tan raras, fue algo que pensamos todas las chicas en conjunto, pero eso no era lo que importaba en ese momento. Al finalizar el pasillo por la parte derecha estaría el lugar más importante de la casa, la capilla, nada nuevo que describir, una capilla común y corriente, bancas de madera, reclinatorios, un Cristo, imágenes de santos, vitrales de colores en la parte del altar y el sagrario.
El turno ahora sería para las dueñas de la casa, las hermanas, quienes se habían estado preparando para nuestra llegada, por eso tenían un papel colgado a la entrada de la casa, para recordar nuestros nombres y orar por nosotras. Con sus hábitos blancos y algunos de tonalidades grises, sus Cristos plateados colgando, medias veladas y calzado negro, nos dieron la bienvenida. Tantos fueron los gestos de júbilo, regocijo, gozo o cualquier otro sinónimo cercano a la felicidad por nuestra llegada que mi corazón o algo dentro de mí se sentía confundido, era como si en este lugar me estuviesen esperando hace rato, pero era algo absurdo a la vez, pensé, porque yo no conocía a nadie.
“La arepa Paisa sabe a lo que le pongas”, me dijo Sor Clara, mientras yo casi que entendía el sentimiento de ella por estar cerca a su casa. Los ojos le brillaban tanto como faroles de lucero en una noche de Guacherna, pasando por toda la 44 en la esquina de la casa de mi tía Viyi en Barranquilla. Con su mano izquierda agarró un cuchillo con mantequilla para untárselo al pan y encima dos pedazos de queso, a su derecha un pocillo lleno de chocolate caliente y en un vaso de vidrio, ni tan grande, ni tan pequeño, jugo de mandarina; un desayuno que le dio la energía para convocarnos a una salida hacia casa mamá margarita.
Solo iremos una hora, no me pidan cinco minutos más porque no las vuelvo a llevar, dijo Sor Clara muy seria. Ninguna de las siete hizo caso omiso a sus palabras, pues en ese momento no sabíamos que esos cinco minutos serían como el florero de Llorente para nuestras vidas. Con la mesa ya lista y arreglada, nos dirigimos hacia la salida. Mientras caminaba era inevitable deleitarme con los murales pintados dentro de la casa “somos comunidad generadora de vida” decía en uno de ellos con letras blancas y diferentes tipografías, en un fondo azul con decoración de diferentes formas y colores, que le daba vida a la casa tal cual como decía la frase.
Un taxi Hyundai i10 amarillo fue el encargado de llevarnos hacia casa mamá Margarita. El conductor, un señor de unos 40 y pico, con su regionalidad bien puesta, un tipo muy curioso por cierto que se le dio por contar cosas que nadie le preguntó. En su relato mencionaba a una pareja gay enamorada pero que uno de ellos se tuvo que ir para Europa, rompiéndole el alma al que se quedaba en el país del sagrado corazón. La historia, según el conductor, era de un pasajero que como nosotras requirió de sus servicios y decidió narrarle los hechos mientras sonaba una canción que el migrante le había dedicado. El taxista nos cantaba la canción, con sentimiento, con actitud y con muchas preguntas también; en cada cuestionamiento se fijaba muy bien en los gestos de su copiloto, Sor Clara Melissa, para ver si ella desprendía alguna mueca de rechazo hacia el diario de secretos de sus “pasajeros” que él venía relatando hace 10 minutos durante todo el viaje, pero esta solo hacía silencio y escuchaba, mientras él hablaba y hablaba incoherencias de la iglesia católica que tal vez había leído en un libro de cocina o en una revista de peluquería. Buscaba con sus comentarios alguna expresión de aceptación o de desprecio hacia su historia, donde claramente entendimos que era él, el protagonista, que buscaba esa expresión para quizás sentir redención o quién sabe para qué.
Después de escuchar los cuentos de los Hermanos Grimm por parte de un taxista, llegamos a la primera etapa de Casa Mamá Margarita. Un hogar de puertas abiertas, tanto así que entramos como Pedro por su casa. Solo fue poner un pie en la portería para escuchar las tan contagiosas risas de las niñas, los cantos eufóricos y las palmas que eran como el repiquetear de la lluvia en una tarde de verano. Algo muy parecido al sonido de la felicidad. Inmediatamente mi mente veloz e inquisitiva se cuestionaba por ese eco, recordándome y respondiéndome al instante de igual manera con la tan famosa frase “escuela para aprender a ser feliz”, una propuesta educativa por parte de las Hijas de María Auxiliadora. Pensamiento que fue acompañado con la acción de sacar mi celular y grabar audio para así no perderme de ningún detalle y atrapar el verdadero realismo mágico detrás de estas paredes.
Muy simple, aquí se pasan la voz, es así como llegan a esta casa. Nos explicaba Sor Alba Lucía Giraldo Quintero, directora de Casa Mamá Margarita. Las niñas y jóvenes en situación de vulnerabilidad son acogidas en un ambiente educativo donde también se les ofrece psicorientación, nutrición y un amplio equipo interdisciplinario que trabajan bajo un voluntariado. Sí, un voluntariado, palabra que reverberaría en mi cabeza todo el día. Después de también encontrarme con una antigua compañera de colegio que nos contaba cómo dejó el calor de su tierra samaria, los desayunos con mote e guineo y agua salada para entregar alma vida y corazón a una juventud que clama esperanza y sed de justicia. Mi compañera, una joven que puede confundirse entre las niñas por su baja estatura, pero se distingue entre multitudes de jóvenes por ser tan grande en valentía, entregando sus habilidades pedagógicas. A Valeria la recuerdo despidiéndose con su frase célebre “si puedes con Casa Mamá Margarita, puedes con todo en la vida”. Yo solo me reía, tal vez para calmar la intensidad de esa palabra que causó caos en mi cabeza o quizás solo por el contagio de este lugar, donde no te cobran peaje por reírte, sin duda alguna.
Entendí que cada salón, oficina o cualquier rincón estaba lleno de anécdotas, de esas que me gustan contar o echar pa’ lante como dice mi abuela, que la clave para darle vida a este lugar era el amor. Sin que suene cliché, el amor es quien levanta cada peldaño de esta casa, es quien educa cada día y quien dona de corazón. No importa qué tan difícil pueda ser o a qué haya que renunciar, simplemente aquí se hace bien o no se hace, o todo o nada, educar de corazón a las niñas y gritarle al mundo que “no hay jóvenes malos, solo hay jóvenes que no saben que pueden ser buenos”, dice un mensaje atribuido a San Juan Bosco. Porque esas son las que más necesitan, expresión que me compartió alguna vez en mi infancia una de las hermanas y que yo la sintetizo que cuando la carreta está más vacía es porque más suena. Y en esta casa donde se aprende a ser feliz se les trabaja con más amor.
Un cuarto para las 12 del mediodía y a donde queríamos irnos, pero ni 3 ni 4 y menos 5 minutos más podíamos pedir para quedarnos, he aquí la raíz del problema pero ya estábamos advertidas. Antes de salir, pasamos por el comedor, donde se necesitan muchas manos pero también donde comen 3, comen 4… “No se quedan a almorzar”, preguntaron las encargadas de la cocina. “No, ya nos vamos, muy amables, no se preocupen”, respondió Sor Clara. Respuesta que tuvo un tono fuerte y reconocido para las niñas, quienes llegaron a abrazarla y saludarla. Demostrándome otro de los pilares que rigen en esas cuatro paredes: la gratitud. mientras a mi lado una de mis compañeras, en voz baja, decía que los que menos tienen son los que más dan. Y es así como otro de los murales que había visto hace horas atrás aparecería en mi cabeza para recordarme que solo con la gratitud pueden madurar las raíces de la vocación. Con ojos aguados, Sor Clara Melissa se fue despidiendo de todos, igual que nosotras la monjita, como le decimos, no quería irse. Pues este es un lugar para quedarse literalmente y ella había sido víctima de su propio invento. Sor Alba nos despidió con un abrazo y con una tarea que le obligue a mi mente no olvidarla nunca, correr la voz: correr la voz del trabajo que se hace en este hogar, donde se busca recuperar a las niñas física y emocionalmente y claro, recuperar la familia para que así tengan un hogar en el cual puedan sostenerse y vivir dignamente.
Formar para la vida tal vez sea el trabajo más escaso de hallar pero que en una casita cerca de la zona central de Medellín se puede encontrar y sobretodo apoyar. Estando afuera de Casa Mamá Margarita, paré de grabar la nota de voz, abrí la cámara del celular, encuadre este para tomar una foto al lugar donde esperas llegar para dar y no para irte recibiendo el doble.
Al paso salesiano, como se le conoce popularmente a la ligera caminada de todas las hermanas salesianas, nos devolvíamos hacia Casa Provincial para poder llegar y alcanzar el almuerzo. Sor Clara ya tenía esta habilidad muy desarrollada, caminar rápido y hablar a la vez, mientras tanto nos iba relatando cómo fue su navidad con las niñas, armar árboles de navidad, hacer novenas animadas, contar villancicos, una fecha qué las niñas podrían recordar con nostalgia se convierte en fiesta, las niñas hacen sus cartas y las personas llegan pidiéndolas para apadrinarlas, y ellas felices y las hermanas aún más felices con ellas, con quienes comparten la alegría de la navidad en familia porque ahora ellas se convierten en sus familias.
Le pedí a Sor Clara que me describiera en una sola palabra a Casa Mamá Margarita, pero ella me respondió algo que yo no tenía en mi radar pero que si lo tenía dibujado en mis sentidos desde el momento que fui educada por las Hijas de María Auxiliadora: sistema preventivo. Sonreí olvidando que empezaba a hacer frío y que mi nariz se congelaba casi, era una sonrisa de pura satisfacción a la respuesta que me dio, porque el sistema preventivo, a pesar de no ser una sola palabra, es el arte de educar en positivo o como lo diría el mismo San Juan Bosco “la educación es cuestión del corazón” y filosofía de toda casa salesiana que confirma la brillante y pronta respuesta de Sor Clara: buenos cristianos y honestos ciudadanos. Mejor respuesta para mí? -¡Imposible!
Así que ya tenía sentido el porqué cuando entramos a Casa Mamá Margarita fue como si nos conocieran de toda la vida o como dirían en mi tierra Barranquilla: como si hubiésemos jugado bolita uñita. Fue ese sentir quien le dio paz a mis pensamientos, preguntas, opiniones hasta incluso inquietudes que estuvieron desde temprana edad en mi vida.
Después de parar la procesión que tenía en mi cabeza de pensamientos, reposé en la exuberante sensación de exaltación gracias a que hoy soy consciente de una casa que fue soñada hace 200 años por San Juan Bosco y que hoy es realidad, una casa de puertas abiertas que forma para la vida pero que necesita apoyo y que se corra la voz porque recuerden que así es como funciona con voces que trascienden y lleguen a donde tenga que llegar. Esas son las que necesitamos, voces con eco.
(En conmemoración a los 152 años de fundación del Instituto de las Hijas de María Auxiliadora)