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Por: Naria Rodriguez y Valeskha De La Hoz

El sábado de Carnaval tiene algo especial.  En esta fecha el sol arde más que cualquier otro día del año. Las brisas carnavaleras traen olor a Maizena y a espuma, y como dice el Checo Acosta en aquella canción icónica; a todos los barranquilleros “las piernas nos bailan solas”.  Por eso nos sorprende llegar a la vía 40, que ya está vestida de palcos…     

 – ¡nojoda! ¿lloviendo un sábado de carnaval?- y ver que las gotas de lluvia caen sobre el pavimento. 

Diez y media de la mañana. La energía carnavalera nunca falla. La gente llega y la lluvia se va. Esa llovizna es presagio de que la temperatura en el Cumbiódromo será más fuerte. Las carrozas ya organizadas decoran la calle. Las primeras comparsas llegan al lugar donde inicia el desfile. 

Si algo se hace en la vía 40 es caminar, de arriba abajo, recorriendo la misma calle más de cinco veces. Nosotras buscando historias, algunos vendiendo comida, gafas, gorros e incluso hielo y otros ultimando detalles de las carrozas,  los vestidos, y los maquillajes. Pero dos personas en particular, al costado de la calle, en un rincón con sombra, de los pocos que hay en la vía, se pintan el uno al otro. Se van transformando con aquel disfraz que no necesita de tela ni arandelas; solo piel, carbón y aceite. 

Tiene brazos fuertes y el cuerpo lleno de tatuajes. Una cicatriz en el hombro que cuenta una historia de navajazos y peleas. Mientras pinta a su compañero con las manos, nos mira de reojo. En el piso hay un palo en forma de machete, un vaso lleno de un líquido negro, una bolsa de lo que parece ser carbón y un par de gotas de color rojo. El olor es intenso. Huele a aceite. Nos vuelve a mirar de reojo. 

El otro, un joven con el torso semidesnudo, un collar de conchas y pepas blancas que está manchado de negro por el contacto con el polvo mineral, un sombrero amplio hecho con hojas de palma y la boca roja, muy roja, pintada con colorante comestible también nos mira.

Yeison tiene veinticuatro años, hace doce que se disfraza de ‘Son de negro’ o de ‘negritos’, como todo el mundo los llama cuando van a pedirles una foto. Tiene cuatro piercings, el cabello castaño y rizado, boca grande y ojos claros. Está enguayabado, pero la tradición de salir en cada Carnaval en la vía cuarenta lo tiene allí, bajo el sol.

-Ae, ae, ae la rama e’ tamarindo- suena de un parlante muy grande que tiene una carroza, cerca de donde Yeison y Cristian se están pintando. 

Cristian tiene dieciséis. -pero el otro mes cumple diecisiete-. Está en once grado, se disfraza hace dos años. Yeison, su tío, le pasó la tradición de disfrazarse. La primera vez que pisó la vía cuarenta, iba de acompañante. Era quien recogía las monedas que le daban a su tío después de una foto. Le gustó la energía de la gente y al otro día se pintó. Desde entonces, no se ha perdido ningún desfile.

Yeison y Cristian, viven en el barrio Rebolo, ubicado en el suroriente de la ciudad. Crecieron ahí. -”Ayer llegué al barrio, todavía estaba disfrazado, de una en los estaderos me ofrecieron cerveza y trago. Me quedé.”- afirma Yeison. Siempre es así. Como ellos son muchos los que, de manera independiente, aportan la cuota de tradición a esta fiesta, y, al finalizar el desfile, llevan el Carnaval hasta sus barrios.

Galería: Yassir Jaime

 

 

¿Por qué ‘negritos’? ¿Por qué no otro disfraz?

Por el racismo. A la gente le da miedo el negro, o eso es lo que piensan Yeison y Cristian. -”Si le aparecemos a una persona desde atrás, la primera reacción es asustarse. Pero apenas comenzamos a bailar, a hacer muecas, enseguida su reacción cambia”- comentan, mientras Cristian prepara la mezcla para  pintar a su tío. Para ellos su personaje significa tomar, por cuatro días al año, otra identidad. Alguien que transmite alegría, incluso si en los otros trescientos sesenta y un días del año no puede tenerla. 

-”A mi mamá le preocupa cuando salgo en Carnavales. Dice que mucha gente se disfraza para hacer cosas malas…mi papá, nada. Yo nunca he contado con su apoyo”-  dice Yeison.

-¿Y a ti, Cristian?- preguntamos. 

-”Mi mamá al principio se molestaba, pero ya ella no me dice nada” concluye riendo. 

Ahora es el turno de Cristian. Después de ver y sentir cómo su tío lo pinta, tiene que imitarlo. Toma con sus manos la mezcla que está en un vaso, y empieza a esparcirla por el cuerpo de Yeison, quien desde el principio comienza a darle indicaciones: 

-Pintame bien las orejas. Écheme bien en las manos. No dejes que me caiga en la boca. Riégala bien en los pies. Qué no queden parches. Tápame bien los tatuajes. En los párpados, en los codos, las rodillas, la espalda.

Ya casi es la una, hora de comenzar a caminar. El recorrido es largo. Ambos se ponen sus gorros. Yeison se cuelga una mochila. Lo primero para guardarse del sol y lo segundo para guardar el dinero que recogen. 

Los palcos y sillas a lado y lado de la vía están a reventar. El sol ya quema en los hombros y la gente no ve la hora de que se escuche la sirena de los bomberos, que anuncia que el desfile va a dar inicio. Comenzamos a caminar. No hemos avanzado una calle, cuando ya se escucha: 

-“¡negritos, negritos, una foto!” – dice una señora desde el camión de bomberos. Se toman la foto, y reciben las monedas. 

– ¿Cuánto reciben en un día? – preguntamos.

Cristian hace una mueca y responde: – “Depende, hay gente que nos da moneditas, mil o quinientos..los extranjeros son los que dan más, les llamamos más la atención”-.

Nos separamos. Queremos verlos como cualquier otro espectador. Prometemos volvernos a encontrar en algún momento del desfile. Los vemos irse y a lo lejos las siluetas negras cruzan de un bordillo a otro, repartiendo fotos, robando besos y sacando sonrisas. 

Una y media de la tarde. Se escucha la sirena, y el murmullo de la gente se agudiza. Las primeras comparsas empiezan a desfilar. El baile y la algarabía se apoderan del Cumbiódromo. Pasaron alrededor de cincuenta grupos. Cuando ya creíamos que no los volveríamos a ver, pues había pasado mucho tiempo, se escucha como al  son de una tambora, las palmas y las maracas viene bajando un tumulto de ‘negritos’. 

‘Son de negro de Puerto Colombia’ se lee en la pancarta que acompaña la danza. Bailan, con la alegría que los caracteriza, y que los diferencia, porque aunque siguen una coreografía, cada quién se expresa a través de sus movimientos y sus morisquetas. 

 -”Un negrito a veces inspira más alegría que una marimonda”- nos había dicho Cristian antes. Y sí que lo hacían. La gente los quiere, los llaman, algunos con miedo de ensuciarse se acercan para fotos y otros por el contrario, se atreven a robarles besos.

Yeison y Cristian vienen con ellos. No pertenecen a la comparsa, pero el color los hace compañeros. Ellos a diferencia de los bailarines, vienen por la orillas, por los bordillos. Nos acercamos, casi que corriendo trás de ellos. Esta vez el saludo es con la mirada. Ya  no son Yeison y Cristian, ahora su personaje es quien, zapateando, recorre la calle por ellos.

-“¿cómo les ha ido?”- preguntamos.

Su respuesta fue un pulgar arriba, indicando que el trayecto hasta ese punto, había sido provechoso. Y no mienten, se roban  las miradas por donde pasan. Pero avanzan tan rápido que casi no les podemos seguir el paso. Los acompañamos un par de cuadras para confirmar que tío y sobrino, juntos, recogen el dinero y con complicidad lo guardan en una sola mochila. 

 

 

Nos despedimos vagamente y los vimos alejarse.

Ahí van los negritos de Rebolo, uno lleva media vida caminando sobre este pavimento, otro apenas empieza a cogerle el ‘gustico’. Ahí van, con la alegría intacta y la mochila llena. Aunque aquí la fiesta se acaba cuando termina el desfile, en Rebolo apenas empieza cuando los ven llegar.

Fotos: Archivo

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