Por Alexandra Molina Grimaldo
En casa por la mañana
Recostada sobre su cama está Carmen. A sus 43 años, dice ella, se siente como de 60; mira a la ventana que da a una paredilla. Su vista se pierde y una gota de sudor corre por su cara. Una pared divide su cuarto del de su hija, Ana, quien tiene 18 años y va en finales de tercer semestre universitario. Se está vistiendo para ir a la clínica. En su celular se reproduce ‘Hija’ de Diomedes Díaz.
“Como nace el viento, como llega el verso
apareciste tú llenándolo todo abarcándolo todo
De donde es la dicha apareciste tú
mmi niña es tan bella que le dicen reina una multitud
Esos sienten otros, eso viven otros
y más que su reina quiero que seas tu hija
tanto puedo amarte pero no puedo ordenarte
toda tu felicidad aunque quisiera salvarte
hay un mundo inevitable que por ti debes andar (…)”
“Hija, toma toda esa canción y asegúrala en tu corazón. Te amo”, le dice la señora Carmen al pasarse la mano por su cara sudada por el calor y arrugada por los años de trabajo. Ana llora en silencio y con una toalla en su cara. Guarda el dolor ante su madre.
Como lo expresó luego al salir y como lo espera la gente, ella debía ser fuerte en un momento como este. Su madre, con una herida abierta casi a la mitad y su padre recién infartado, se convierten en el centro de su mundo.
En la clínica
Son más de las 11:30 y aún no llega nadie, las enfermeras pasan y los demás pacientes ya están acompañados. El señor Juan está ansioso y su presión se baja. En sus ojos se ve un alivio al ver a Ana. Ayer llegó a tiempo pero hoy se tardó demasiado. Los ojos de Ana están húmedos. Está llorando. Él se acomoda y sube el respaldo de la cama automáticamente. Con una conversación corta y llena de vacíos, Ana logra que su padre se relaje, le consigue un vaso de agua y la visita finaliza. En una unidad de cuidados intensivos la vida pasa a su antojo, rápida o lenta, la noche anterior un interno falleció y él aún está vivo.
Durante el recorrido del bus desde la clínica a la universidad, Ana sacaba la cabeza por la ventana y el viento acariciaba su cara. Su cabello rebelde a todo tipo de moño bailaba al son que quería.
“Por eso Rafael Santos yo quiero
dejarte dicho en esta canción que si te inspira ser zapatero
solo quiero que seas el mejor
porque de nada sirve el doctor
si es el ejemplo malo del pueblo (…)”
Cantó y entre frases dijo que su padre le había dedicado esa canción y continuó: “sabes, no soy la mejor…”, hizo una pausa hasta que llegó a su destino final.
En la universidad
Ana recibe una llamada de su hermana mayor, Natalia. Al finalizar solo llora y me pregunta esperando respuesta: ¿Cómo puede ser posible que ella sea así? ¿Acaso porque ella pone la plata no tiene que estar pendiente de ellos?… No supe responder. Sigue diciendo: “Ya no soy una niña ¿cierto? y si mi mamá solo me tiene a mí, pues yo tengo que ser suficiente”.
Luego comentó sobre las diferencias que existen entre su hermana y ella, buscó a su compañera e intentaron terminar uno de los trabajos finales que debía entregar. Es una tarde lluviosa, de esas, como dice Ana, que dan ganas de dormir. Sus ojos se ven cansados.
En casa por la noche
La herida bota un líquido amarillo-verdoso. Ana arruga la cara y la señora Gladys, la que cura a la señora Carmen, le dice que se aleje, que es mejor que la herida drene para que no vuelvan a operar a su madre.
“Mami, te amo, recuérdalo siempre”, es la frase que Ana dice antes de iniciar una conversación sobre la universidad y recuerdos de cuando estaba pequeña. La señora Carmen se ve relajada pero cada tanto le pregunta a su hija por su esposo, la preocupación y el dolor en su cara toma rostro. Ana solo responde imaginarios sobre cómo debe estar su padre.
Eras las 7 de la noche cuando Ana al lado de su madre se va quedando dormida y solo con una frase se lavanta: “hija, tengo hambre”. Tiene que ir a la tienda.
Ana va y viene. La señora Carmen dice que es difícil, que necesita verlo. Ana llega y responde: “él pronto estará aquí, mami. Confía”. Y en el celular se reproducía la última canción de aquel día.
“Mama (mama) ay mama (ay mama)
que bello sueño tuve ayer
mama (mama) pero mi mama (ay mama)
yo me volví a enniñecer
ibamos los dos, en un gran barco de papel
donde yo era el capitán en el país de la ilusión
y que orgullosa estabas tú
pasó el tiempo, mucho tiempo (…)”
Esa noche durmieron juntas y ya no se sentía frío.
Foto vía: internet