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Por Katherine Londoño Posada

Ana Suárez, madre, abuela y pescadora, visita todos los días a su mejor amigo: el Mar Caribe.

En un cortejo de amor, la atracción es inseparable. Con el coqueteo de los movimientos sutiles de las olas y el rozar de los trasmallos en las corrientes bajas, se traduce el galanteo que no tiene condiciones ni pretextos.

Con estatura baja, tez morena y cabello negro, carga sobre sus hombros una cava de hielos. Camina descalza sobre las piedras del suelo amarillo y emprende un nuevo día de pesca.

El ambiente está cargado de manglares con una vegetación flotante arrastrada por la corriente del río, así como de círculos de hierba limón y árboles de almendra que reposan como guardianes y cómplices del mar.

El viento refrescante no se compadece de los árboles torcidos y choca incesantemente, pues de las cinco lanchas que salen a pescar desde tempranas horas en Bocas de Ceniza, una es capitaneada por una mujer.

Aquella es conocida como “El luchador”, nombre que rememora el apelativo con el cual es conocida por los demás pescadores, mototaxistas, amas de casa y niños del barrio Las Flores.

Embarcada, a una  milla de tierra, su padre, Emiliano Suárez, y su hijo, Ricardo Betancur, la ayudan a halar los trasmallos, recoger el ancla  y direccionar  la lancha.

El río, celoso del encuentro furtivo con el mar, también vive de vez en cuando apasionados tropiezos con sus trasmallos ante una amante que divide  su corazón en tiempos muy cortos y que solo por temporadas salta al río a buscar la vida que ya no encuentra en las olas.  “Cuando no hay peces en el mar me doy la oportunidad  de pasar un tiempo por el río”, expresa mientras sonríe ante la espalda de un buque que se acerca desde la lejanía.

A  una distancia de más de 1600 metros, “La Capitana” pesca corvina, róbalo, cojinúa, chivo y lebranche.

De un cambuche que se esconde detrás de la orilla brota un olor salubre a pescado, pero del cual se desprende un ambiente de esperanza, pues ella, con sus manos ajadas, escama con su cuchillo las sonrisas de los clientes que por horas la han esperado a orillas del tajamar.

Las escamas que caen debajo de una mesa se ocultan con la tierra y el color radiante que se pierde con el sol. El humo se esparce por el cambuche mientras va tonificando un lugar rústico que envejece con un ambiente de libertad.

Y así, entre el mar y las lejanías del río, se mantiene en guardia El luchador, una lancha que ha cargado con más de 15 años de fortaleza, sacrificio y amor.

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