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La tierra se sacudió, el miedo llegó y el pueblo mexicano replicó. Diferentes zonas del país sufrieron estragos. Las viviendas se derrumbaron, las calles se abrieron, pero justo antes de que pasara la polvareda que dejó el terremoto, la réplica solidaria se esparció para ayudar.

Los reflectores alumbraron zonas afectadas que ya son enigmáticas para el imaginario mexicano: la colonia Condesa, la colonia Roma y el Colegio Enrique Rébsamen. Las cámaras y los micrófonos transmitían desde estos puntos y eso impidió que los desastres de otras localidades se conocieran, este fue el caso del pueblo San Gregorio Atlapulco, que pertenece a la delegación Xochimilco.

Frente a esto, las redes sociales jugaron un papel crucial. La información voló y voluntarios con celulares en mano retuiteron en el acto. El mensaje era claro: se necesita ayuda de todo tipo en San Gregorio Atlapulco, Xochimilco. Yo lo recibí a las 8:00 a.m., del 20 de septiembre mientras descargaba, como miembro de una cadena humana, la doceava camioneta a las afueras del Colegio Enrique Rébsamen. Lo que viví en esas horas lo quise compartir en estos tres momentos.

La alarma

Nadie escoge el lugar en el que sufre un sismo de esta magnitud, sin embargo, ese recuerdo queda incrustado en la memoria como el heroísmo mexicano quedó en la Historia. A mí me tocó enterarme del crujir de la tierra en la sala 27 del Aeropuerto El Dorado en Bogotá. Debía abordar un vuelo que saldría a las tres de la tarde, pero el destino quiso que a la 1:14 p.m., la tierra se sacudiera en México y marcara una fortaleza de 7,2 grados en la escala de Richter.

El desasosiego se apoderó de los rostros de todos los viajeros. Las miradas perdidas indicaban la incertidumbre. No había comunicación y las imágenes de los celulares eran cada vez más escabrosas. Esas imágenes le llegaron a mi madre, que angustiada me marcó para sugerirme: “Mijo, no viaje. Eso por allá está muy feo, es una señal de Dios para que no vaya, mire lo que pasó con su jurado que casi no puede ir”.

Mi madre se refería a uno de mis jurados del examen doctoral que debía presentar en la Universidad Nacional Autónoma de México el 21 de septiembre, quien por una calamidad familiar debía salir de México a Perú justamente el día del examen. Mi intención del viaje era presentar la Réplica oral del examen de grado, defender la tesis y recibirme de Doctor, por la UNAM, en Estudios Latinoamericanos. Así fue, pero en el medio aprendí la lección más importante de mi vida: la réplica solidaria del pueblo mexicano. Para eso, le dije a mi mamá que no se preocupara, la intenté calmar sin éxito, pero aproveché su énfasis en las señales divinas y le dije que quizá su interpretación estaba errada. Usé un juego de palabras propio de los que nos ganamos la vida con el lenguaje y le volteé sus argumentos: le dije que más bien la señal de Dios era otra y me había puesto justo en ese avión para que cuando me bajara, echara la mano con lo que pudiera.

El vuelo se retrasó cuatro horas porque el Aeropuerto de Ciudad de México estaba cerrado y evacuado por daños. Al fin aterrizamos a la medianoche del 19 de septiembre, día que le place al destino para echar catástrofes sobre el país del mariachi, como lo hizo en 1985. Al salir, pedí un Uber, empresa que estaba donando $150 mexicanos (nueve dólares) por trayecto como contribución para matizar el caos. En el transcurso del viaje revisé que en el Rébsamen se requería ayuda. Llegué a casa sobre las 3:00 a.m. El desgaste me pasó factura, por lo que necesitaba descansar un poco para recobrar fuerzas y no ir a estorbar. Así lo hice, fijé la alarma del celular a las 7:00 a.m., e intenté cerrar los ojos y calmar la ansiedad.

El terremoto

La alarma del celular sí sonó, no como la alarma antisísmica de Ciudad de México que solo se escuchó en algunos sectores. Una ducha y otro Uber para el Rébsamen. Llegué y sin mediar palabra me dediqué a la descarga de todo tipo de ayuda. Llegaban camiones con agua, víveres, medicinas y herramientas. Con un orden desordenado nos dimos a la tarea de acopiar lo que aparecía. El derrumbe del Rébsamen que sepultó a decenas de niños estaba acordonado por policías. Los voluntarios ayudábamos con lo que podíamos desde muy lejos, el objetivo no era otro que brindar apoyo.

Diferentes brigadas se armaban para brindar apoyo en Xochimilco

 

La adrenalina paró por un momento. Algunos revisamos los celulares y ahí nos dimos cuenta de que en San Gregorio Atlapulco los daños eran inversamente proporcionales a las manos que estaban brindando ayuda. René López, 26 años, sociólogo de la UNAM e hincha de los Pumas, dijo: “¿Y si buscamos transporte y nos vamos a San Gregorio?” Todos los que estábamos cerca asentimos con la cabeza. El transporte no aparecía, pero los dioses católicos, mayas y aztecas se confabularon para que una camioneta llegara con polines y cascos para entregar. Una familia estacionó, papá al volante, mamá de copiloto y niño en medio. De inmediato les dije que si nos llevaban a San Gregorio y sin titubear la madre dijo: “súbanse los que quepan”. Así lo hicimos, pero antes pedimos en el centro de acopio picos, palas y mazos.

Nos acomodamos siete en la camioneta. Damián Granados de 25 años, quien cuando no es voluntario, estudia gastronomía en El Claustro de Sor Juana. Daniel Altamirano García, profesor de karate de 32 años. Alejandro Salgado, 26 años, también sociólogo de la UNAM, quien insistía que si su familia estuviese atrapada en la desgracia, le gustaría que ayudaran como él estaba ayudando. Luis Ángeles, 19 años, acabó la prepa y estudia idiomas. Iquer Cabeza de Vaca, 18 años, quiere entrar a la UNAM, pero mientras lo consigue nos dejó esta frase que representa su ayuda: “cuando la ciudad se cae, la gente se levanta”. René López y yo, colombiano.

Ya no se necesitaban polines ni cascos en el Rébsamen, pero intuimos que en San Gregorio sí. Ahí no sabía qué significaba la palabra “polín”, pero al llegar a San Gregorio me enteré de todos sus significados. Los polines son palos de madera maciza que reconfortan a las víctimas de los terremotos. Se emplean para darle resistencia a las edificaciones o paredes que amenazan con desplomarse. También fungen como estacas para fortalecer columnas, o como columnas para levantar pequeños albergues temporales con lonas, que hacen las veces de techos, y protegen a las personas que vieron desplomar sus casas.

De inmediato los vecinos de San Gregorio agradecieron la ayuda

Sin saber muy bien qué debíamos hacer, las escenas nos daban el manual de uso. Cada uno agarró un casco, se echó un polín al hombro y nos fuimos por los estrechos caminos de la zona más rural de San Gregorio, donde con dificultad cabíamos dos personas. Al adentrarnos unos 500 metros, pudimos ver los desastres. Ya un brigadista oficial estaba en la zona y nos pidió ayuda al vernos con los polines en la espalda. Rápidamente cruzamos una equis con dos polines en la entrada de una casa que podía derrumbarse. Ya había sido desalojada, pero la familia pedía que algo la sostuviera para que la tragedia no aplastara sus pertenencias básicas.

Al terminar, nos sorprendió a todos el papel de los motociclistas. Bien en una Harley-Davidson o en una BMW, los motorizados con barbas, chalecos y guantes nos transportaban por los caminos estrechos para llegar más rápido a las zonas afectadas. La escena hacía parte de la gran réplica solidaria, pues los mínimo ciento veinte mil pesos mexicanos (6.800 dólares) que vale una moto de estas, es exactamente lo que pueden costar dos casas de las que se desplomaron en San Gregorio. Sin embargo, las brigadas motorizadas estaban al servicio indiscriminado de las víctimas.

Los motorizados hicieron que Iquer dijera: “estos güeyes de las motos se la están rifando, las fortunas que valen sus motos y las meten por donde sea para ayudar”. Las motos iban y venían, incluso uno de ellos al advertir nuestras manos limpias, nos regaló tres pares de sus guantes de lujo, que sirvieron para sujetar bien el mazo y sacar el escombro.

Las brigadas motorizadas fueron de gran ayuda

 

En ese momento, otra familia nos pidió ayuda y corrimos. Su casa de ladrillo estaba hecha escombros, ellos habían combatido la desazón acumulando los escombros en un solo lado, ordenando sus enseres y protegiendo la única cama que había para cinco personas. El brigadista oficial nos dividió para abrir cuatro huecos, uno en cada esquina. El suelo cedía fácilmente ante cada mazazo, pues era tierra con un baño de cemento. Pudimos parar los polines, amarrar una lona y reacomodar los enseres.

La menor del hogar, una niña morena, indígena, con su cabello fino, lacio, largo y amarrado con una trenza, también le replicó al terremoto. El sismo quiso que de su casa no quedara nada, pero ella amaneció y se puso su uniforme de colegio para ir a clase. No le permitió al destino que decidiera por ella. Así nos recibió, con su falda de cuadros rojos, sus zapatos negros, sus medias largas y su suéter blanco. El terremoto quiso cambiar su vida, pero no pudo. Con una sonrisa inocente nos entregó uno a uno un pedazo de manzana que refrescó el alma de toda la brigada y le pegó una cachetada al sismo que tumbó la casa. En los ojos de esa pequeña y en esas manzanas estaba la semilla de la familia para reconstruir la fe y empezar de nuevo con polines y lonas.

El brigadista oficial partió a dar apoyo a otras brigadas. Nosotros, como sucede en las revoluciones, ya nos habíamos graduado en combate. Ya sabíamos cómo reaccionar ante cada familia que necesitaba ayuda y asumimos un liderazgo colectivo. Cada idea la sometíamos a consenso inmediato. Así sucedió cuando nos encontramos entre los voluntarios, que cada minuto eran más, a un personaje que decidimos bautizar: “Ralph, el demoledor”. Ralph tenía entre 40 y 45 años, un bigote bien mexicano, una panza de respeto, un casco blanco sobre una gorra blanca, botas de obrero y chaleco naranja. Mandaba mucho y hacía poco, pero sobre todo, quería tumbar todo antes de tratar de salvar o fortificar lo poco que había dejado el terremoto. Quiso tumbar una pared larga sin permiso de los dueños y le dijimos que no.

Luego, quiso derribar una pared de una casa, que si bien no estaba sólida, no tenía alto riesgo de caerse y además era la pared que acompañaba la única entrada a la zona que estaba habilitada después del sismo, por lo que al derribarse nos iba impedir recibir relevos de brigadistas o simplemente salir. Le dimos otro no por respuesta. A regañadientes, Ralph nos acompañó al menos un kilómetro y medio adentro, fuimos a darle ayuda a una familia que el terremoto dejó sin calentador solar. El movimiento de la tierra tumbó el tinaco de mil litros de agua desde la parte más alta de la casa. El tinaco rebotó en los tubos de vidrio del calentador y dejó una escena peligrosa, por la cantidad de vidrios rotos que podían caer en cualquier momento. Nos dividimos en grupos de dos y poco a poco bajamos el calentador y amontonamos los vidrios donde no hicieran daño.

 

Los estudiantes de medicina atendían a todos los heridos

 

Entre tanto, Ralph recibía el bullying que empezó a sacar el buen humor negro. Comentábamos: “Ralph debe estar triste, porque en esta casa no hay nada que demoler”. Pero la terquedad de ese hombre era intratable. Llegamos a una casa mucho más adentro, donde la vegetación ya mandaba y eliminaba cualquier categorización de zona urbana. El terremoto les destruyó todo, solo les permitió conservar en pie una pared de un metro de alto por dos de ancho. Al ver esa escena salió una vez más la patología demoledora de Ralph: “Señora, yo creo que hay que demoler ese muro porque en otro temblor puede caerse”. Con las miradas lo sentenciamos y a los pocos minutos Ralph, el demoledor, abandonó la brigada.

Seguimos hacia adentro de los caminos y visitamos otra casa para corroborar que no estuviera en peligro. La familia nos recibió y nos dijo que mejor fuéramos al centro de San Gregorio para apoyar, pues ahí ya no había peligro de derrumbe. Caminamos por la vegetación y las siembras de lechuga. El dueño de la última casa de esa zona, un joven con rasgos indígenas, lampiño, con cabello corto y lacio, trigueño y de contextura delgada, nos dijo que desde ayer él estaba ayudando en otras zonas, porque “por aquí no llegó ni policía ni nadie, ni periodistas, nos tocó a los mismos vecinos hacer cuadrillas y dar ayuda. Todo sin luz, porque por aquí la mayoría de casas no tienen luz eléctrica”.

René lo sorprendió y le preguntó si no había luz por el terremoto. Él le contestó que no, que nunca han tenido luz. Al ver su respuesta, René de inmediato recordó la célebre leyenda de La Llorona de Xochimilco y afirmó: “no mames, esto todo oscuro y solo, entonces aquí en la noche sí sale La Llorona”. El joven que nos guiaba, cuya casa estaba agrietada, pero no en peligro inminente, el mismo que desde la noche anterior estaba ayudando a sus vecinos, el mismo que dijo que solo había ido a casa a “echarse un taco para recargar baterías”, el mismo que era una víctima más del terremoto, contestó con un humor colmado de dignidad y que es particular del pueblo mexicano: “No, joven, en las noches no viene La Llorona…esta soledad siempre está obscura, por lo que aquí se nos aparecen brigadas de Lloronas”.

La réplica     

Por el atajo llegamos al centro. Ya eran las tres de la tarde. Cuando nos encaminamos a las calles más afectadas, pero ahora de la zona urbana de San Gregorio Atlapulco, la sorpresa fue mayúscula. Las calles estaban atiborradas de voluntarios. Cada uno ayudaba a su manera. Los niños pasaban cosas menos pesadas y repartían comida. Las cadenas humanas para remover escombros eran el fiel reflejo de la réplica solidaria: personas de todas las clases sociales se sumaron. Incluso, el portero del Cruz Azul, Chuy Corona, se sumó sin protagonismo como actor de reparto y fue uno más dentro de las cadenas que movían ladrillos, piedras y botes llenos de cascajo.

Justamente en esas imágenes reapareció el símil de la Revolución mexicana. Yo vi a los soldados que ya no tenían fusil y su heroísmo estaba cargando piedras y despejando calles. Yo vi a las soldaderas curando a los caídos por el desastre o el cansancio. Las vi llevando munición que en este caso no eran proyectiles, sino cubetas y comida para continuar con el trabajo. Vi a los Niños Héroes transportando comida y llevando ilusión a los guerreros. Y además vi a los estudiantes que se graduaron a mitad de sus licenciaturas porque el desastre los llamó a sumarse al pelotón de la réplica solidaria. Estudiantes de medicina, ingeniería, psicología y arquitectura, debieron transformarse en médicos para brindar primeros auxilios, en ingenieros y arquitectos para evaluar el desastre con prontitud y eficacia, y en psicólogos para tratar los traumas individuales.

 

Algunas personas motivaban a los brigadistas con mensajes en la comida que repartían

 

Nuestra brigada se sumó a ese compromiso con el otro. Como pudimos ayudamos a partir en pedazos pequeños el escombro, a acumularlo con las palas, a cargarlo en los camiones y a sumarnos en las cadenas humanas donde el humor nunca faltó. Al pasar de mano en mano las varillas que quedaban de las columnas derrumbadas, no faltaba el albur: “cuidado con mi varilla que está larga”. Las risas motivaban para seguir trabajando. Incluso con el sudor en las manos se echó a andar el rumor entre los voluntarios: “ya Telcel abrió sus redes para no cobrar los datos y llamadas, los camiones y coches nos dan ride a todos lados: ¿será que Cerveza Corona no regala, para los brigadistas, el primer six al terminar la jornada?”

Los rostros asoleados y sudados sonrieron. Ya eran las siete de la tarde y el heroísmo en México se mostró de todas las maneras, desde todas las clases sociales y en todas las edades posibles. Cada uno tuvo una forma de ayudar en San Gregorio, Xochimilco, y así lo hizo. El viernes 22 de septiembre, Juan Villoro condensó, en un hermoso y profundo poema publicado en el diario Reforma y titulado “El puño en alto”, toda la capacidad de asimilación y de respuesta del pueblo mexicano ante la tragedia. En sus versos, Villoro recordó el heroísmo patriótico de la Guerra de Independencia de 1810, que justamente se selló en septiembre. Por eso, preguntó: “¿Queda cupo para los héroes en septiembre?” (Repase el poema completo aquí).

 

 

La pregunta fue retórica y Villoro mismo la contestó con un sí rotundo, pues en México son un chingo para todo, incluso para salir a ponerle el pecho a la tragedia por el hermano sufrido. A ese fenómeno, a esa mezcla de corazón y huevos mexicanos fue a la que yo decidí llamar réplica solidaria, cuya medida explico a continuación: la escala de Richter, al medir la energía liberada por la tierra el pasado 19 de septiembre de 2017 en México, marcó 7,2; número que señalizó la magnitud del terremoto y lo ubicó en la categoría de “Mayor”. Esta es la tercera más peligrosa, pues por delante se ubican las categorías de “Grande” ––8 a 9,9 puntos–– y de “Apocalíptico o Legendario” ––10 puntos en adelante––. Lo anterior, sirve de referencia para la Historia, porque si se midiera la energía liberada por el pueblo mexicano para replicarle al sismo su devastación y ayudarse entre sí, su magnitud estaría, sin duda, mucho más allá de la categoría de Legendario.

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