Por: Geanfranco Pimienta
Es febrero 12 de 2019. En Tubará, en la plaza central, Juan aparece disfrazado de iguana. En primera fila, unos niños ríen y aplauden mientras lo ven aparecer. Otros, un poco confundidos al verlo, simplemente callan y observan. El disfraz de iguana cubre completamente el cuerpo de Juan, pero dejándole ver la cara. A Juan le pesa un poco la cola – la del disfraz– y nota que se está descosiendo del traje. Avanza lentamente como puede intentando que no se le desarme su mal cosido disfraz y se presenta al público como Juana, la Iguana. La multitud ríe. Inmediatamente, toma la palabra su compañera sentimental, que se dispone a explicar las partes del animal. Mientras, Juan toma agua de un termo que está sobre una mesita de madera que está un poco chueca. Un par de gotas de sudor caen sobre su rostro. Juan levanta la mirada y observa a los asistentes. Se percata de unos hombres que se ríen entre ellos mientras lo señalan. Juan sabe que se burlan de él porque no creen en lo que les están contando. No es la primera vez que le pasa. Sin embargo, sonríe porque ha logrado lo que quería; ha impactado desde niños hasta adultos.
Su vocación gira en torno a la preservación de la iguana verde y demás reptiles. Juan sabe bien que, por necesidad y por negocio, se seguirán cazando y comiendo reptiles. En 2016, las autoridades decomisaron 144.916 huevos de Iguanas en la Región Caribe, pero se estima que el tráfico ilegal es el doble. Tras la ‘operación’ que consiste en abrir, extraer los huevos y volver a coser, las hembras mueren o quedan estériles. Sin embargo, lejos de oponerse a esta actividad, Juan se ha propuesto a enseñarles a los lugareños de las zonas con mayor presencia de estos animales que estos deben ser cuidados y que si se va a llevar a cabo esta actividad para comerciar, al menos que se haga bien.
Juan camina hasta su carro que está parqueado detrás de la plaza con el disfraz de iguana a medio caer. Es un carro pequeño, rojizo y con la lata desgastada. Tal vez por sus continuos viajes al monte, reservas naturales y unos cuantos soles fuertes. Juan se quita el disfraz y busca su maletín dentro de su carro que se pierde entre el desorden de sus pertenencias: restos de botellas vacías, un par de baldes de agua y unos libros con hojas de apuntes otra maestría en el campo que se encuentra realizando en la universidad. Ya se ha sacado un par; es biólogo y antropólogo especializado. Termina de cambiarse y cierra el carro. Unos niños lo esperan en la plaza. Juan les prometió mostrarles una culebra, Ivy, una pequeña típica de la zona para que vean que no hay que tenerles miedo. A los niños les encanta. Mientras agarra la culebra, se ve un tatuaje de escamas verdes que tiene en su antebrazo derecho.
tatuaje se lo hizo al cumplir los 18 años. A esa edad, sus amigos se empezaron a tatuar y lo animaron a que lo hiciera. Mientras ellos se tatuaban fechas, frases en latín y hasta símbolos que los representaban, Juan pensó que lo que más lo representa a él son los reptiles y, ante el asombro de sus amigos, decidió tatuarse unas escamas en su brazo.
Juan nació en Barranquilla hace 36 años. Hace 30, su padre, Ingeniero de profesión, se trasladó con su familia al departamento de la Guajira para trabajar en el recién inaugurado complejo carbonífero: El Cerrejón. Allí, Juan creció jugando y corriendo entre monte, arena y sol – y más monte– con sus hermanos y amigos. A sus casi 7 años, le hizo honor a su apellido, Salvador, y, sin pensarlo, rescató a una boa a la que uno de sus amigos había atacado con piedras. Corrió a su casa con el sol en la cara y la metió en un tupper. En ese instante sintió que había hecho lo correcto. Y desde entonces, con el apoyo de su familia, no paró de dedicarse a ayudar a estos animales.
A Juan no le gustan las injusticias. Desde temprana edad veía cómo en la Guajira cazaban y mutilaban a reptiles, en su mayoría iguanas, a diestra y siniestra cada día. Esta actividad, cuyo fin era la alimentación y el comercio, estaba totalmente normalizada en la época. Pero Juan no la compartía y por el contrario sentía una muy intensa impotencia por no poder ayudar a todos estos animales que la gente mataba a montones por miedo, asco o – en algunos casos- diversión.
Como cualquier persona, Juan tiene un ídolo en el campo del estudio y conservación de los reptiles: Steve Irwin. Con 12 años, Juan se pasaba horas y horas viendo El cazador de Cocodrilos en la televisión de su casa al llegar del colegio. Juan trataba de aprender todo lo posible de Irwin. Sin embargo, una década después, su ídolo falleció por ignorancia al ser atravesado por una mantarraya. Un experto que fallece por desconocimiento. Esto le reafirmó la importancia de educar a las personas acerca de los animales. Juan sabe que a su ídolo lo mató la ignorancia; la misma que mata diariamente a cientos de miles de seres vivos. Diferente autor, mismo resultado.
Juan es un tipo agradable, extrovertido y colaborador. Dedica horas y horas a preparar actividades y proyectos en zonas mayormente olvidadas donde se ven atrocidades en contra de animales. Su deseo de ayudar a preservar estas especies lo lleva a hacer cualquier tipo de cosa para lograr impactar a las personas. Es un hombre con don de gentes. Mientras camina va saludando a todos con una sonrisa correspondida. Desde un amigo hasta el que no conoce. Es un tipo sencillo. Es feliz con pequeñas cosas. En su cama siempre le espera “Nita”, su peluche, por supuesto, de iguana. Juan no ha perdido la ilusión y vive su trabajo como si fuera un niño. Le encantan los niños y cree que en ellos está el futuro del mundo. Por eso, se enfoca en ellos. Por eso a pesar de tener dos carreras sigue educándose, para educar. Y por eso, en ocasiones, deja de ser Juan para ser Juana, La Iguana.