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Por Juan Roa De Ávila

Es viernes y la tarde transcurre bajo el sol feroz.

Después de tener un agitado día en el siempre afanoso ritmo universitario, decido cambiar la rutina para tomar un bus que me regrese a casa lo más pronto posible.

Tras haberlo intentado con por lo menos tres, finalmente logro abordar uno muy particular.

Se trata de un Sobusa, uno de los 4.646 buses de servicio público que, según la última estadística de la Secretaría de Movilidad del Distrito (a corte del 30 de abril de 2017), transitan diariamente por las calles de la ciudad.

En su interior cuelgan algunos accesorios que se mueven entre juegos de luces y refranes populares, de esos que resuenan con desparpajo y jocosidad en las esquinas del Caribe.

Con su actitud siempre atenta a lo que vislumbra el exterior de la carretera va el conductor, quien en medio de la alta temperatura y un recursivo ventilador, ubicado un metro arriba de su timón, se debate entre las paradas, las arrancadas, los cambios, el cobro de los pasajes y los madrazos a desdén que suelen lanzarle de vez en cuando.

En la línea de los insultos ya han transcurrido unos 20 minutos y cada cambio del motor se confunde con la música de una emisora local que suena en la radio.

En medio del trancón interminable que se teje entre motocicletas, vendedores ambulantes y taxis mal parqueados a un costado de la vía, se mezclan los pitos ensordecedores de otros carros que también se mueven desde la lucha insaciable por confirmar que la culpa es del otro.

Un semáforo que cambia de verde a rojo permite que suban a la tarima rodante dos artistas callejeros. Con atuendos de rapero y un altavoz moderno, saltan muy ágilmente el torniquete e interpretan una canción que se pierde fugazmente con la discusión que ventanilla a ventanilla sostiene el conductor con un similar de su empresa, al parecer, por la siempre competencia hacia el reloj que los obliga a correr y sacar de ellos los más ágiles zigs-zags frente a peatones, motocicletas y andenes.

A la altura de la calle 72 un madrazo va y un madrazo viene. “Desde la 51B y todo el viaje corriendo… voy con tiempo y no me has dejado trabajar… ¿y entonces?”, exclama con voz autoritaria el conductor del otro lado, en su afán por hacerse con los pasajeros que vendrán en el recorrido que aún le resta.

Ante la mirada atónita de las aproximadamente 30 personas que vamos a bordo, se siente el brusco arranque del conductor.

Y alguien grita: “¡Por eso es que se matan!”

La cifra de accidentalidad, sin embargo, es contraria a lo que en datos numéricos debería reflejar la alta velocidad a la que se desplazan. Hoy por hoy, los buses urbanos ocupan el sexto lugar en participación de accidentes de tránsito en Barranquilla, con un indicador del 2.74%, antecedidos de los automóviles (49.2%), las motocicletas (18.8%), las camionetas (15.9%) y los camperos (5.8%).

A las afueras se incrementa el nivel ruidoso que se enmarca desde un puesto ambulante de comidas, la voz del animador que habla con un alto parlante a las afueras de un almacén comercial y el desgaste de un hielo que a lo lejos hace un vendedor del popular “raspao’”.

Por momentos pareciera que aquellas vibraciones se alimentaran del voraz fogaje que sale del exterior del pavimento y que entra por los oídos como una de las más crueles experiencias sonoras, aún estando sobre la avenida que divide los universos auditivos del norte y sur de la periferia.

En paralelo a las historias del ocaso exterior, y luego de casi 35 minutos de viaje, atravesamos sobre un sector del suroccidente que rompe con la tranquilidad de todo un vecindario: un grupo de carros lujosos con alto sonido en sus baúles pasa a gran velocidad sobre la sombra de un pasajero que los ve desde el interior de la ventana de emergencia.

Al margen de las velocidades, y en nuestro propio avance hacia el sur de la ciudad, comienzan a gestarse algunos sonidos musicales que el eco logra arrastrar: a lo lejos se escuchan los ecualizadores de un pick-up barrial que ameniza una reunión de un grupo de adultos que aprovecha la tarde para recrearse con una partida de dominó bajo la extensa sombra de un roble.

Metros más adelante, tras los destellos característicos del ambiente casi dominical, se vislumbra el recorrido de unas cincuenta personas que caminan sobre una calle que traza el trayecto de un funeral que va camino al cementerio entre llantos y altos parlantes que reproducen las letras de una ranchera popular.

Atrás dejamos el ambiente abierto y tranquilo que nos dejó la geografía del norte. Tanto ha cambiado ahora el universo de los ruidos que, ciertamente, la fresca brisa ya no corre por las calles, quizá, por la estrecha distancia que separan a las casas del espacio público. Los escenarios se han reducido y ahora la resonancia se refugia en el trancón que abre paso al atardecer.

Restan pocas cuadras para finalizar mi recorrido y la expectativa por llegar con antelación al parecer no se cumplirá. Estoy a punto de abandonar el bus que me instauró la idea de que el ruido es uno de los problemas de mayor inconsciencia social y respeto por el otro, y que puede, incluso, seguir creciendo desmedidamente en paralelo al desarrollo urbano y estructural de la ciudad.

Los decibeles permitidos quizá no se acerquen a los que reposan en la ley, pero los detalles de mi viaje refuerzan el sentido de que el respeto por la armonía del otro también define el carácter democrático de la vida en comunidad.

Finalmente he llegado a mi destino. Me bajo con las llaves de una caja de sonidos que no describieron más allá que la esencia de nuestra cotidianidad: el vivir tan rápido y fugaz como los pitos insistentes que brotan de las ganas por confirmar que la lucha por el silencio nos pertenece y nos vence.

Somos una casa periodística universitaria con mirada joven y pensamiento crítico. Funcionamos como un laboratorio de periodismo donde participan estudiantes y docentes de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte. Nos enfocamos en el desarrollo de narrativas, análisis y coberturas en distintas plataformas integradas, que orientan, informan y abren participación y diálogo sobre la realidad a un nicho de audiencia especial, que es la comunidad educativa de la Universidad del Norte.

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