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Por: Milenis Morales Freyle

No importa cuál sea tu destino, en Barranquilla, estás a un Transmetro de distancia. El recorrido inicia en la tierra de la butifarra y hogar de la Cumbia Soledeña. A eso de las seis de la mañana, cuando todos salen con el sol, inicia el camino hacia la Arenosa. Ese trayecto de una hora, o tal vez más que recorre la ciudad entera, pasa por las calles y nos conecta a lugares que nos tienen cautivados donde la fantasía permanece viva. La ciudad donde los problemas del país no ennegrecen la alegría ni el calor humano latentes en su cotidianidad.

Lograr entrar al bus articulado en plena hora pico es una prueba de fuerza y voluntad. Aún sintiendo las sábanas y el sueño, los usuarios se las arreglan para pelearse con otros las sillas grises y dormir un rato más. No hay nada como una buena siesta en Transmetro y despertarse justo en la parada donde hay que bajarse. No me ha pasado, pero debe ser bacano, a juzgar por cómo mi compañero de al lado no se incomoda por tener la cara pegada a la ventana o por los pitidos de las puertas al abrir y cerrarse.

Alirio Sanjuán: mi colega pero no amigo. Es uno más de esos conformistas que se quejan, pero no hacen nada para mejorar; de esos que trabajan solo para gastarse el sueldo en una noche tomando frías y hablando mal de quien sea que esté gobernando. “¡Es que todos roban y no hacen nada, compae’!”  Él es otro más de los que critican y no son capaces de admitir que el desarrollo se está dando. Ahí sigue durmiendo con medio tarro de colonia encima y sus ganas de vivir siempre en la misma casa de tejas en no sé qué parte de Soledad.

Personas como Alirio existen en Barranquilla, más de las que me gustaría. Pero también hay gente como yo, Elisio Villado, que somos conscientes de que hay algo en la ciudad que da ganas de quedarse, hay algo que dice lo que pasa aquí no pasa en ningún otro lado, que no es solo el carnaval lo que encanta y que hay algo mágico que vive en cada barranquillero. Sin embargo, la mayoría cree que este realismo mágico, del que tanto escribió el difunto Nobel, permanece únicamente en los libros y que existió en años remotos. No. Estoy seguro de que esta magia nos acompaña a diario, incluso aquí sentados esperando a que el R1 arranque.

Los usuarios de Transmetro que lograron entrar al bus se acomodan como pueden, agarrados de las sillas o recostados a las puertas. Nos esperan quince estaciones en las troncales Murillo y Olaya Herrera, dos de las vías más importantes de la ciudad. A una velocidad media de 20 kilómetros por hora, el gran bus articulado inicia su recorrido. El sistema transporta alrededor de 110.000 pasajeros a diario, entre ellos se encuentran trabajadores, visitantes y estudiantes de todas las edades, cada uno con algo que contar. Mientras la señora que va en la silla de atrás se queja porque los 284 buses que dice la página oficial de Transmetro que están en circulación “no son suficientes para tanta gente que hay en la ciudad”, llegamos a las dos primeras estaciones.

Como reconocimiento por su aporte a la música de la región, estas fueron llamadas Pacho Galán y Pedro Ramayá, dos grandes representantes de Soledad. Las puertas se abren y cierran con un pitido que, acompañado del frío del aire acondicionado, no hacen apropiado el lugar para dormir sino para admirar lo que ocurre ahí. Hombres sin nada más que hacer en la vida se la pasan el día entero cubriendo los huecos de la vía con arena. Siempre son uno o dos en cada lado que, con una sonrisa falsa y el pulgar arriba, le piden a los conductores particulares que “colaboren”. Ignorando o, probablemente, siendo conscientes de que su “trabajo” se convertirá en barro apenas llueva. Dejando atrás el municipio, el bus sube el puente de la circunvalar, la carretera que conecta a ciudad con el resto del país.

Una mujer de tercera edad se pone justo a mi lado al estar ocupadas las ocho sillas azules especiales para personas como ella y, de manera no muy sutil, insinúa que le dé la mía. No encuentro ningún problema en cederle el puesto si lo necesita, seguramente es de esas personas que abren su sombrilla dentro del bus para no quemarse con el sol. Así que no me niego a colaborarle, después de todo, esto también es parte de la cultura de la ciudad. ¿En qué otro lugar del mundo alguien abriría su sombrilla dentro del bus? Así de caluroso es el alegre sol barranquillero. Cuando la señora ya ha tomado asiento, vamos pasando frente al gran Estadio Metropolitano Roberto Meléndez. Toda la calle Murillo está conformada por lugares y sucesos que confunden el pasado con el presente, pero ninguno más que este, donde se han vivido victorias y derrotas y donde la alegría se hace física. Justo en este sector, las barras muestran su infinita lealtad a sus equipos y dan a conocer sus reacciones con piedras, alcohol y quién sabe qué más después de que acabe un partido.

Al pasar por la carrera 1 con Murillo, es posible encontrarse con una edificación que se rehúsa a dejarse ganar del tiempo. Frente a árboles coloreados por trinitarias rosadas -esas que parecen nunca marchitarse-, se encuentra Metrocentro, el centro comercial que con su apariencia anticuada permanece en pie después de más de veinte años. A pesar de su aspecto viejo, hace parte de la magia que acompaña a cada persona que lo ha visitado. Sus paredes de ladrillo rojo y techo de madera guardan recuerdos de sus visitantes: citas fugaces, tardes o noches de cine y risas de niños en el carrusel.

A pocos metros más, llegamos a la estación Joaquín Barrios Polo-Estadio Metropolitano. Luego de que nadie fuese capaz de recordar el verdadero nombre de la estación, la empresa de transporte decidió alargarlo para ayudar a las personas a ubicarse en el sistema. Esta es una de las estaciones más concurridas y conocidas del transporte masivo. Como pueden, aquellos que logran subirse al ya repleto bus se acomodan para sumarse al recorrido.

Continuamos hacia la estación Buenos Aires, que tiene el mismo nombre del barrio. El lugar está decorado por graffitis que representan tiempos lejanos, fantasías y libres expresiones de la gente. En uno de ellos se muestra al célebre Hombre Caimán entrando a un bus de Transmetro mientras un niño saluda al conductor. Al ser una de las estaciones menos frecuentadas, no nos tardamos mucho en la parada. El recorrido continúa por las estaciones que tienen por nombre números de carreras importantes: la ocho, la catorce y la veintiuna. Lugares donde los habitantes viven entre música y baile, cerca de las ruinas de un edificio donde -se dice- un español torturaba a sus víctimas y practicaba hechicería.

Una calle más allá, se encuentra el Jardín Botánico, del que se narran historias de brujas que atormentan a los vecinos de noche. Muchos de los que aseguran haberlas visto convertirse en pájaros negros y escuchado sus risas en el arroyo o entre los árboles. Estos pájaros negros hacen contraste con las mujeres ave pintadas en las paredes de la Murillo que, por el contrario, son todas coloridas. Está, además, el duende rumbero en el barrio La Magdalena, que se aparece en las noches a desordenar un estadero incluso después de que el dueño haya hecho un cuadro en su honor. De todas estas historias se componen estas calles, pero las personas se limitan a pasar por ahí sin pensar en ellas.

Luego de pasar el puente de la Murillo con veintiuna, nos esperan las estaciones Atlántico, Chiquinquirá y Arenosa. Estos sectores demuestran que Barranquilla no es completamente plana, hay elevaciones regadas por toda la ciudad que dan este cosquilleo en la barriga al pasar con suficiente velocidad sobre ellas. De un lado de la estación Chiquinquirá, están esos edificios de mil puertas que me recuerdan a las putas tristes de Gabo. Esos de nombres raros y colores chillones. Algo siempre me ha hecho pensar que la historia se desarrolló ahí.

Del otro lado de la calle, se encuentra el Cementerio Universal, del que se cuentan apariciones de espantos que alejan a los visitantes del parque que tiene al frente. Muchos con la intención de recuperar objetos que les han sido robados. Como le pasó a un sepulturero, que fue perseguido por un espíritu que quería sus zapatos blancos devuelta. En estas estaciones son muy pocas las personas que se suben o bajan. La Arenosa queda justo en la intersección de la Murillo con la carrera 43, donde no hace mucho algún entusiasta de las carreras se llevó por delante a un barrendero que estaba trabajando de madrugada. Sí, no fue hace mucho, pero ya nadie habla de eso. Solo están aquí esperando llegar pronto a su destino.

Al llegar a la carrera 46, avenida Olaya Herrera, el R1 cruza doblando su acordeón donde los estudiantes se ríen y divierten con los sonidos que hace el bus. Siempre es buen momento para reírse mientras se cruza el Barrio Abajo; pasando por el emblemático edificio del Banco de la República y a pocas calles de la Casa del Carnaval todo parece más sencillo. Ese barrio lleno de arroyos, del que nadie hubiera pensado que -según investigaciones arqueológicas- estuvo habitado 700 años atrás y del que solo se cree que es importante por las fiestas, tiene mucho más que contar. Los rayos del sol iluminan con mayor intensidad y, junto con los árboles y colores llamativos de las flores, mantienen la armonía a manera que se nos acercamos a la Plaza de la Paz-Juan Pablo II, nombre que se le dio como recuerdo de la visita del Papa hace más de 30 años.

La estación de La Catedral se encuentra muy cerca del lugar donde, seis años atrás, siete hombres se robaron un cajero automático con cáscaras de patilla mientras actuaban con total tranquilidad. Hace poco, convirtieron la fachada de una edificación histórica en parte de un centro comercial y se ha dado inicio a los trabajos de ampliación de la Plaza de la Paz. Unas calles más allá, se encuentra el restaurante bar museo La Cueva, lugar donde solía reunirse el Grupo Barranquilla. La máquina de escribir de Álvaro Cepeda Samudio, la nevera llena de libros de Alfonso Fuenmayor y ediciones en otros idiomas de los libros de García Márquez permanecen expuestos en el lugar, llevando a los visitantes a aquellas épocas remotas entre tragos, cigarrillos y letras. Y aun así, Alirio continúa ahí dormido, ignorante de las memorias vivas en Barranquilla. La señora a la que cedí el puesto ha estado todo el recorrido hablando por celular sobre la comida que dejó calentada, los recibos que tiene que pagar y el niño que está por desayunar e ir al colegio. En esta parada, se bajan muchas personas. De las que quedan, algunas se logran sentar, pero no es mi caso.

Las siguientes dos estaciones no parecen estar en la misma ruta de las anteriores. Pasando por la calle enmarcada con árboles, da la sensación de que el aire se vuelve más limpio. La parada en Alfredo Correa de Andreis y Esthercita Forero, en honor a “La Novia de Barranquilla”, son las más rápidas. Apenas le da tiempo a la señora de bajarse en esta última, con su sombrilla en la mano, sonriéndome con esa cordialidad de quien nunca me ha visto y gritándole al pobre conductor que no cierre la puerta “porque no la va a llevar a su casa”. Se nota que no es de las personas que viven en las casas de El Prado, que está muy cerca de ahí.

Las casonas de este barrio guardan los espíritus de sus antiguos dueños y estos atormentan a los actuales habitantes. Tal vez esa sea la razón por la que los residentes de esa zona suelen ser muy taciturnos en comparación con el resto de barranquilleros; viven encerrados y sumidos en silencio constante. Una vez suena el pitido, mi compañero se despierta con cara de querer estar en cualquier otro lado menos ahí. Justo cuando vamos por el parque Tomás Suri Salcedo, vuelve a quejarse porque “esos parques no traen nada bueno”. Lo ignoro mientras admiro la estatua de Joe Arroyo, ¿cómo es que alguien que no nació acá haya querido tanto la ciudad? ¿Cómo es que quienes nacieron en Barranquilla no son capaces de quererla así?

Cuando el R1 se detiene, ya están de pie la mayoría de los pasajeros. No soportan el olor a humedad que ha dejado la lluvia de la madrugada, pero usan el sistema todos los días con resignación. Al pitar las puertas por última vez, salen disparados a las filas de las diez rutas alimentadoras para continuar quejándose porque aún no hay nada interesante que contar. Ignoran el hecho de tener ahí mismo un lugar donde bailar y olvidar sus preocupaciones: La Troja, donde los extranjeros llegan jurando saber bailar y los propios aprovechan para “caerle a la monita que puedan”. No, ellos se lamentan mientras esperan el alimentador. Es que no se dan cuenta de que solo están a un Transmetro de distancia de lo que lo hace única a nuestra ciudad.

Foto: transmetrobaq

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