Por: Joshua D. Cruz
El sol caía a plomo sobre Barranquilla, pero nadie parecía prestarle atención. Era 1 de marzo y la Batalla de Flores, el desfile que marca el inicio del Carnaval, había comenzado a las 11:00 a.m. en la Vía 40. Desde temprano, la calle se convirtió en un río de colores, música y descontrol. Los vendedores gritaban ofreciendo cervezas, los turistas intentaban descifrar el caos con una mezcla de asombro y alegría, y los borrachos de la noche anterior seguían en pie, aferrados a su última gota de energía.
Los disfraces fueron la sensación del día. Un hombre con una peluca anaranjada y un traje enorme desfilaba en su propia carroza como Donald Trump. Desde arriba, sostenía un gran cartel que decía “La Tuya”, arrancando carcajadas y aplausos. No faltaban las parodias políticas: Armando Benedetti y Gustavo Bolívar aparecieron con expresiones exageradas. Mientras tanto, la parodia del gabinete del gobierno Petro desfilaba entre burlas y vítores de la gente.

Parodia de Donald Trump en una carroza con el cartel “La Tuya” // El Punto
En los palcos, entre botellas de whisky y sombrillas para mitigar el calor, una niña de rizos dorados sostenía una carta cuidadosamente doblada. Su sueño era entregársela a la reina del Carnaval, Tatiana Angulo. La carta, escrita con la dulce letra de la niña decía: “taty, te amo, que Dios te bendiga, yo también quiero ser Reina del Carnaval cuando sea grande”. Sin embargo, la carta nunca llegó a sus manos directamente. En su lugar, terminó en las de un trabajador, quien por hacer el sueño de la niña realidad, intentó acercarse a la reina. No obstante, al no poder acercarse a esta, a pesar de hacer todo lo posible por intentar darle la carta, decidió que lo mejor sea entregárselo a la Community Manager del “Carnaval de los Niños”, que era la persona más cercana a la reina y que le podría cumplirle el sueño de la niña en ser su carta leída por uno de los iconos más importantes del carnaval.
Abajo, entre la multitud, otros tenían sus propios planes. Las vallas de seguridad no fueron suficientes para contener el desborde. La policía ni siquiera intentó sacar a los que se colaron; muchos, con billete en mano, convencieron a los de logística para que los dejaran pasar. En cuestión de minutos, los espacios VIP y las graderías populares se fusionaron en un solo “gentio”. Como si fuera el rio magdalena, desembocando en “Bocas de ceniza”, que estrecha sus aguas con el mar Caribe, los palcos y la calle terminaron siendo “una sola vaina”.
Más allá, los gaiteros, con el rostro curtido por el sol, soplaban sus instrumentos con una mano y sostenían un puro con la otra. La escena tenía algo de mágico: tradición, resistencia y goce en un solo cuadro. No muy lejos de allí, en la cárcel La Modelo, al final del recorrido del festival, los reclusos miraban el espectáculo desde sus celdas. Algunos intentaban seguir el ritmo de la música golpeando los barrotes y hondeando las banderas de sus respectivas bandas criminales.

Diablo Arlequin tirando fuego // El Punto
Los Juegos de la tumbadera
Pero en el Carnaval, no todo es fiesta. Entre empujones y saltos, los ladrones de celulares hacían de las suyas. Bastaba un segundo de distracción y el bolsillo quedaba vacío. Sin embargo, no todos los intentos salían bien. Un joven, sintiendo la mano ajena en su pantalón, reaccionó con la rapidez de quien ya conoce el juego: “¡Pillao, caremonda!”, gritó, girándose de golpe, señalando al ladrón y quitándole el celular del bolsillo, recuperándolo. Pero el tipo, con miedo a recibir su “paloterapia” con la agilidad de quien ha hecho esto antes, desapareció entre la multitud antes de que alguien pudiera reaccionar. La escena se repetía en distintos puntos del desfile, un recordatorio amargo de que en Barranquilla, durante el Carnaval, la seguridad sigue siendo un problema sin resolver.

figurita de marimonda entre el concreto de la calle // El Punto
Cada año, las autoridades prometen más vigilancia y medidas estrictas, pero el hampa parece adaptarse con facilidad. Los robos, los asaltos y hasta riñas violentas empañan la fiesta para muchos. Los comerciantes advierten que después del Carnaval, la ciudad queda con una resaca doble: la de la fiesta y la de la delincuencia desbordada. La Batalla de Flores es solo la primera prueba de fuego para la seguridad en la ciudad; lo que viene después, con los bailes de calle y las verbenas, puede ser aún más caótico.
La post-party de Prado y Barrio Abajo
Cuando el desfile terminó, la ciudad no se apagó. Al contrario, la fiesta clandestina en las calles del Prado cobró vida al caer la noche. Nadie sabía quién la organizó, pero ahí estaban los parlantes a todo volumen, la gente bailando en cada esquina y las luces improvisadas creando una atmósfera de bacanal sin dueño. Mientras tanto, en el centro, el ambiente se volvía más crudo.

Parlante con multitud de gente por el Centro Comercial “El Prado” // El Punto
El olor a marihuana se mezclaba con el de orines y cerveza rancia. En la Avenida de 20 de Julio, los gringos y otros extranjeros se dejaban llevar por la euforia, bebiendo y bailando como si fueran barranquilleros de toda la vida. En las aceras, algunos borrachos habían caído rendidos, abrazados a su propia resaca, mientras otros se aferraban a la última canción, negándose a aceptar que la fiesta tenía un final.
Con guaracha y champeta, la batalla de flores pasa de la vía 40, a la plaza de la paz. El ritmo, la boletería, la espuma y la Maizena, pasa a ser el centro de todo y sobre todo en las calles del prado, extendiéndose hasta el mítico epicentro y ombligo del Carnaval, Barrio Abajo, expandiendo el festival, hasta el amanecer.
Barranquilla, una vez más, había cumplido con su ritual. La Batalla de Flores no era solo un desfile: era un retrato vivo de su gente, con sus excesos y sus alegrías, con su risa burlona y su resaca al día siguiente. Y aunque los disfraces y los borrachos desaparecerían con el paso de las horas, el eco de los tambores seguiría latiendo en el corazón de la ciudad, esperando el próximo febrero para volver a explotar.