En la plaza de Soledad realizan un velorio, en frente está el museo de Simón Bolívar. Buscando leyendas urbanas, alguien nos contó que dentro de ese museo se escuchaban voces y que en el pasado hubo túneles de escape.
Nuestra ilusión por contar esa historia fue rápidamente derrumbada cuando el vigilante de turno nos contó que hace tres meses duerme en el museo de noche y no ha escuchado ni sentido el más mínimo espíritu.
Entramos al museo y más que conectarnos con algo paranormal, nos conectamos con la colonia: los cañones en la entrada, una puerta y un patio inmenso, las paredes y escaleras antiguas. Esa fue la última morada del libertador Simón Bolívar antes de morir en Santa Marta, ahora solo reposa una estatua en la entrada.
Afuera, la gente sigue llorando a su muerto. La multitud viste de blanco y de negro, en eso pasa un señor vestido de verde, llamado Camilo, buscando carbón para hacer un asado.
Comenzamos a hablar con Camilo, nos cuenta una historia tras otra mezclando temas. Le consultamos por leyendas urbanas, pero si le hubiéramos preguntado por los viajes del hombre a la luna estoy seguro que igual nos hubiera contado un montón de anécdotas.
Caminamos tres cuadras hasta llegar a la casa de un vecino de Camilo. Ya en la casa, los hombres nos cuentan que en Soledad, a la media noche, se escuchaba el galopeo de un caballo, pero cuando la gente salía no había nada y se seguían escuchando los cascos que golpeaban en el pavimento. Lo cierto es que ahora, mientras conversamos, solo se escucha la turbina de un avión que vuela en lo alto.
También nos cuentan la leyenda que dice que el diablo cogía a un niño, y solo el padrino lo podía socorrer. Les pregunto que si eso todavía sucede, me dicen que no, que ahora los jóvenes espantarían al diablo y el padrino tendría que socorrer al diablo para que le devuelvan el trinche.
Me pregunto si esas leyendas no eran una forma de vencer el tedio del pueblo, y que ahora con las distracciones de estos días esas leyendas quedan tan solo en el recuerdo. “Eso es verdad, eso no es carreta, los mitos existen”, con esa sentencia Camilo interrumpe mi razonamiento.
Horas después, en el cementerio, un grupo de señores nos contarían que hubo una época en la que disfrazaban de ‘La llorona’ a un amigo: le ponían tacones, faldas y una peluca, y salían alborotar a la gente. Contarían que ese ritual se perdió cuando una mujer se desmayó al ver el atuendo y la gente correteó a ‘La llorona’ hasta el cansancio; a la mañana siguiente, aquel hombre quedó agotado, con lo pies llenos de ampollas y sin más ganas de disfrazarse.
Terminamos de conversar con Camilo y su amigo y regresamos a la plaza decididos a hablar con los jóvenes. Un grupo se encuentra sentado cerca del museo, los abordamos. Cuando nos están contando que ellos han escuchado que en ese museo vivía Simón Bolívar y que había unos túneles para escapar, aparece en la escena una chica, amiga de ellos. Mientras se fuma un cigarro que está casi consumido hasta la boquilla, nos dice que ella durmió en el cementerio cuando su hermanito cumplió un año de muerto y escuchó los cascos del caballo; pero nos aclara que ellos no le tienen miedo a los muertos porque un muerto solo te puede saludar, se nos acerca, y nos dice, casi gritando, que lo único que los hace correr a ellos son los vivos porque, esos sí, cuando les das la espalda te clavan un puñal.
Mientras conversamos con los jóvenes, la plaza quedó vacía porque iniciaron la marcha para trasladar al muerto al cementerio. Minutos después aparecen jóvenes, esta vez disfrazados: unos de ángeles, otros de diablos, algunos caminan en sancos; hacen parte del grupo de teatro.
El ataúd con el muerto está entrando al cementerio, pero no se escuchan plegarias, sino el sonido de los timbales que salen de los picos que rodean el lugar.
En Soledad las transiciones entre la vida y la muerte son casi inexistentes, ellos tienden a mezclarse. La plaza que antes hacía de velorio, ahora está copada por jóvenes artistas que viven el teatro con alegría, que es, en esencia, la vida misma; y en el cementerio, ante los tristes y escasos cantos judíos para despedir al muerto, reina la alegría de la salsa caribeña, seguro que esos soledeños piensan que vivir es la mejor forma de revindicar la muerte.
Se nos hace tarde, así que cogemos un taxi. Le preguntó a mi compañera cuándo iremos a Puerto Colombia para contarla leyenda de la novia, inmediatamente veo por el espejo cómo se le abrieron los ojos al conductor. Con un poco de sarcasmo le preguntamos que si a él se le ha subido al taxi, nos dice que no, pero con una seriedad implacable nos asegura que la ha visto en la carretera un par de ocasiones.
Ante nuestra incredulidad, nos pregunta si nosotros nunca hemos visto un fantasma, le respondemos que no. Nos cuenta que ver fantasmas es normal para un taxista que trabaja de noche, que cuando pasa por el cementerio universal después de 11 de la noche se pueden ver los muertos y que también en carretera se le aparece un ciclista y que él acelera y va a 120 kilómetros, pero que el ciclista sigue allí, a su lado. Se ofrece a hacernos un recorrido por la Barranquilla paranormal y si no vemos los fantasmas no pagaremos la carrera, pensamos su propuesta, mientras nos alejamos de Soledad y del fantasma de Simón Bolívar, que al parecer, se resignó a seguir en un pueblo donde su único y verdadero libertador es la alegría.